– No tengo ni idea de lo que hiciste aquella noche, pero sé que no nos estás diciendo la verdad… no toda la verdad, y acabarás cargando con la culpa de este asunto, a menos que lo aclares todo.
Los músculos de su nuca se pusieron tensos, porque él había pensado exactamente lo mismo.
– ¿Y desde cuándo eres tú la diosa de la virtud?
– Tomó otro trago de cerveza, vació la lata y la aplastó entre las manos.
Trisha se lo quedó mirando con unos ojos que habían visto demasiado sufrimiento para una vida tan corta.
– Tú no me conoces en absoluto, Zach. Ni siquiera te has preocupado nunca por intentar conocerme, ¿no es verdad? Mira, yo solo intentaba hacerte un favor. Pero olvídalo. -Volvió la cabeza hacia la casa-. Creo que me he equivocado. Con tu pan te lo comas.
Katherine tenía los ojos hinchados, la boca le sabía como si hubiera estado lamiendo un cenicero y le dolía la cabeza por encima de las sienes. Forzó uno de los ojos abiertos, a través de la luz del sol que entraba por la ventana casi cegándola. Suspirando, se enrolló en la sábana y pensó en el enorme peso de la tristeza que sentía en su corazón.
Estaba en su propio dormitorio y… ¡Oh, Dios!… la realidad le llegó rasgando su frágil cerebro. London había desaparecido, había sido secuestrada casi dos -¿o fueron tres?- semanas antes. El horrible monstruo de la desesperación le clavó sus garras por dentro. Necesitaba un cigarrillo. Con dedos temblorosos su mano se acercó a la mesilla de noche y agarró un paquete vacío de Virginia Slims, que arrojó al suelo. Las lágrimas empezaron a empañar sus ojos. No podía soportarlo más, día tras día. Los incompetentes policías, el inútil FBI y los medios de comunicación. Maldita prensa. Los pocos periodistas a los que habían dejado pasar los guardias de seguridad le habían estado haciendo preguntas que hacían que le sangrara el corazón y se le encendieran los ojos; solo buscaban una historia que contar y no les importaba nada el absoluto el dolor que ella sentía… No le extrañaba que Zach hubiera golpeado a uno de aquellos periodistas y le hubiese roto la cámara a otro, cuando regresaba a casa desde el hospital.
Consiguió ponerse de pie sobre sus inestables piernas y a continuación descorrió las cortinas de la ventana. Dos coches de policía y un sencillo Chevrolet descapotable estaban aparcados en el camino que llegaba hasta la entrada de la casa. Más allá, pasada la arboleda principal y los setos de rosales, vio la puerta de entrada de la verja, donde hacían guardia los buitres. Había varios coches aparcados a la sombra de un viejo arce, que derramaba sus ramas sobre el muro de piedra que mantenía alejados a aquellos carroñeros.
– Espero que ardáis todos en el infierno -murmuró, volviendo a correr completamente las cortinas.
¿Qué hora era? Sus ojos llorosos se volvieron hacia el reloj. Las dos de la tarde. Había dormido diecisiete horas, con la ayuda de los fármacos que le había recetado el doctor McHenry y de Dios sabe qué otras cosas más. De alguna manera, fuera como fuera, debía intentar recomponerse. Con o sin London.
Ese pensamiento hizo que le fallaran las piernas y se tuvo que agarrar al borde de la mesa para no caer al suelo. Tenía que encontrar a su niña. Tenía que hacerlo. No podía confiar en la policía federal o en la del gobierno, y Witt, bueno, la verdad es que tampoco él había sido de gran ayuda. El hecho de que ya no durmiera con ella, insistiendo en que debía descansar, la había molestado. Pero ella sabía cuál era la razón real. Tenía miedo de que ella pidiera algo más que una caricia en la cara, de que necesitara un beso, un abrazo o incluso que su marido le hiciera el amor para reconfortarla.
Cielos, necesitaba un cigarrillo.
Pasando la lengua por su ennegrecidos dientes, entró en el cuarto de baño, donde se quitó el camisón que llevaba puesto desde hacía días y se metió bajo la ducha.
Cuando se puso bajo el chorro caliente se vio reflejada en el espejo y se murió de vergüenza. Sin maquillaje, con el pelo sucio y revuelto, y con un cuerpo antes bien torneado que empezaba a verse ahora demacrado por la falta de alimentación. Recordó vagamente a María, su cocinera, entrando en el dormitorio e intentando hacerle tomar un poco de sopa o algo por el estilo.
Nunca antes en toda su vida Katherine se había dejado llevar por la desesperación; creía que su mejor arma era su cuerpo, y se pasaba las horas en el gimnasio, en el masajista, en la peluquería y en la manicura. Siempre llevaba ropa impecable, con un toque sexual, pero con clase y bien ajustada.
Pero ahora parecía un mamarracho. Una vez bajo la ducha, dejó que el agua bañase su cabello y su piel. Cerrando los ojos a la negra depresión que se cernía sobre ella cada vez que pensaba en London, se apoyó contra las mojadas baldosas. No podía darse por vencida, porque ella era la única oportunidad que le quedaba a London. Si ella dejaba de preocuparse por su hija, todos los demás harían lo mismo.
Sintió que los sollozos le quemaban profundamente la garganta y se dijo que no podía permitirse la libertad de volverse loca. Llorando también un poco por ella, dejó que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas, con su sabor salado mezclándose con los chorros de agua de la ducha, mientras la iba rodeando una oleada de vapor.
Mientras estuviera sola, podría llorar y chillar y apretar los dientes con desesperación, pero cuando estuviera en presencia de los demás, debería intentar aparentar fortaleza.
Una hora después bajaba por la escalera. Llevaba el pelo radiante, seco y cepillado hasta hacerlo brillar, los dientes limpios, un maquillaje impecable, y vestía unos pantalones cortos y un top que hacía juego con sus ojos azules. Tomó un zumo de naranja del refrigerador, ignorando el ruego que le hacía María para que desayunara algo, y se enteró de que Witt y la policía se habían encerrado en el estudio con órdenes precisas de que no se les molestara. Perfecto. Dándole la espalda a María, echó un par de chorros de vodka en su zumo, se tragó dos Excedrin dobles, agarró un paquete de cigarrillos nuevo y se colocó el Wall Street Journal bajo el brazo.
Ya estaba preparada, o al menos eso pensó, pero la intensidad de la luz solar la hizo ponerse las gafas de sol que guardaba en un armario al lado de las puertas dobles que daban a la piscina. Afuera no se movía ni una pizca de aire; el sol caía sin piedad contra el cemento y los ladrillos que rodeaban la piscina.
Oyó un ruido, miró hacia fuera y, al pasar bajo los rododendros que flanqueaban el sendero de la piscina, se dio cuenta de que Zachary estaba nadando. Cortaba la superficie del agua como un atleta, y sus heridas -que todavía eran visibles sobre el fondo de su piel bronceada- parecían haber curado lo suficiente, incluso los navajazos.
Katherine sintió en el estómago el golpe de algo muy parecido al deseo. De todos los hijos de Witt, Zachary era el más atractivo. No se parecía al resto de los vástagos Danvers; su piel era bastante más oscura, era mucho más musculoso y sus ojos tenían un color gris tormentoso en lugar de ese azul claro que parecía ser la marca de fábrica de los Danvers.
Su nariz no era tan recta y arrogante como la de Witt, pero Katherine pensó que la razón era que se la habían roto varias veces. La última de ellas recientemente, durante la horrible noche en que London fue secuestrada, otra en un accidente de motocicleta y otra más durante una pelea en el instituto. El otro muchacho era dos veces más grande que Zach, pero había vuelto a casa con los dos ojos morados y la entrepierna hinchada a causa de la patada que Zach le había propinado en su ingle juvenil. Zach se había llevado la peor parte; no solo le habían roto la nariz, sino también varias costillas, y el padre del otro muchacho (que era abogado) había intentado demandarlo. Afortunadamente, Witt había pagado para que no lo hiciera, y eso era exactamente lo que el padre abogado estaba deseando que sucediera.
Irreverente y endemoniadamente sexual, Zach era atractivo en más de un sentido. Katherine se dejó caer en una tumbona, subió los pies y se dedicó a observar cómo su hijastro se deslizaba por la superficie del agua. Sus impecables músculos fibrosos brillaban húmedos a la luz del sol, mientras él se movía sobre el agua casi sin esfuerzo. Se preguntó si tendría la piel bronceada por todos los rincones del cuerpo, o si, debido a sus andrajosos calzoncillos, su trasero sería algo más pálido.
Desde que se había casado con Witt, Katherine jamás le había sido infiel. Incluso durantes los últimos años, desde que él había dejado de hacer el amor con ella, había conseguido ignorar el deseo que fluía por su sangre cuando veía a un hombre especialmente interesante. Había tenido montones de oportunidades durante los últimos años, incluso algunas proposiciones de amigos íntimos de Witt, pero las había dejado pasar de largo como si fueran bromas de mal gusto y nunca se había dejado llevar por sus deseos, incluso en noches en las que realmente había estado muy desesperada.
Pero ahora se sentía tentada por Zachary. No había ninguna duda. Y no estaba sola en eso. Por mucho que él se empeñara en negarlo, también se sentía atraído por ella. La última vez que habían estado juntos, cuando ella había llegado a perder los nervios y le había obligado a bailar con ella en la fiesta de cumpleaños de Witt, había sentido aquella dureza entre sus piernas, había visto el rubor de vergüenza en sus mejillas, dándose cuenta de que aquello respondía a lo que ella le hacía sentir.
«¡Basta ya, se trata del hijo de Witt, por Dios bendito! ¡Es tu hijastro!», pensó. Con dedos temblorosos, rasgó el celofán del paquete de cigarrillos, sacó un Virginia Slim y lo encendió. Él no había mirado en su dirección y no sabía que ella estaba allí, al lado de la piscina, y seguía nadando como si no fuera a detenerse jamás.
Lanzando el humo hacia el cielo, trató de dirigir sus pensamientos lejos del secreto atractivo de Zach. Pero entonces, al dejar de pensar en cómo seducirlo, su mente regresó a London y a la profunda depresión que la envolvía cada vez que sus pensamientos se dirigían a su hijita. ¿Dónde estaría? ¿Todavía estaría viva? ¿Estaría encogida y asustada? ¿O estaría ya muerta, brutalmente asesinada? Oh, cielos, no podía seguir pensando en eso. ¡No podía! «London», susurró con los ojos repentinamente bañados en lágrimas.
Tomó un largo trago de su zumo de naranja, esperando que el vodka pudiera calmar sus nervios. Si al menos alguien la abrazara y le susurrara en el oído que todo iba a salir bien… que London estaba a salvo y pronto volvería a casa. Le pareció que el pecho se le hundía por dentro.
Necesitaba a alguien. A cualquiera. A Zach.
Apretando los dientes contra aquel pensamiento que le paralizaba la mente -y que había sido su compañero constante durante semanas-, abrió el periódico que tenía entre las manos e hizo ver que estaba muy interesada en el mercado de valores, cuando todo su interés estaba realmente concentrado en mirar a Zach por encima del periódico. Con los ojos ocultos tras las gafas de sol, estaba segura de que Zach no se daba cuenta de que lo estaba observando; y ya estaba empezando a planear otra vez cómo seducirlo.
A Zach le quemaban los pulmones y la espalda empezaba a dolerle. Había estado nadando más de quince minutos seguidos, esperando a que Kat acabara de tomarse su bebida y se marchara, pero no había tenido demasiada suerte. Parecía que tenía la intención de quedarse allí indefinidamente. Aunque era tranquilizador que hubiese decidido dejarse ver, porque era raro que ella pasara tanto tiempo encerrada en su habitación, sin aventurarse a salir.
Pero entonces, en aquellos días, todo era extraño en la casa. Los policías y el FBI, los periodistas pegados a las puertas. La rabia contenida de Witt y el aislamiento de Kat. Jason había vuelto a instalarse en casa y se movía de aquí para allá como un animal enjaulado; Nelson, después de ir detrás de él a todas partes durante varios días, se había encerrado en su habitación.
Zach no confiaba en nadie y pensaba que todos le estaban observando continuamente, como si él tuviera alguna idea de lo que le había pasado a London y a la maldita niñera.
Saliendo a la superficie del agua, se apartó el pelo de la cara y tomó aire profundamente. Salió de la piscina y se quedó en el borde, chorreando, porque su toalla estaba en el otro extremo de la piscina, al lado de Kat, y desde el día de la fiesta intentaba evitarla. No se sentía cómodo a su lado, en parte porque estar cerca de ella le recordaba su miedo por lo que hubiera podido sucederle a London y en parte porque se sentía avergonzado por lo que había pasado durante el baile de la fiesta. Y todavía se sentía más humillado porque imaginaba que Kat sabría que había estado con una prostituta. Una puta. ¡Como si hubiera pagado por hacerlo!
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