No le faltaban oportunidades con chicas de su edad, pero no sentía el más mínimo interés por cualquier niñata atontada que se hubiera dejado tocar las tetas a cambio de su anillo de graduación o de cualquier otra baratija por el estilo. Las chicas siempre estaban deseando enamorarse, y eso era algo que a él no le interesaba en absoluto. No creía en el amor y sabía que jamás se enamoraría de nadie. Ver a sus padres y a sus hermanos le había convencido de que el amor era una idea estúpida. Para él, simplemente no existía.
El cemento le quemaba las plantas de los pies y corrió hacia el otro extremo de la piscina para recoger su toalla. Todavía le dolía todo el cuerpo y sabía que debía de tener una pinta horrorosa con sus moretones y sus cicatrices.
Kat le miró y le ofreció una radiante sonrisa que hizo que se le encogiera el diafragma apretándole los pulmones.
– Veo que te encuentras mejor -dijo él tímidamente, imaginando que ella tendría ganas de conversar.
– Sí.
Ella se levantó las gafas de sol para mirarlo directamente. Dios, qué hermosa era. Sus labios eran de un brillante color rosado y sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas. De pie delante de ella, él podía ver la columna de su garganta y, más abajo, la profunda hendidura entre sus pechos. La línea de su bronceado, en algunas partes borrosa, todavía era visible y si ella se movía un poco de la manera adecuada estaba seguro de que hasta podría echar una ojeada a sus pezones.
– ¿No te han quedado daños permanentes? -preguntó ella como si realmente le importara.
– Eso parece. -Se secó el pelo y la cara con la toalla, intentando ignorar la cruda sensualidad que parecía irradiar de ella. Cielos, ¿por qué le estaba mirando de aquel modo?
– Me alegro. Estaba preocupada por ti. -Ella se estiró como si fuera un felino tumbado al sol. Una cálida brisa le acarició la nuca.
– ¿De veras lo estabas? -Él no confiaba en ella y de repente se sintió receloso.
Ella tragó saliva y se pasó la lengua por los labios. En algún lugar de la casa se oyó un portazo.
– Sí… han pasado tantas cosas, y algunas tan horribles. -Sus ojos se llenaron de lágrimas y él sintió pena por ella-. Es igual. Sé que te he tratado mal, que mi comportamiento en el hotel fue impropio. Estaba borracha y enfadada… y, ¡Oh, Dios!, Zach… estoy tan confundida. Pero quería que supieras que lo siento.
– Olvídalo -dijo él, sintiendo que su rostro se sonrojaba.
– Lo haré. Si es que puedes perdonarme.
«¡Cielos! ¿Adonde pretendía llegar?» El se aclaró la garganta y miró hacia las sombras que se movían entre los árboles.
– Por supuesto.
– Gracias. -De nuevo aquella sonrisa, pero esta vez había lágrimas que rodaban por sus mejillas y él se dio cuenta de lo desesperada que estaba por haber perdido a su niña.
Se sintió incómodo y estúpido por haber pensado en ella de manera sexual. Ella estaba apenada, ¡por Dios santo! Nervioso, anudó la toalla en sus manos.
– Yo…, eh…, mira, no te preocupes por London. Seguro que volverá.
¿Qué había hecho? ¿Había intentado darle esperanzas al respecto de aquella pobre chiquilla, que posiblemente ya habría muerto? Se sintió completamente miserable.
– Yo… no lo sé, pero todo el mundo la está buscando. -Aquello le sonó muy pobre, incluso a sus propios oídos, y se dio cuenta de que por los ojos de ella cruzaba el fantasma del miedo. ¡Demonios! ¡El no servía para esto!
Ella se incorporó y cogió las manos de él entre las suyas. El sintió un calor que le subía por los brazos.
– Eso espero, Zach -susurró ella parpadeando con rapidez, mientras sus dedos apretaban los de él. Un chispazo de electricidad hizo que a Zach se le encogiera el corazón. De repente ella parecía tan joven, tan vulnerable y tan pequeña. Tuvo que recordarse que se trataba de Kat-. Dios sabe cuánto lo espero.
Ella se agarró a sus manos y se puso de pie, quedando su cuerpo a solo unos centímetros del de Zach. Él casi podía sentir sus latidos angustiados.
Para su sorpresa, Kat se alzó sobre las puntas de los pies y le besó castamente las mejillas.
– Gracias por entenderme, Zach. Necesito un amigo.
Él volvió la cara y se quedó mirándola a los ojos, sintiendo su aliento cálido y húmedo contra la piel, medio esperando que ella lo besara de nuevo, pero ella sonrió tristemente y le soltó las manos; luego recogió sus cosas y echó a andar hacia la casa.
Él se quedó temblando al lado de la piscina, de pie, preguntándose qué demonios acababa de suceder allí.
Un dolor tan grande como si llegase directamente de las bodegas del infierno golpeó el pecho de Witt. Por un momento no pudo respirar. Era como si alguien le hubiese agarrado por la garganta y lo estuviera estrangulando. ¿Dónde estaban las píldoras? Se acercó deprisa al cajón abierto del escritorio y vio el frasco al lado de los lápices. Un dolor intenso le atenazaba el corazón mientras trataba de extraer una píldora de nitroglicerina y colocársela bajo la lengua. Estaba a punto de ahogarse y esperaba, con las cejas rozando ya la almohadilla de cuero del escritorio y la cabeza descansando entre las palmas de las manos. El sudor empezó a caerle por la frente y el maldito interfono se puso a sonar impacientemente. Él no contestó; sabía que Shirley, su secretaria durante más de veinte años, entendería el mensaje.
El timbre del interfono dejó de sonar, y cinco minutos más tarde ya estaba empezando a recuperarse. La angina de pecho había pasado. Se aflojó la corbata. Nadie más que McHenry sabía en qué estado se encontraba y había decidido guardar aquella información en secreto. Witt estaba muy enfermo y el estado de su corazón era… bueno, un signo de que ya no era tan fuerte como lo fuera años atrás.
Alcanzó el humidificador, abrió la tapa y el olor intenso de tabaco de La Habana le llegó a las fosas nasales. Agarró un cigarro, se lo colocó entre los dientes, pero no lo encendió. Ahora no. No después de una angina de pecho.
Apretó el botón del interfono, se enteró de que Roger Phelps estaba esperándole en la recepción de sus oficinas de Danvers International y le dijo a Shirley que lo hiciera pasar. Estaba enfadado, pero no se molestó en encender su puro para llenarse los pulmones de aquel humo relajante.
Al cabo de unos minutos, PheLps estaba sentado en el sillón que había al otro lado del escritorio de Witt. Aquel tipo se parecía a Joe Average. Pantalones oscuros, chaqueta marrón, camisa blanca y una anodina corbata barata. Su rostro no tenía nada destacable, solo unos rasgos gruesos en el inicio de los carrillos que hacían juego con la incipiente barriga que rodeaba su cintura. Wítt estaba bastante decepcionado con aquel hombre, que se suponía había sido agente de la CÍA antes de dejar de trabajar para el gobierno y pasarse a la empresa privada.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Danvers? -dijo Phelps con voz nasal. Se levantó ligeramente los pantalones al sentarse y Witt se dio cuenta de que sus zapatos, uno mocasines baratos, por lo que parecía, estaban desgastados.
– Estará usted preguntándose por qué le he llamado. Han secuestrado a mi hija London. Ni la policía ni el FBI han sido capaces de descubrir nada. No tienen ninguna pista de dónde puede estar mi hija y ya ha pasado casi un maldito mes.
Phelps no hizo ningún comentario.
– Tiene usted muy buenas recomendaciones.
El otro alzó un hombro. Witt estaba empezando a irritarse.
– Dígame por qué tendría que pagarle para hacer un trabajo que ni el gobierno ni la policía parecen capaces de llevar a cabo.
La expresión de Phelps cambió al instante y a Witt le hizo pensar en un lobo con el hocico olisqueando el viento, buscando a una presa herida.
– Muy sencillo. Usted quiere encontrar a su hija.
– ¿Y usted puede conseguirlo? -Witt se acomodó en el sillón. A lo mejor Phelps era un tipo con buen olfato.
– Si no lo consigo, no me deberá usted nada, excepto el anticipo.
– De diez mil dólares.
– Es barato, ¿no le parece? -Dejó sobre la mesa de Witt la taza de café que no había probado-. Todo lo que le pido es que su familia no tenga secretos para mí. Ni mentiras. No quiero secretos de familia.
– Está bien. Puede preguntar usted a cualquiera de ellos mientras todavía están en Portland, pero tiene que saber que los voy a trasladar a todos, incluso a los chicos mayores, al rancho que tengo cerca de Bend. No voy a darle a nadie la oportunidad de que me quite a otro miembro de la familia. Zachary… -Frunció el ceño al pensar en el segundo de sus hijos. Siempre rebelde. Siempre engreído. Siempre metido en problemas-, será el primero en marcharse, aunque él aún no lo sabe. El resto de la familia le seguirá dentro de un par de semanas. De manera que lo mejor es que empiece por él. -Ese es el de la falsa historia sobre la puta. -La historia era cierta -dijo Witt, inclinándose hacia delante-. La policía habló con la chica… Una tal Sophia no sé qué.
– Costanzo. Ya he hablado con ella. Witt movió el cigarro que no había encendido de un lado de la boca al otro.
– ¿Qué le ha dicho?
– Lo mismo que le dijo a la policía. No mucho. Confirmó la coartada de su chico, pero tengo el presentimiento de que está mintiendo.
– ¿El presentimiento? -preguntó Witt con escepticismo.
– Créame, nos está ocultando algo. -Sonrió con gravedad-. Pero eso no será un problema. La haré hablar. Y en cuanto a su Zach, hablaré con él y veré qué es lo que nos dice; puede que cometa un desliz. Hablaré con todos los demás antes de que les haga preparar el equipaje. -Sacó del bolsillo interior de su chaqueta una libreta de notas, escribió algo, y luego frunció el entrecejo arrugando mucho las cejas-. ¿Qué me dice de su esposa? ¿La puedo encontrar aquí o se va a marchar al rancho con los chicos?
Witt dudó durante un segundo. Había estado luchando con su decisión, pero no podía mantenerla allí mucho más tiempo. Tendría que marcharse también.
– Katherine estará en el rancho.
– Por qué se sentía más tranquilo si la enviaba al centro de Oregón era algo que no comprendía, pero esperaba que cambiar de ambiente la ayudaría a mejorar su ánimo.
– ¿Y usted? -preguntó Phelps, ladeando la cabeza.
– Yo tengo un negocio que dirigir, Phelps. -Witt estaba empezando a perder la paciencia-. Me podrá encontrar aquí.
– Bien. -Phelps metió los dedos de una mano entre el estrecho cinturón y el pantalón-. Solo necesito una cosa de usted, Danvers, y se trata de honestidad, de usted y de su familia.
– La tendrá -reconoció Witt ansioso por que acabara aquella entrevista.
Aquel tipo con pinta de leñador le producía escalofríos, pero lo necesitaba. Necesitaba a alguien que le ayudara a encontrar a London. La policía estaba empezando a comportarse como una pandilla de ineptos idiotas y los del FBI no lo hacían mucho mejor. Estaba empezando a sentirse cada día más afligido y se preguntaba si habría sido castigado por algo. No creía demasiado en Dios, aunque solía asistir a la iglesia, pero no se comprometía con nada más que con su porción de pecados.
– Pero es posible que no la encontremos -dijo Phelps, interrumpiendo sus pensamientos. Frunció ligeramente el entrecejo y miró a Witt con unos ojos que de repente habían cobrado vida-. Si descubro que un miembro de su familia está detrás de esto, espero que me pague lo que acordamos.
– Por supuesto, se le pagará -confirmó Witt mientras el cuello de su camisa parecía apretarse alrededor de su garganta como una de esas cadenas corredizas que se coloca a algunos perros.
Phelps le dirigió una sonrisa fingida y Witt sintió como si alguien hubiera tirado de aquella invisible cadena.,
– Bien. Veo que nos vamos a entender perfectamente.
10
Un viento seco soplaba por encima de los rastrojos del campo, levantando polvo y restos de paja y el sutil olor a gasóleo que llegaba del tractor que descendía por la colma, más allá de un descuidado bosquecillo. Hundiéndose en los talones de sus botas, Zach estiró el alambre de espinos entre los dos postes, con los músculos tensos por el esfuerzo. El sudor había mojado el pañuelo rojo que se había puesto en la cabeza. El sol caía a plomo, pero a Zach no le importaba.
– Aguanta ahí -le dijo Manny, el capataz del rancho-. Ténsalo por tu lado que yo lo tensaré aquí.
Por primera vez en vanas semanas, Zach se sentía libre. Sus heridas estaban casi completamente curadas y le encantaba el rancho: más de mil hectáreas de terreno al noroeste de Bend, en el centro de Oregón. Rodeadas por las laderas de las Cascade Mountain, las propiedades de los Danvers llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Al contrario que la fortaleza de Portland, que estaba rodeada por un muro de piedra, la Lazy M era una zona salvaje y abierta, que hacía volar el espíritu vagabundo de Zach.
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