Él pensó que estaba a punto de correrse sobre ella.
– Kat…
– Hazlo, Zach, por favor -dijo ella, clavándole los dedos profundamente en los músculos.
Cerrando los ojos, él penetró aquella húmeda y oscura calidez. Un grito salvaje salió de su garganta y ya no pudo detenerse. En tres largas acometidas ya había acabado; Zachary se corrió rápida y cálidamente, y se dejó caer sobre ella, dándose vagamente cuenta de que acababa de condenarse a sí mismo al infierno. Ningún hijo se atrevería a perder la virginidad con la mujer de su padre y esperaría luego sobrevivir.
Pero a él le daba igual. Se apretó más hondo contra su calidez y la besó de nuevo, más seguro ahora de sí mismo. Había sido un poco torpe por ser la primera vez, pero aprendería de ella y llegaría a ser el mejor maldito amante que ella jamás había tenido.
Zach no podía recordar cuándo fue la última vez que había dormido tan profundamente. Se movió lentamente y notó que a su lado había otro cuerpo, suave, cálido y desnudo. Con una sonrisa, recordó la pasada noche de amor y se dio la vuelta para acercarse a Kat, quien lo miraba con los ojos entornados. El amanecer estaba empezando a romper por el horizonte y pronto el personal del rancho se pondría en marcha; ella tenía que marcharse.
– Me había preguntado cómo sería estar contigo -dijo ella mientras le pasaba un dedo por la cicatriz que todavía era visible en el nacimiento de su pelo. Aunque sonreía, sus ojos estaban tristes.
– ¿Y cómo ha sido? -preguntó él, acercándose a su mejilla.
Aunque era peligroso estar allí con ella, él no podía apartarse. Le había hecho el amor tres veces durante la noche y se había despertado con una tremenda erección. Puede que todavía tuvieran tiempo para un rápido…
– Ha sido lo mejor, Zach -dijo ella, a pesar de que su rostro seguía mostrando preocupación y él sabía que le estaba mintiendo.
Él le acarició el cabello, rozando los suaves bucles que le caían sobre la cara y deseando poder detener la agonía que doblaba los extremos de su boca. Como si ella le hubiera leído el pensamiento, empezó a sollozar; enseguida las lágrimas llenaron sus pestañas y él se apretó contra ella, abrazando con pasión su cuerpo desnudo.
– No te preocupes.
– No puedo resistirlo, yo…
– Calla. Encontraremos a London. -De repente él se sintió fuerte, como si fuera capaz de cambiar el mundo-. La encontraré.
– Oh, Zach, si tú pudieras…
– Te sorprenderías. -Sus manos encontraron los pechos de ella y jugueteó con uno de los pezones que se ponía duro bajo la suave caricia de sus dedos- Déjame demostrarte…
– ¿No has oído nada? -dijo ella, separándose de golpe de él con los ojos muy abiertos.
– No…
– Yo sí. -Ella se apartó de su lado-. He oído algo…
Zach se quedó escuchando y gruñó al oír el silbido del motor de un vehículo -quizá una furgoneta- que se aproximaba.
– Probablemente Pete ha llegado más temprano que de costumbre. A veces lo hace -dijo Zach, volviendo a abrazarse a ella. Dios, quería más de ella. Dejó una mano apoyada en la curva de su cintura.
– ¿Estás seguro? -preguntó ella.
– Hum. -Él se quedó escuchando de nuevo y sintió que se le detenía el corazón. Aquel no era el ruido ronco del motor de una furgoneta, sino el limpio sonido de un coche de lujo, mientras reducía la velocidad para entrar en el camino de tierra. Un coche caro como un Lincoln Continetal-. ¡Oh, Cielos!
Oyó el ruido de la gravilla y luego el sonido de los frenos.
– Witt -susurró Katherine.
– No… -Pero aunque quisiera negarlo, oyó la portezuela del coche al cerrarse y unos pasos que resonaban sobre el camino. Unos pasos que podría reconocer en cualquier parte. Pasos autoritarios, que pertenecían a su padre. Unos pasos funestos-. ¡Maldita sea, Kat! Tienes que marcharte de aquí enseguida.
Pero ya era demasiado tarde. La puerta principal se abrió y los pasos recorrieron la corta distancia hasta el dormitorio principal. Kat se quedó helada al oír unos golpes apagados contra la puerta de madera.
– ¡Oh, Dios! -susurró ella-. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
– Vete, por aquí -dijo él, señalando hacia las contraventanas abiertas del balcón. Ella se levantó de la cama, cogió su camisa de noche que estaba hecha un ovillo a los pies de la cama, y comenzó a andar hacia fuera en el momento en que la voz de Witt empezaba a resonar por todas las habitaciones.
– ¡Katherine! ¿Estás ahí? Había un tono de preocupación en aquella voz.
– ¡Dios mío! -Zach agarró sus pantalones, mientras oía cómo se abría la primera puerta que daba al pasillo y luego volvía a cerrarse. Solo le quedaban unos pocos segundos.
La puerta de su habitación se abrió justo en el momento en que Kat desaparecía a través de las contraventanas.
Su padre parecía un gigante. Zach no se preocupó en fingir que aún estaba durmiendo y Witt no dijo ni una palabra, solo se quedó mirando las sábanas revueltas y olió el persistente aroma del perfume de Katherine. Su boca se convirtió en un blanca línea enfurecida y un feo tic empezó a hacerle mover uno de los ojos.
– Fuera de aquí -le gritó casi sin aliento. Zach se estaba levantando de la cama en el momento en que el puño de su padre se estrelló contra su cara. Sintió que el dolor le explotaba en la mandíbula-. ¡Maldito hijo de perra!
– ¡Witt! -Kat estaba de pie en la puerta que daba al pasillo con la mano puesta sobre el pomo-. No… Yo… fue culpa mía.
– ¿Culpa tuya? ¿Tú le obligaste a que te echara un polvo? -Zarandeó a Zach, empujándolo contra la pared. La cabeza de Zach golpeó con fuerza el tabique y varios trozos de estuco cayeron al suelo. Sintió un dolor que le recorría toda la columna vertebral-. ¡Eres un maldito hijo de perra! -le gritó Witt, sacudiéndole con fuerza, mientras el espejo que había sobre la cómoda vibraba-. ¡Siempre sospeché que no eras hijo mío y ahora ya estoy seguro! ¡Lárgate de aquí antes de que te mate!
Zach salió corriendo hacia la puerta, con la mirada borrosa y sintiendo algo caliente y pegajoso que desde la cabeza le corría por la espalda.
– ¡No puedes hacerle esto! -gritó Katherine y Zach oyó una bofetada que hizo que se le revolviera el estómago. Se dio media vuelta, vio el verdugón que empezaba a formarse en la mejilla de Katherine y la expresión aturdida de Witt, como si no pudiera creerse que la acababa de abofetear.
– ¡No vuelvas a tocarme nunca más en tu vida! -le gritó ella, echándose hacia atrás.
– Lo siento. Cielos, Katherine, te lo prometo, yo nunca haría nada que pudiera herirte…
El se acercó un pasó hacia ella, pero Kat siguió caminando hacia atrás.
– ¡Aléjate de mí, Witt, te lo advierto! -chilló ella antes de darse la vuelta y salir corriendo hacia el grisáceo amanecer.
Los enormes hombros de Witt se hundieron y se apoyó contra la pared. Luego se quedó mirando a su hijo con ojos airados.
– Mira lo que has hecho, Zach -le dijo casi sin aliento.
Con cara de haber acabado de salir del infierno, Witt se soltó el nudo de la corbata y echó mano de la hebilla de su cinturón. Zach recordó las muchas veces que le había golpeado con aquella delgada tira de piel. Pero no volvería a hacerlo. No podía dejarse pegar como lo hacía cuando solo tenía ocho años, tumbado sobre la cama y mordiéndose el labio inferior para intentar no llorar en presencia de su padre, mientras este le azotaba con el punzante cuero. Ahora no.
– Vete ahora mismo y nunca más… -Witt se puso pálido de repente, rebuscó en el bolsillo, extrajo un frasco de píldoras y abrió la tapa. Se colocó una de las píldoras bajo la lengua-. No vuelvas nunca más por aquí.
– No lo haré -le prometió Zach, apretando las mandíbulas con determinación. La injusticia le quemaba la sangre y miró a su padre con ojos despiadados-. Nunca más volverás a verme.
Los ojos azules de Witt estaban fríos y la blanca línea que se le había formado alrededor de la boca evidenciaba su ira.
– Así quiero que sea, muchacho -dijo, dando un paso amenazador en dirección a su hijo-. De todas formas, si llego a descubrir que tienes algo que ver con el secuestro de tu hermana, te aseguro que te perseguiré yo mismo, como al mentiroso hijo de perra que eres, y te sacaré de tu miseria con mis propias manos.
Zach dio un paso atrás y tropezó con la puerta. Sentía punzadas en la cabeza y le dolía la mandíbula. Se quedó mirando fijamente a aquel hombre al que durante años había llamado padre. Tenía que marcharse. Ahora mismo. Correr todo lo lejos que le fuera posible. Y si no volvía a ver a Witt Danvers con vida de nuevo, sería mucho mejor para él.
QUINTA PARTE 1993
11
Adria se despertó con el chirrido de unos frenos hidráulicos y el zumbido del motor de un camión que estacionaba en el aparcamiento del motel. Se levantó de la cama con un bostezo y echó un vistazo al desvencijado entorno. La verdad es que aquello no era el Ritz, ni el Benson ni el Danvers, por supuesto. Pero tendría que haberlo sido.
Los grifos estaban oxidados y goteaban agua, pero cerrando los ojos a los defectos del Riverview se dio una ducha rápida bajo el agua tibia. Se secó el pelo con una toalla, se hizo una coleta con una goma dorada y ni siquiera se tomó la molestia de maquillarse. No necesitaba acicalarse demasiado ya que pensaba pasar el día en la biblioteca, en las oficinas del Oregonian, en la sociedad histórica y si era necesario hasta en la comisaría de policía de Portland. Pero cuando se miró en el espejo, recordó el retrato familiar que había visto en casa de los Danvers y el corazón le dio un vuelco. Durante toda la noche había estado dando vueltas en la cama, recordando aquel retrato y pensando en Zach, y en cómo había mirado la fotografía de Katherine, con tanta intensidad como si estuviera esperando su asentimiento.
«Disfuncional -se dijo-. Toda la familia. Y tú pretendes formar parte de ella. Eres una estúpida.»
Mirando de reojo el vestido de seda que había guardado en una bolsa de lona, se puso una camiseta, un pantalón tejano cálido y se calzó las viejas zapatillas deportivas Reebok. Se echó al hombro un bolso tan grande como un maletín y se dirigió hacia la puerta.
Siguiendo un mapa de la ciudad, condujo hasta la ventanilla para coches de un McDonald's y, mientras esperaba que le sirvieran un café, se dedicó a leer informaciones sobre Portland.
La ciudad estaba dividida por el río, y la zona este se extendía por los bancos de arena del Willamette formando una cuadrícula de calles que en algunos lugares se veía interrumpida por el paso de la autopista. Sin embargo, el lado oeste era más enrevesado. Aunque las calles se extendían de norte a sur y de este a oeste, eran más antiguas y estrechas, y tendían a seguir el recorrido sinuoso del río Willamette, o bien ascendían hacia las colinas que se elevaban suavemente desde la orilla.
Pagó su café, tomó un sorbo y condujo lentamente hacia el distrito oeste, por entre los rascacielos de oficinas, los locales de tiendas que seguían el recorrido del río y las torres gemelas del Centro de Convenciones. Mientras conducía se preguntaba qué estarían haciendo sus hermanastros.
Con esa idea en la mente, echó un vistazo por el espejo retrovisor. Unos preocupados ojos azules le devolvieron la mirada. ¿Era ella realmente London Danvers o aquello no había sido más que una broma pesada que le había gastado su padre? Bueno, ya era demasiado tarde para ponerse a jugar a las adivinanzas. Por ahora, ella era London Danvers, y Jason, Nelson, Trisha e incluso Zachary no solo eran sus enemigos, sino también su familia más cercana.
Estudió el tráfico que avanzaba tras ella y tuvo la extraña sensación de que la estaban siguiendo. Pero no parecía que ninguno de los coches se hubiera pegado al suyo, al menos no alguno que ella pudiera identificar. Apretó el pedal del acelerador. Con los neumáticos chirriando sobre el asfalto, su viejo Nova avanzó a toda marcha por el puente Hawthorne. Desgraciadamente, tendría que volver a meterse en el centro de la ciudad, pasando al lado del hotel Danvers y del edificio en el que -tres calles más allá- estaban las oficinas del Danvers International.
Aparcó el coche en un chaflán, terminó de beberse su café y cogió el bolso. A pesar de que el sol hacía grandes esfuerzos para calentar las húmedas calles, un viento frío llegaba desde las gargantas del río Columbia -que confluía con el Willamette-, silbando por las estrechas calles del centro.
Subió deprisa las escaleras que conducían hasta la puerta de la biblioteca y sintió un escalofrío en la nuca, como si alguien la estuviera observando. «Estás empezando a comportarte como una paranoica», se dijo, pero aun así no pudo apartar de sí aquella extraña sensación.
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