– Ayer pasó algo en la inauguración del hotel.

Eunice Danvers Smythe tenía la misteriosa habilidad de leer el pensamiento a Nelson como si fuera un libro abierto. Se le veía crispado y nervioso, mientras se mordisqueaba la punta del dedo pulgar. Vestía una desaliñada camiseta y unos vaqueros que habían visto días mejores, no se había afeitado ni se había molestado en peinarse la rubia melena y tenía los labios apretados.

– Algo salió mal -sugirió ella de nuevo, apartando su gato persa de uno de los sillones.

– Tienes toda la razón.

Nelson estaba sentado en un sillón, enfrente de ella, en uno de los salones de la casa de Eunice en el lago Oswego. La había telefoneado desde su apartamento y se había presentado en la puerta de su casa en menos de los quince minutos que se tardaba en llegar hasta allí sin rebasar el límite de velocidad.

– ¿Qué pasó?

– Otra impostora -dijo Nelson, dejando el periódico al lado de su plato.

– ¿London?

– Eso dice ella.

Suspirando, Eunice se incorporó para tomar su taza de café a la vez que miraba a Nelson de reojo y luego observaba el ventanal que había a su espalda. El lago, reflejando las nubes que se movían a gran velocidad hacia el oeste, era de un desolado color gris metálico. Un fuerte viento provocaba ligeras olas en la superficie. En la orilla opuesta una barca se mecía sobre las frías aguas como si fuera un dedo huesudo.

– Es una impostora -conjeturó Eunice.

– Por supuesto que lo es, pero eso no nos evita el problema. Cuando los de la prensa se hagan eco del asunto, van a ponerse a remover toda la mierda. Y vuelta a empezar otra vez… Las especulaciones, sacar a la luz de nuevo el asunto del secuestro… Periodistas, fotógrafos… Vamos a volver a lo mismo de antes -dijo Nelson, metiéndose ambas manos en la espesa cabellera rubia.

– Eso siempre será un problema -dijo Eunice con la leve sonrisa que reservaba para su hijo-. Pero es algo con lo que tienes que enfrentarte. Y es algo que te puede ayudar, si pretendes convertirte en alcalde algún día.

– Gobernador.

– Gobernador -confirmó ella, haciendo chasquear la lengua y asintiendo con la cabeza-. Caramba, caramba, sí que somos ambiciosos -añadió sin pretender sonar mordaz, tan solo impresionada.

A Nelson se le arrugaron los ojos ligeramente por los bordes, pero no sonreía.

– Supongo que sí lo somos. Los dos seríamos capaces de ir hasta el mismísimo infierno para conseguir lo que queremos, ¿no es así?

– Puedes utilizar la publicidad adversa en tu favor -dijo ella, ignorando la pequeña indirecta-. Si eres inteligente.

– ¿Cómo?

– Recíbela con los brazos abiertos -dijo ella y Nelson se la quedó mirando como si de repente hubiera perdido la razón-. Lo digo en serio, Nelson. Piénsalo. Tú, el defensor de los oprimidos; tú, el buscador de la verdad; tú, el futuro político, escucha su historia, trata de ayudarla y luego… bueno, cuando se demuestre que es una impostora… no hará falta siquiera que la denuncies, en absoluto, bastará con que expliques a la prensa que solo se trataba de una oportunista.

– ¿No estarás hablando en serio?

– Es algo en lo que deberías pensar -añadió ella, echando un poco de leche en su café, no demasiada pues estaba orgullosa de mantener su cuerpo en buena forma, y luego se quedó mirando las nubes que se reflejaban en la superficie del lago-. Bueno, ahora háblame de ella -le animó, soplando sobre su taza antes de tomar un trago.

Sujetando entre los dedos la porcelana caliente, Eunice esperó. Nelson se lo contaría todo. Siempre lo hacía. Era su manera de ser especial para ella. Después de que se divorciara de Witt, todos sus hijos sufrieron mucho y ella se sintió culpable por ello. Nunca había pretendido herir a sus hijos, que eran su más preciado tesoro. Nunca habría hecho nada intencionadamente para herirlos. A quien había pretendido hundir había sido a Witt, pero parece que este había sobrevivido al divorció, e incluso se había convertido en un sobresaliente hombre de negocios y se había casado por segunda vez con aquella joven furcia. De repente, el especial sabor de su café francés pareció revolvérsele en el estómago.

Nelson se levantó de su sillón y se acercó a la ventana. Dejando escapar un suspiro, miró hacia fuera. A pesar de que había sido él quien la había llamado -y le había pedido que lo recibiera porque tenía que desahogarse-, ahora parecía que se arrepentía de haber decidido confiarse a ella. Toda su vida había sido una persona voluble; y aunque no tan abiertamente hostil como lo era Zach, tenía la apariencia de estar movido por una rabia contenida que siempre amenazaba con estallar. Se preguntó si tendría alguna idea de cómo había sido concebido, pero prefirió mantener la boca cerrada.

Nelson era el niño que no debería haber llegado a nacer. Ella y Witt estaban ya distanciados cuando se quedó embarazada. Witt había acabado por descubrir su lío con Anthony Polidori y los acontecimientos se habían precipitado.


– Eres una zorra estúpida -le había gritado Witt al descubrir la verdad. Había presentido que Anthony había estado en su casa, en su habitación, en su cama, y en verdad este se había marchado de allí apenas unos minutos antes.

Witt la había abofeteado con tanta fuerza que su cabeza había rebotado contra su nuca y ella había acabado cayendo sobre la cama. Al momento, él se había echado encima de ella aplastándola sobre el colchón con todo su peso.

– ¿Cómo has podido hacerme esto? -le había gritado, montándose a horcajadas sobre ella y agarrándole la cara con sus manos carnosas. Ella era una mujer grande y fuerte, pero no lo suficiente para enfrentarse a él-. Puta sucia y mentirosa, ¿cómo has podido hacerlo?

Ella estaba llorando, las lágrimas caían por sus mejillas y mojaban los dedos de él, y se dio cuenta de que en aquel momento Witt podría haberla matado. La abofeteó varias veces, y ella vio cómo sus ojos bollaban de rabia y odio mientras lo hacía. En los extremos de su boca se había acumulado la saliva y tenía los labios apretados en una mueca maligna.

– Yo… simplemente sucedió -sollozó ella. -Maldita seas. ¡Eres mi esposa, Eunice, mi esposa! La mujer de Witt Danvers. ¿Sabes lo que eso significa? -Él le sacudió la cabeza y ella intentó protestar. Apenas si podía respirar-. Puede que yo no te guste…

– Te odio -le soltó ella.

– Por eso te arrastras hasta Polidori. Te quitas las bragas y te abres de piernas para él. ¿Por qué? ¿Para luego regresar conmigo?

– ¡Sí! -le gritó ella, sin atreverse a decirle que amaba a Anthony como nunca lo había amado a él, y las manos que le agarraban la cara apretaron aún más. Sintió que el dolor le invadía el cerebro.

– Eres detestable.

– Por lo menos él es un hombre, Witt. ¡Él sabe cómo satisfacer a una mujer!

Witt lanzó un gruñido y volvió a abofetearla haciendo que esta vez le crujieran los huesos de la mandíbula. Ella dejó escapar un gemido.

– Conque un hombre, ¿eh? -aulló Witt-. Yo te enseñaré lo que es un hombre.

Ella sintió un escalofrío mientras él la mantenía tumbada apretándola con una mano y con la otra se desabrochaba el cinturón. Nunca antes la había pegado, pero ahora estaba segura de que iba a azotarla hasta dejarla en carne viva. Tragándose todo su orgullo, ella susurró.

– No, por favor, Witt… no lo hagas.

– Te lo mereces.

– No. -Ella consiguió liberarse una mano y se cubrió la cara con ella para protegerse-. No lo hagas…

Él dudó, con la camisa desabrochada y respirando profundamente y deprisa. -Eres una puta, Eunice. -No…

– Y te mereces que te traten como tal. Todavía a horcajadas sobre ella, le agarró la mano libre y la acercó hasta su bragueta. -Desabróchala.

– No, yo… -Ella apartó la mano y dejó escapar un leve chillido al notar sus músculos tensos por debajo de su camisa. Él se quitó el cinturón de cuero y durante un segundo ella pudo ver el brillo de la hebilla plateada; un caballo a la carrera con unas diminutas pezuñas, hecho de un metal que podía cortar y arañar. Oh, Dios. Sintió un dolor que le recorría todo el cuerpo. Eunice se mordió los labios para no seguir gritando.

– Bájame la cremallera.

– Witt, no…

– Hazlo, Eunice. Todavía eres mi mujer.

– Por favor, Witt, no me hagas esto -susurró ella, mientras veía cómo las fosas nasales de él se ensanchaban y los ojos se le salían de las órbitas. ¿Cómo habían podido llegar a esto? ¿Cómo había llegado a pensar alguna vez que amaba a aquel hombre?

– ¡Hazlo!

Sus manos temblaban y sintió repulsión al notar aquel bulto bajo su bragueta. Él estaba disfrutando con aquella tortura y, después de meses de impotencia, meses de furia silenciosa, ahora estaba de nuevo preparado. Había maldecido los negocios, y también a ella, y ahora iba a tomarse su venganza.

La cremallera se deslizó con un chirrido apagado.

– Ya sabes lo que tienes que hacer. Hazme ahora lo mismo que le haces a Polidori. Muéstrame qué es lo que haces para que se corra ese hijo de perra cincuentón.

– Witt, no. No quiero… -Él la agarró por el pelo y sus ojos se llenaron de un endemoniado rencor. Unos dedos tensos tiraron de su diadema y esta cayó.

– Harás lo que te mando, Eunice. Me vas a hacer gozar, Eunice, y no me importa lo que sientas, ni me importa si te hago daño. -Sus dedos tiraron con fuerza del pelo de ella-. Y cuando haya acabado contigo, nunca más volverás a acostarte con ese bastardo.

Sintiendo un nudo en el estómago, ella se dio por vencida, y cerrando los ojos se entregó a su marido y a toda su perversidad.


– ¿Mamá? -La voz de Nelson interrumpió sus dolorosos recuerdos.

Sobresaltada, tragó saliva y alcanzó la servilleta para enjugarse con ella los ojos.

Nelson la estaba mirando fijamente. Su niño. El último de sus hijos. El niño concebido en una noche de pánico. Nunca se había cuestionado la paternidad de Nelson. Ni siquiera ahora. Mirándola fijamente, con sus marcadas facciones empañadas por la preocupación, era la viva imagen de su padre cuando era joven, un hombre al que Eunice había pensado que amaba, un hombre al que ahora apenas recordaba. Witt Danvers, con toda su fuerza, sus ambiciones, su visión de Portland, le había parecido la pareja perfecta. A pesar de que ella no era una mujer elegante, a él no le había preocupado, quizá porque pertenecía a una familia «adecuada», poseía una pequeña fortuna y pensó que le podría ayudar en sus proyectos.

«Algún día todo esto será nuestro», le había dicho él sonriendo, mientras veían la ciudad desde la ventana de su ático. «En todas las manzanas habrá un edificio con el emblema de los Danvers.» Ella le había creído, había confiado en él. Hasta que apareció otra mujer. Y desde que, tras haber tenido dos hijos, apenas si hacían el amor.

Anthony había sido el bálsamo para su ego y ella se había enamorado estúpidamente de él.

– ¿Estás bien? -preguntó Nelson, volviendo a traerla al presente.

Su hermoso rostro estaba teñido por la preocupación, con las cejas rubias formando una línea recta. Igual que Witt. Pobre chico. A pesar de la escabrosa y humillante manera en que Nelson había sido concebido, Eunice lo quería, de la misma manera que quería a todos sus hijos.

– Estoy bien -mintió ella, forzando una sonrisa. Ahora que miraba de nuevo a su hijo, pensó que todo el dolor y la humillación habían valido la pena. Tragando saliva para aclararse la garganta, cogió la mano de Nelson-. Venga, cuéntame todo lo que sepas de esa chica… esa que afirma ser London.

– No hay mucho que contar. Nadie sabe nada de ella, excepto lo que nos contó ayer por la noche.

Eunice se bebió su café, mientras Nelson le contaba los detalles de lo que les había dicho aquella mujer que pretendía hacerse pasar por London Danvers. Nelson estaba preocupado, pero eso no era ninguna novedad; había nacido preocupado. Desde niño había tenido una imaginación desaforada, soñando con mundos fantásticos, y cuando se hizo adulto no había dejado de intentar demostrarse lo mucho que valía, como si supiera que no había sido un niño deseado, que había sido concebido durante un acto de violencia. Su trabajo como abogado en la oficina del defensor de oficio solo tenía por cometido mostrar a los demás que, a pesar de haber nacido con una cuchara de plata fuertemente sujeta entre sus encías Danvers, era una persona que se preocupaba por los desamparados.

Ella podría ayudarle, de la misma manera que podría ayudar a sus otros hijos. Para compensarles por los años que no había estado con ellos, cuando se la había hecho desaparecer por ser una madre indigna y una Jezabel. El poder y el dinero de Witt la habían obligado a mirar desde fuera cómo aquel hombre trataba de moldear a sus hijos a su imagen y semejanza.

Por supuesto, no lo había conseguido. Su descendencia era a la vez muy fuerte y muy débil. Jason era el que más se parecía a Witt en su personalidad, y tampoco él parecía preocuparse de nada más que del buen nombre de Danvers, de su dinero y de sus negocios. Tnsha no llegaría a ser nunca una verdadera mujer. Witt se había preocupado de eso durante mucho tiempo. Zach… Sonrió al pensar en su segundo hijo varón. Era especial. Había sido un tormento para Witt desde el momento en que nació y Eunice había descubierto en su hijo su propia naturaleza rebelde. Nelson era mucho más conformista, pero solo le había seguido la corriente a Witt en su propio provecho.