El divorcio había sido un asunto feo que los periódicos se habían encargado de airear. Eunice había sido retratada como una mujer rica y aburrida que había tenido muchos líos amorosos, incluido el acostarse con el peor enemigo de su marido. Ella no había tenido ni las fuerzas ni los recursos suficientes para luchar contra el poder de Witt, de modo que se había conformado con una pequeña pensión y había dejado a sus hijos con aquella bestia de padre. Incluso ahora, pensando en cómo la había manipulado Witt, Eunice apretaba los dientes con una rabia silenciosa. Debería haberlo pensado mejor antes de alejarse de él; debería haberse sacrificado para convivir con sus cambios de humor, su impotencia y su rabia, y de ese modo jamás habría tenido que separarse de sus hijos, pero había sido cobarde y había aceptado su pensión alimenticia -maldito dinero- a cambio de marcharse.

Su vida nunca había sido completa desde entonces. Incluso después de volver a casarse, no había tenido ni una noche de paz y descanso en la que no se sintiera culpable y sola sin la adorable compañía de sus queridos hijos.

Y en cuanto a su lío con Polidori, se había enfriado y agrietado tan rápidamente como un vaso caliente que se sumerge en agua helada, desde el momento en que Witt fue consciente de la situación. A menudo se había preguntado si Anthony la había utilizado. Si quizá la había seducido con el expreso propósito de atormentar a Witt. Parpadeó con rapidez varias veces, y sintió que de nuevo le subían a los ojos lágrimas calientes.

– ¿Estás segura de que te encuentras bien? -dijo Nelson, tocándole un hombro suavemente.

– Como una rosa -replicó ella, intentando no hundirse-. Ahora, ponte en marcha. Estoy segura de que serás capaz de descubrir muchas más cosas de esa impostora que intenta hacerse pasar por London.


Adria cerró la cremallera de su enorme bolso, se lo colocó en el hombro, luego cerró los ojos y volvió la cabeza estirando la arruga que se le había formado en el hombro. Había descubierto un montón de cosas sobre la historia de la familia Danvers. Eran poderosos y tenían influencias desde hacía más de un siglo. Algunos de sus escándalos habían sido aireados por la prensa, a otros solo se hacía alusión indirectamente, pero a ella le parecía que había hecho bastantes progresos. Tenía nombres y fechas, y mucha más información de la que podría haber conseguido en Montana.

Había empezado buscando información del año 1974, la fecha del secuestro, y había seguido investigando hacia atrás y hacia delante, leyendo todo lo que había podido encontrar. Pero todavía no había terminado; el nombre Danvers llenaba los periódicos de la época anterior y posterior al secuestro, pero ahora necesitaba tomarse un descanso. Recogiendo sus papeles, abandonó su mesa junto a la ventana en el segundo piso de la biblioteca.

Afuera el sol había acabado por ganar la batalla al mal tiempo. Los rayos se reflejaban en las baldosas de la acera y la brisa había cesado. Unas cuantas nubes cruzaban el cielo, pero el día, para ser invierno en el Pacífico norte, era templado. Decidió ir caminando hacia la Galleria -que estaba un poco más al sur-, un antiguo edificio que había sido reconvertido en centro comercial.

Encontró una cafetería en la primera planta. Acababa de mirar el menú cuando descubrió a Zach y su corazón dio un brinco que le sacudió la base de la garganta. Sin decir una palabra o esperar a que le invitaran, Zachary tomó la silla que estaba enfrente de la de Adria, le dio media vuelta y se sentó sobre ella a horcajadas.

Durante las pocas horas que habían estado separados, ella había olvidado el efecto que aquel hombre le producía. Vestía unos desgastados Levi's, una camiseta de franela y una chaqueta vaquera, y aun así se le veía radiante. No se había molestado en afeitarse y eso hacía que sus rasgos fueran aún más duros. Parecía estar ligeramente disgustado mientras colocaba los brazos sobre el respaldo de la silla y se quedaba mirándola fijamente. -Me has mentido.

– ¿Yo? -preguntó ella, intentando ignorar la sexual inclinación de su mandíbula.

– Y a lo grande. No te alojas en el Benson.

– ¿Acaso eso es un crimen?

– La verdad es que me importa un pimiento dónde te alojes, pero al resto de la familia les parece importante.

– Entonces debería sentirlo por ellos.

– Eso parece -dijo él con voz cansina y los ojos grises algo turbios.

– ¿Y tú, qué piensas? Porque, si no te «importa un pimiento», ¿para qué has venido?

– Me han elegido.

Ella no se lo tragó. No le parecía que Zach fuera el tipo de persona que permite que cualquiera le diga lo que tiene que hacer.

– ¿Cómo me has encontrado?

– No ha sido demasiado difícil.

– Me has seguido -dijo ella, tratando de no perder los nervios. Él se encogió de hombros y la ligera sonrisa que doblaba los extremos de sus labios la enfureció-. ¿Cómo?

– Eso no importa. He venido para hacerte llegar una invitación.

Ella se quedó mirándolo desconfiada, pero en ese momento un camarero vestido con camisa blanca, pantalón negro y pajarita se acercó para tomar el pedido, y la conversación quedó en suspenso durante un par de minutos.

– Creo que nadie te ha invitado a sentarte a esta mesa -dijo ella cuando el camarero se dirigía hacia la siguiente mesa.

– Lo mismo que tú no fuiste invitada anoche.

– ¿Por qué me estás siguiendo? -Parece que pones nerviosos a algunos miembros de la familia.

– Y a ti, ¿no te pongo nervioso?

Él dudó un momento y se la quedó mirando de una manera tan escrutadora que ella deseó poder apartarse de su campo de visión. Unos fríos y profundos ojos negros escrutaban su rostro.

– A mí me molestas -admitió él-, pero no me preocupas en absoluto.

– Todavía no me crees.

– La verdad es que ni tú misma te crees tu historia.

No podía objetar nada a aquella apreciación. Obviamente, Zach Danvers era como un terrier jugando con un hueso, y además estaba convencido de que así tenía que ser. De acuerdo, se dijo, déjale que piense lo que quiera, pero la cínica incredulidad que destilaba su mirada la hacía sentirse incómoda. Tomó un sorbo de su vaso de agua y decidió que debería intentar hacer las paces con aquel hombre. Era su único vínculo con la familia.

– Estabas diciendo algo acerca de una invitación -le recordó Adria, mientras untaba con mantequilla una rebanada de pan.

– La familia piensa que sería buena idea que te alojaras en el hotel Danvers.

Debería haberlo esperado, pero la propuesta la sorprendió.

– Para que así les sea más fácil espiarme.

– Probablemente.

– Bueno, pues le puedes decir a la familia que se vaya al infierno.

– Ya lo he hecho -dijo él, alzando uno de los extremos de su boca.

– Mira, Zach, no me gusta que me manipulen, odio que me sigan y detesto la sensación de que el Gran Hermano me está vigilando. -Tomó un bocado de pan y empezó a masticar.

– Tú viniste a buscarnos, ¿recuerdas?

Eso era cierto. Suspiró abriendo mucho los ojos. Tenía que intentar no perder los nervios. Estaba cansada a causa de lo mal que había dormido en aquel combado colchón, se sentía hambrienta y sus nervios se ponían tan tensos como las cuerdas de un piano con solo pensar en tener que enfrentarse con la familia Danvers, su familia, de nuevo.

– Solo te pido que me ayudes a descubrir la verdad.

– Yo ya sé cuál es la verdad -dijo él.

– Si estás tan seguro, ¿por qué me andas siguiendo? Zach se la quedó mirando pensativo durante un largo minuto.

– Porque creo que vas a remover un nido de avispas como no has visto antes y acabarás por arrepentirte.

– Será mi error si así lo hago.

– Yo solo intento avisarte.

– ¿De qué? -Ella apoyó los codos en la mesa y acercó su cara a la de él-. He tenido mucho tiempo para pensar en esto, Zachary. Por supuesto que tengo dudas, pero no me puedo pasar el resto de la vida preguntándome quién soy.

– ¿Y qué sucederá si descubres que no eres London?

Su sonrisa suave y atractiva hizo que a Zach se le apretara el diafragma contra los pulmones.

– Creo que sabré enfrentarme a ello si se da la ocasión.

El camarero trajo los platos que habían pedido y Adria se concentró en su sopa con fruición.

– Jason cree que estarás más cómoda en una habitación del Danvers -dijo Zach, dando un mordisco a su bocadillo.

– ¿Acaso está preocupado por mi salud y mi seguridad? -se burló ella. Zach se encogió de hombros.

– Dile que gracias, pero no es necesario. El precio es demasiado alto.

– La habitación es gratis.

– No estaba hablando de dinero.

Sus miradas se encontraron durante un instante y Zach sintió un inesperado nudo en el estómago. Aquella mujer estaba empezando a impresionarle, con sus claros ojos azules, su sensual sonrisa y su despierta inteligencia. No volvió a decir nada hasta que no hubieron terminado su comida y él insistió en pagar. Por supuesto, ella no estuvo de acuerdo, pero él no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta y al final ella se dio por vencida, diciéndose que podía renunciar a las pequeñas derrotas a cambio de ganar las grandes batallas que tendría que librar. Cuando empezaron a caminar de nuevo hacia la biblioteca, las calles estaban repletas de gente. Coches, camiones, bicicletas y peatones inundaban la calzada y las aceras. Adria se quitó la cinta dorada que le mantenía el cabello apartado de la cara y dejó que sus rizos ondearan libremente. A Zach se le secó la boca cuando los negros cabellos de ella brillaron bajo la luz del sol. Su parecido con Kat era sobrecogedor.

– Y dime, ¿cuál fue la causa de que te pelearas con tu padre? -preguntó ella mientras se cambiaba el bolso de hombro.

– Yo era una molestia para él.

– No me extraña-dijo ella, dejando escapar una ligera risa.

– Siempre andaba metido en problemas con la ley.

– Ah.

– Witt no aprobaba aquello. Él quería que todos nosotros nos graduáramos con la mejor nota de nuestra clase, en una de las mejores universidades del país… o, si no éramos capaces de eso, entonces al menos en el Reed College, que es una de las propiedades familiares… despues de eso, deberíamos cursar la carrera de derecho y ponernos a trabajar en un bufete de prestigio.

– ¿Tú eres abogado? -Ella, por supuesto, sabía que no era así, pero quería oír su respuesta.

– Por supuesto que no -dijo él con un desagradable resoplido.

– Pero acabas de decir…

– Yo no contaba entre ellos, ¿recuerdas? Su rostro se encogió con una dura expresión que a ella empezaba a serle familiar, aunque no parecía estar arrepentido ni parecía que pretendiera suscitar su simpatía. Sus ojos eran duros y su barbilla estaba ligeramente levantada, como si tratara de demostrar su valía. Pero ¿a quién?

– ¿Y a qué te dedicas, cuando no estás remodelando hoteles?

– Venga, Adria, no te hagas la tonta. No te va. Sabes perfectamente que soy constructor. He pasado un montón de años remodelando casas, y también está la explotación del rancho. Creo que es un buen sitio para quedarse a vivir.

– ¿El rancho de la familia?

– Sí -dijo él, mirándola de reojo.

– ¿Ahora te encargas tú del rancho? -Eso ya lo sabes.

– ¿Y qué hay de la construcción?

– Todavía tengo una empresa de construcción. En Bend.

– ¿Un poco de todo?

– Hago lo que tengo que hacer. -Acababan de llegar al parque que rodeaba la biblioteca. Levantando la cabeza hacia el edificio, él preguntó-: ¿Así que ya has desenterrado toda la suciedad de la familia?

– Aún no, pero lo haré.

– Y entonces descubrirás si realmente eres London.

– Eso espero.

Él apretó los labios.

– Yo te podría ahorrar un montón de tiempo, dinero y esfuerzo, ya lo sabes.

La brisa se coló por entre el cabello de ella.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Cuestión de práctica -dijo él.

Ella alzó una delgada ceja arqueada con un gesto que se parecía tanto al de su madrastra que a Zach se le encogió el estómago.

– ¿Piensas seguirme a todas partes durante el resto de mi vida?

– Sólo estoy esperando una respuesta.

– ¿Una respuesta? -preguntó ella, cerrando ligeramente los ojos a causa del sol que la deslumbraba.

– Exactamente. ¿Qué es lo que vamos a hacer, Adria? – preguntó él incapaz de disimular el desprecio en su tono de voz-. ¿Estás a gusto en ese motel de la calle Ochenta y dos, o vas a aceptar el riesgo de trasladarte a un hotel de cinco estrellas y del elevado precio de una habitación en el hotel Danvers?


«Esta es diferente.»

Nadie podría negar lo mucho que se parecía a Kat. Los ojos, el pelo, las mejillas, la sonrisa… ¡Maldita sea! ¿Por qué ahora? ¿Por qué?

Apretó el volante con las manos y el coche empezó a avanzar por las familiares calles mojadas por la lluvia de las colinas del este. Con el corazón latiéndole con fuerza, quien conducía giró el volante en una curva cerrada, haciendo que las ruedas chirriaran mientras la incómoda imagen de Katherine LaRouche Danvers ocupaba todos sus pensamientos.