Tan suave.

Tan sexual.

Tan segura de su atractivo, que con una insinuante sonrisa o una risa traviesa podía conseguir que un hombre, cualquier hombre, hiciera lo que ella le pidiese. Y así había sido.

Una bilis acida ascendió por su garganta al recordar las imágenes eróticas que Kat podía evocar. Pero al final todo había cambiado. Una sonrisa se insinuó en el extremo de la boca de quien conducía, mientras el coche se acercaba a un semáforo.

La imagen de aquella sana e impecable mujer se había transformado en la patética criatura en que se había convertido Kat. Una delgada y asustada mujer, que desnuda había perdido la mayor parte de su belleza, y probablemente también había perdido parte de su cordura. Qué fácil había sido hacerla caer desde el balcón. Hacer lo mismo con esta iba a resultar más difícil. Adria Nash era joven. Vibrante. Fuerte. No estaba desquiciada por la pérdida de una hija. No dependía de las pastillas para poder afrontar el día. No era una frágil mujer deprimida.

Pero así y todo tenía que ser destruida. Cuando el semáforo se puso en verde, el coche se puso de nuevo en marcha y quien había asesinado a Katherine abrió el cajón de la guantera. Una débil luz iluminó el cuchillo, con su hoja brillando a través de la bolsa de plástico. Afilado. Mortal. Preparado.

Para cualquiera que pretendiera hacerse pasar por London Danvers, incluso Adria Nash. Ella era un enemigo. Y todos los enemigos tenían que morir.

12

No estaba hecho para ser detective. Zach se metió las manos en los bolsillos y observó a Adria mientras subía por la escalera de la biblioteca. Aunque no había aceptado la oferta de la familia de concederle una habitación gratis en el hotel, Zach imaginaba que solo era cuestión de tiempo que se decidiera a aceptar el primero de una larga lista de regalos -en realidad, sobornos-, que llevarían a deshacerse de ella. Aunque él había pensado, bueno, esperado, que ella fuera bastante más lista y tuviera más integridad que las demás.

Por supuesto, no iba a ser así. Aquella mujer era una impostora, por el amor de Dios, una impostora que se parecía a su madrastra como dos gotas de agua.

Las nubes estaban empezando a invadir de nuevo el cielo cuando echó a andar hacia la calle en la que había aparcado su jeep. Tenía cosas más importantes que hacer que andar todo el día detrás de Adria Nash, aunque una parte de él se sentía reluctante a abandonarla allí. Era una criatura interesante. Astuta y hermosa, inteligente y fascinante. Se preguntó hasta qué punto se parecería a Kat. Por un momento, imaginó qué tal sería estar con ella en la cama.

«Basta.» Era tan malo como el resto de la familia. Cerrando la puerta a aquellos peligrosos pensamientos, empezó a conducir hacia el río, luego aparcó en el garaje subterráneo del hotel y se dijo que solo se quedaría allí un par de días más. Eso era todo. Solo hasta que se arreglara el asunto de Adria. Y eso no les llevaría demasiado tiempo. Era como jugar al gato y el ratón. Dinero que se ofrecía y se rechazaba hasta que la familia llegara a ofrecer una cifra que a ella le pareciera adecuada, o hasta que alguien sacara a relucir sus trapos sucios y la amenazara con denunciarla por fraude.

De una manera o de otra, el resultado final sería el mismo. Ella acabaría por marcharse. Se quedó sentado un momento en el jeep escuchando el sonido del ventilador del motor. Su mirada estaba fija en el vacío y no era capaz de ver los demás coches que había a su alrededor, o la gente que entraba y salía del ascensor. Estaba empezando a sentirse obsesionado por Adria y no le gustaba la idea de que una mujer -cualquier mujer- comenzara a invadir sus pensamientos.

Volviendo al presente, agarró su bolsa de viaje del asiento trasero del jeep y luego cogió el ascensor de servicio hasta el vestíbulo principal del hotel. Tres empleados que vestían chaquetas verdes estaban trabajando en la terminal de los ordenadores en el mostrador central, y los botones entraban y salían por la puerta principal. Había varias personas reunidas en el vestíbulo, y una mujer estaba discutiendo enfadada con un empleado acerca de las llamadas telefónicas que le habían cargado en su cuenta. A pesar de que el hotel Danvers había pasado ya la inspección final y funcionaba normalmente, todavía tenía algunos pequeños fallos que había que pulir. La televisión por cable no funcionaba bien en los tres últimos pisos, había goteras en los sótanos, algunas puertas de la sexta planta no cerraban bien, había problemas con el cloro de la piscina y en la cocina unos fogones delicados… Esos eran algunos de los pequeños dolores de cabeza que sus empleados trataban todavía de solucionar.

Se encontró con Frank Gillette en la cocina, trabajando en uno de los hornos que acababa de sacar de la pared. Comprobaba los tubos del gas con el ceño fruncido. Alzando la vista, divisó a Zach.

– Por poco que hayamos pagado por esto, ha sido dinero tirado a la basura.

– Tú lo pediste.

– Entonces, cometí un error -se quejó Frank-. Dame un minuto… -Volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro-. ¡Venga, Casey, a ver si le sacamos un poco de jugo a esta mierda!

Al cabo de un momento se empezó a oír un zumbido y las luces de la cocina se pusieron a parpadear. Frank se puso de pie y, con la ayuda de Zach, colocó de nuevo el horno en su sitio.

– Pesa como un demonio -dijo.

– ¡Enciéndelo! -dijo Frank al cocinero, un chino bajito y con perilla.

Mirando con desconfianza hacia Frank, el chino hizo lo que se le había ordenado. Las luces de los mandos del horno centellearon cuando el cocinero encendió el gas; tras unos segundos de clics y fush, las llamas azules empezaron a lamer con entusiasmo la parte superior del horno.

– ¡Qué me dices de esto! Parece que está arreglado -dijo Frank-. A veces me sorprendo de mí mismo.

– ¿Por qué no me lo cuentas todo, incluso las cosas que no funcionan? -dijo Zach.

– ¿Tenemos unas cuantas horas?

– Todo el tiempo del mundo -contestó Zach mientras salían de la cocina y se dirigían por un estrecho pasillo hacia la oficina que estaba detrás del vestíbulo principal.

– Bueno -dijo Frank-. Empecemos con el sistema de seguridad…


Oswald Sweeny se enorgullecía de ser todo lo que no era Jason Danvers -bueno, casi todo-. Bajo, de pecho ancho y con unos ojos negros que podían ver casi ciento ochenta grados sin necesidad de mover la cabeza, Oswald había pasado una década en el servicio de espionaje del ejército, antes de que le cesaran de manera deshonrosa por haber golpeado a un soldado que había cometido el error de intentar meterse con él. Oswald había perdido dos dientes de un puñetazo, pero el otro muchacho no había salido mejor parado. Sin embargo, no había tenido el valor suficiente para presentar una denuncia contra él, y al final los dos habían sido apartados del servicio.

A Oswald aquello le pareció bien. De la misma manera que le parecía bien no ser tan estirado como Danvers. Eran tan diferentes como puedan serlo dos hombres.

Jason era rico, mientras que Oswald nunca había podido llegar a final de mes. Jason tenía estudios, mientras que Oswald creía que las escuelas eran para los idiotas. Jason estaba casado y tenía una amante. Oswald se las apañaba con mujeres que hacían la calle por treinta dólares y nunca les preguntaba el nombre.

Sus únicos vicios eran los cigarrillos sin filtro, las mujeres baratas y los caballos veloces. Desgraciadamente, algunas veces las mujeres eran más rápidas que los caballos a los que él apostaba.

Sin embargo, a pesar de sus diferencias, Oswald y Jason tenían un rasgo en común: ambos eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que deseaban.

En ese momento, Jason quería descubrir los trapos sucios de una mujer llamada Adria Nash, una mujer que afirmaba ser London Danvers, y a Jason no le importaba el dinero que tuviera que gastar en eso. Parecía ser que aquella mujer era el vivo retrato de su madrastra, una hermosa mujer que había acabado por matarse a base de alcohol y pastillas. Pocas personas entendían la razón por la que Katherine LaRouche Danvers se había tirado de un balcón. Sweeny era uno de los pocos privilegiados que creía tener cierta información al respecto. Hasta podría escribir un libro. De hecho, podría hacerse rico contando todos los trapos sucios de la familia Danvers.

– No me importa lo que cueste -dijo Jason mientras andaba de un lado a otro por el agrietado linóleo de la pequeña oficina de Oswald. Era una sencilla habitación decorada con varias vitrinas de armas sobrantes del ejército, un contestador conectado a un teléfono que nunca levantaba, un escritorio en el que ninguno de los cajones cerraba bien y dos sillas.

Oswald no confiaba en nadie; él mismo llevaba los libros de cuentas y escribía las cartas. Pagaba el alquiler de aquel pequeño cubículo que daba a la calle Stark mensualmente, por si tenía que abandonar rápido la ciudad. No tenía necesidad de atarse con un contrato de arrendamiento anual. Oswald prefería sentirse siempre libre, y aunque aquel viejo edificio de hormigón no era precisamente una oficina en el centro de la ciudad, era perfecta para sus necesidades. Guardaba el dinero en una caja de seguridad y había llegado a ahorrar unos cincuenta mil dólares. No era una fortuna, pero sí un buen seguro de vida. Aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero repleto.

– Averigua todo lo que puedas sobre ella -dijo Jason y a continuación abrió su maletín y sacó de él una cinta de vídeo-. Aquí tienes una copia de la «prueba»; en la cinta hay un tipo que dice ser su padre haciendo una conmovedora confesión en la que afirma que cree que ella puede ser la hija desaparecida de Witt Danvers. Es lo bastante sensiblero como para que te den ganas de vomitar.

– ¿Crees que está ella sola en este asunto?

– Demonios, no lo sé -contestó Jason, dejando la cinta sobre la mesa-. Lo único que sé es que esa muchacha es un problema. Si les va con el cuento a los de la prensa hará que la validación testamentaria se retrase otro par de años.

– ¿Le has dado una copia de esto a la policía?

– Aún no -dijo Jason, frunciendo las cejas-. Hay demasiados soplones en el departamento.

De manera que Danvers estaba intentando evitar a la prensa. Oswald puso un dedo encima de la negra caja de plástico que contenía la cinta.

– ¿No puedes hacer que Watson se encargue de esto? -inquirió Oswald y recibió como respuesta una mirada de Jason que podía derretir el acero.

Bob Watson eran el investigador privado que a veces utilizaba Danvers International. Bob vivía en un apartamento de tres plantas, usaba corbatas de ochenta dólares y tenía más secretarias y acompañantes que copos de maíz las cajas de Kellogg's.

– Tú sabes por qué te he elegido a ti. Por supuesto que Oswald lo sabía. El era capaz de llegar hasta los límites de lo legal, e incluso de dar un paso más allá llegando más lejos que cualquier otro, incluido Watson. Jason solo llamaba a Oswald Sweeny cuando estaba desesperado y necesitaba algo más que un simple servicio de vigilancia.

– Quiero que sigas a la señorita Nash. Averigua si trabaja sola o si tiene algún cómplice. Y de paso averigua todo lo que puedas descubrir sobre ella. Dice que es de un pequeño pueblo de Montana, Belamy, creo que se llama, y que tenía un tío, Ezra, que era abogado en Bozeman. Mira qué puedes averiguar sobre él y sobre cualquier otro miembro de la familia.

– ¿Cuánta información quieres? -preguntó Sweeny, resistiendo la tentación de frotarse las manos pensando en lo que le iban a pagar por aquel trabajo.

– Todo. Quiero conocer todos los trapos sucios de esa mujer, lo suficiente como para desacreditarla y obligarla a que abandone la ciudad. Todo el mundo tiene una debilidad o un secreto. Descubre cuáles son los suyos. Yo me encargaré del resto.

Sweeny no pudo por menos de sonreír, mientras le daba la vuelta a la cinta de vídeo y se quedaba observándola. Le encantaba ver a Jason cuando lo pasaba mal, y en este momento Jason Danvers parecía más desesperado que nunca. Buenas noticias para Oswald Sweeny.

– ¿Existe alguna posibilidad de que haya algo de verdad en todo esto? -preguntó, golpeando la cinta con un índice manchado de nicotina.

– Por supuesto que no. Pero me preocupa. Ella está llevando el asunto de manera diferente a como lo hicieron las demás. -Lanzando una mirada feroz a la desvencijada silla, Jason acabó por sentarse sobre el único asiento que había allí para clientes o visitas-. En lugar de pedir dinero y amenazar con irle con el cuento a la policía o a la prensa, está actuando con frialdad. Demasiada frialdad.

Jason juntó las manos por las puntas de los dedos y se quedó mirando a Sweeny, pero el detective se dio cuenta de que su mente estaba muy lejos de allí. Con Adria Nash.