– ¿Adonde te apetece ir? -preguntó él, abriendo la portezuela del acompañante de su jeep.
– Tú has nacido en esta ciudad -contestó ella, subiendo al asiento.
– Bueno, caramba, pensaba que tú también -añadió él, cerrando de un portazo y dirigiéndose a la otra portezuela del Cherokee.
– Solo quería decir…
– Entiendo lo que querías decir.
Él subió al coche, metió la llave en el contacto, puso la marcha atrás, dio media vuelta y luego puso la primera. Al cabo de unos segundos, el coche emergía de los sótanos del hotel y se unía al tráfico de las congestionadas calles de Portland. Estaba cayendo una fina llovizna, que se escurría por los faros y añadía un brillo dorado a las calles.
– Espero que seamos amables el uno con el otro. -Él le lanzó una mirada evasiva-. ¿Por qué me odias?
Los labios de él se apretaron mientras giraba hacia el este, en dirección al río.
– ¿Zach?
– No te odio. Ni siquiera te conozco.
– Actúas como si yo fuera un veneno.
– Puede que lo seas -dijo él, apretando visiblemente las mandíbulas mientras se detenía en un semáforo en rojo.
– ¿Por qué no me das una oportunidad?
Siguió parado mientras una pareja de ancianos cruzaban el paso de peatones a la espera de que el semáforo se pusiera en verde. Los dedos de Zach golpeaban impacientes el volante y, en el momento en que el semáforo cambió de color, apretó a fondo el acelerador.
– No te voy a dar una oportunidad porque no me creo tu historia, Adria.
– ¿Por qué no eres un poco más abierto de mente?
– ¿Y qué iba a ganar con eso?
– Nada. Al menos no desde tu punto de vista, supongo.
Ella se cruzó de brazos y se quedó mirando por la ventanilla. No tenía ningún sentido intentar convencerle de que la creyera, cuando en realidad ni siquiera ella misma estaba convencida. Pero había esperado que él pudiera convertirse en su aliado. Lo miró de reojo y tuvo la sensación de que estaba ante un inminente desastre. Estaba claro que él no podía ser su amigo. Si no fueran medio hermanos, podría llegar a encontrarlo atractivo. Alto y delgado, duro y cínico, de enfado fácil, pero con una mirada arrolladora que podría llegar a caldear incluso el más frío de los corazones. Intenso. Engreído. Irreverente. Y tan franco como las malas noticias.
Él se dio cuenta de que ella lo observaba. Reduciendo la marcha, le lanzó otra mirada mordaz.
– La verdad es que debo reconocer que tú y Kat sois como dos gotas de agua.
– ¿Es eso un crimen?
– Podría serlo -gruñó él.
– Kat… ¿es así como llamabas a Katherine?
– Sólo a sus espaldas.
– ¿Y cómo la llamabas a la cara? -preguntó ella, apoyándose contra la ventana y volviendo el cuello hacia él.
– Queridísima mamá -se burló él.
– ¿Cómo?
– Estaba bromeando, Adria -dijo él con expresión de enfado-. Para ser sincero, trataba de evitarla.
– ¿Por qué? -Ella se dio cuenta de cómo se apretaban sus dedos alrededor del volante con un gesto de crispación.
– Era un problema -dijo él a la vez que ponía en marcha la radio y una música de jazz llenaba el interior del coche.
De manera que no le apetecía hablar de Katherine. A Adria aquello no le sorprendió. A pesar de lo mucho que había investigado, Adria no había descubierto demasiadas cosas sobre la mujer que suponía la había traído al mundo. Parecía que Katherine se había contentado con quedarse a la sombra de su marido; siempre se había escondido entre bastidores, inolvidablemente bella y en funciones de apoyo. Adria se preguntaba si Katherine había evitado realmente ser el centro de la atención o si su poderoso marido había encontrado la manera de mantener a toda su familia, incluida su bella esposa, en las sombras.
Adria no sabía mucho sobre la madre de London; la información que había sobre ella era escasa, pero había descubierto que ella y Witt se habían conocido en Canadá. Tras un breve romance, se habían casado, para horror y consternación de toda la familia de Witt. Adria suponía que había sido de esperar. Después de todo, se rumoreaba que el divorcio de Witt de su primera esposa, Eunice, había sido un asunto sucio y violento. Se habían intercambiado acusaciones y, al final, el poder de Witt había acabado consiguiendo la custodia de los hijos. Era de esperar que a Katherine no se la recibiera con los brazos abiertos.
Pero Adria no podía evitar hacer comparaciones entre ella y la segunda esposa de Witt Danvers. Al igual que Katherine había estado apartada de la familia veintidós años antes, ahora Adria estaba sufriendo ese mismo destino. Por primera vez Adria sentía cierta afinidad con la mujer que suponía que era su madre, y ahora además sospechaba que Zach no estaba siendo completamente honesto con ella. Estaba ocultando algo, algo oscuro y misterioso al respecto de Katherine. No estaba dispuesto a admitirlo, pero era obvio que, cada vez que aparecía el tema de Katherine LaRouche Danvers, él se quedaba melancólicamente en silencio.
Mientras avanzaban, los rascacielos fueron quedando atrás, y ahora las casas y las luces de la ciudad aparecían más espaciadas, el tráfico era más fluido y de vez en cuando se veían construcciones de una sola planta. Adria se preguntaba cómo habría sido su infancia. Witt Danvers había sido un hombre poderoso y dominante. Su primera mujer era una persona débil y la segunda… qué poco sabía de la mujer que había sido la madrastra de Zachary.
– ¿Qué tipo de problema era Katherine? -preguntó ella de repente.
– El peor -dijo él, frunciendo los labios con fuerza. Por un instante cruzó por su rostro una indescifrable emoción, acaso culpabilidad, que desapareció enseguida.
– Lo cual significa…
– Lo cual significa que iba por la vida arrollando a la gente. Si había algo que deseaba, utilizaba todos los medios posibles para conseguirlo. Nunca se detenía hasta haberlo conseguido.
– ¿Qué era lo que deseaba?
Dudando, Zach se quedó con la mirada fija en el parabrisas y pareció que se sentía perdido en un torbellino de recuerdos. Su boca estaba tensa formando una dura línea recta; las vértebras de su nuca parecían más pronunciadas, como si estuviera enfurecido y debatiéndose en una batalla interior. Pasaron varios minutos sin que diera ninguna respuesta, mientras el jeep abandonaba la carretera principal y se introducía por un camino rodeado por colinas negras y amenazadoras.
– ¿Qué es lo que quería Kat? -repitió ella la pregunta, mientras el camino empezaba a ascender hacia una de las colinas.
Él le dirigió de nuevo una mirada insolente. Los neumáticos rechinaron sobre el asfalto mojado. -Todo.
Adria se dio cuenta de que él estaba dando rodeos, aunque al menos se estaba dignando contestarle. Tras haber pasado horas en la biblioteca, leyendo todo tipo de noticias triviales sobre la familia Danvers, por fin parecía haber encontrado a alguien con ganas -aunque bastante reacio- de proporcionarle algo más de información. Se dijo que tenía que actuar con cautela.
El camino se había estrechado, convirtiéndose en dos serpenteantes carriles que ascendían por la ladera. Adria apenas se dio cuenta, de tan interesada como estaba por averiguar algo más sobre aquella mujer que había sido su madre.
– ¿Lo consiguió? ¿Ese todo?
– ¿Acaso no lo sabes? -le preguntó con sarcasmo a la vez que resoplaba disgustado.
– No, yo…
– Después de haber pasado tantas horas en la biblioteca, husmeando en los trapos sucios de la familia. Kat está muerta, Adria. Se suicidó. Saltó desde un maldito balcón.
Sorprendida, Adria se quedó sin habla. La temperatura en el jeep parecía haber descendido varios grados y ella empezó a sentir escalofríos.
– Pensé que había sido un accidente -susurró ella-. Las noticias que leí hablaban de una sobredosis no intencionada de somníferos… y de una caída.
– No fue un accidente -dijo Zach mientras giraba el volante para meterse en un aparcamiento de gravilla frente a una especie de restaurante de carretera-Kat se quitó la vida. Destapó un frasco de somníferos y se los tomó todos con media botella de whisky de cuarenta grados, luego salió al balcón y se tiró a la calle.
– Cómo puedes saberlo…
Frenó de golpe, apagó el motor y la agarró con las dos manos. Sus dedos le apretaban los hombros mientras la sacudía suavemente.
– Se suicidó, Adria. Los periódicos que dieron la noticia encubrieron la verdad. Pero Katherine Danvers fue víctima de sus propias fantasías, de sus propias ensoñaciones.
Sus ojos se entornaron recordando, sus fosas nasales palpitaban en el cerrado interior del vehículo. Las gotas de lluvia golpeaban contra el techo del coche y la música que salía por la puerta abierta del restaurante golpeaba contra el cristal cerrado de la ventanilla del jeep. Adria apretó los labios y se quedó mirando a su acompañante, a aquel hombre que podría ser su medio hermano.
Su aliento cálido le golpeaba el rostro, sus fuertes y viriles manos la sujetaban por los hombros y sus ojos oscuros como la noche la miraban fijamente. Adria sintió un nudo en la garganta. No podía apartar la vista de él. Hechizada, le mantuvo la mirada y al instante se dio cuenta de que él estaba a punto de besarla. El corazón empezó a latirle con fuerza. Un deseo inesperado -mordaz y desenfrenado- empezó a calentarle la sangre.
– Maldita sea -susurró él con voz ronca, con su rostro tan cerca del de ella que Adria podía ver el humeante deseo en sus ojos-. ¡Te pareces tanto a ella!
– Zachary…
– Vuelve a tu casa, Adria -dijo él, soltándola tan de repente que ella casi estuvo a punto de caer sobre él. Su expresión se hizo dura-. Vete a casa antes de que te hagan daño.
13
– ¿Quién va a hacerme daño? -preguntó ella, apartándose de él y dejando entre ellos toda la distancia que permitía el interior del jeep.
Su corazón latía con tanta fuerza que apenas si podía respirar. Había pensado que él la besaría, se había dado cuenta de que lo deseaba, pero luego él se había echado atrás. Ella no podía liarse con él. Los cristales de las ventanillas estaban empañados y parecían separarlos del resto del mundo, y mientras ella se lo quedaba mirando parecía que ellos dos eran las únicas personas que existían en el planeta.
– Tú misma vas a hacerte daño.
– ¿Cómo?
– Estás jugando con fuego -dijo él, mirándola con unos ojos que brillaban en la oscuridad.
– Y tú no haces más que dar rodeos.
– ¿Eso crees? -Él se acercó de nuevo a ella, y esta vez pudo sentir el calor de su cuerpo y notar su propio corazón ardiendo de deseo. Su respiración era cálida y rápida, y su mirada desafiante-. ¿Por qué estás haciendo esto? -le preguntó él antes de acercar sus labios a los de ella en un beso que era casi fiero, mientras sus dedos se introducían entre su pelo.
La ira y la pasión empezaron a calentar su sangre.
Intentó no responder a su beso, apartarse de él, pero sus manos se apoyaron sobre el pecho de él sin poder alejarlo y Zach hundió la lengua en su boca de una manera que era cruelmente posesiva y que la quemaba hasta el alma. Su lengua empujó con insistencia entre los labios de ella hasta conseguir introducirse en la oscura profundidad de su boca.
Ella dejó escapar un leve gemido y aunque se sentía realmente confusa no pudo evitar besarlo también a él. El pulso se le aceleró y por primera vez en muchos años sintió que la desbordaba un caliente e insistente deseo que nacía de lo más profundo de su ser. No podía pensar, ni moverse, ni rechazarlo. Le rodeó el cuello con los brazos sintiendo que él se apretaba más contra ella, y sus pechos erguidos se aplastaron contra su chaqueta de cuero.
Con la misma rapidez con que la había tomado entre sus brazos se apartó de ella.
– Oh, cielos -suspiró él casi sin aliento. Cerrando los ojos, dejó que su cabeza reposara contra el asiento del coche y apretó los dientes, como si de golpe fuera consciente de la magnitud de lo que acababa de hacer. Parecía que estaba intentando alejar de sí aquel deseo-. Maldita sea, Kat, ¿qué es lo que quieres de mí?
– Yo… yo no soy Kat -susurró ella horrorizada.
Sintió un escalofrío que le recorría la nuca al darse cuenta de su error.
– Y tampoco eres London; London no hubiera hecho esto.
– No quiero que… -La fría mirada de él hizo que se quedara sin habla.
– Y no esperes que podamos ser amigos. Me parece que ha quedado demostrado que no podemos serlo.
Ella tragó saliva con dificultad. El deseo aún palpitaba en sus venas.
– Zachary, yo no puedo… esto no es…
– ¿ Qué no es? -Sus ojos se abrieron de par en par y se quedó mirándola fijamente como si quisiera volver a besarla para hacerla callar. Durantes varios segundos ella sintió su indecisión-. Demonios -masculló él de nuevo antes de volver a tomarla entre sus brazos con fuerza. La besó sin poder controlarse, con labios ansiosos y hambrientos, con el cuerpo en tensión, mientras se apretaba contra ella forzándola a apoyarse contra el asiento y aplastándola con todo su peso. Una vez más su lengua se abrió paso hasta la profundidad de su boca y ella pudo sentir la dureza que se formaba entre las piernas de él. Ella sabía que debía detenerle, pero no podía hacerlo. Empezó a sentirse invadida por deliciosas llamas de deseo que hacían que se le oprimieran los pulmones. Él la besó en los labios, en los ojos, en la cara, con las manos moviéndose desesperadas a lo largo de su espalda. Cuando finalmente se separó de su boca, se la quedó mirando con los ojos inflamados de odio, un odio intenso que parecía dirigido contra sí mismo.
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