– No me digas que no puedes -dijo él, hablando entre dientes- Puedes y quieres. Pero ¡no te voy a dar esa satisfacción! Eres tan mala como ella -añadió, volviendo a sentarse y agarrando la manecilla de la puerta.
– ¿Como… quién? -preguntó ella, aunque sabía que estaba hablando de Kat.
– Ella se me insinuó medio desnuda.
– No…
– Tú no la conoces.
– Pero no puedo creer…
– Yo tampoco.
– Lo siento.
– ¿Que lo sientes? -Él se pasó los dedos por el pelo-. ¿Que lo sientes? -Su sonrisa era fría como el hielo-. No te hagas la inocente conmigo, Adria.
Ella deseó abofetearlo, intentando negar lo que a pesar de todo era tan obvio, pero solo pudo juntar ambas manos con fuerza.
– Yo no… -Si al menos pudiera mentirle y decirle que no sentía ninguna atracción por él, pero no pudo decir nada más. Su corazón aún latía desbocado y le temblaban las manos.
La mirada que él le dirigió le llegó a la más prohibida parcela del cerebro y enseguida se dio cuenta de que sentían lo mismo el uno por el otro -un puro deseo animal-, algo que formaba parte de su destino. Se trataba de una terrible atracción contra la que debería luchar. Sintió que se le secaba la garganta y deseó con todas sus fuerzas poder negar el deseo que sentía latir en sus venas.
– Solo quería comprobar cuánto te parecías a Kat -dijo él, recorriendo con la mirada su pelo revuelto, su arrugado suéter y sus hinchados labios-. Hasta dónde eras capaz de llegar.
Ella no le creía y sintió que la abrasaba la ira.
– ¿De manera que pretendes que me crea que me has besado sólo por curiosidad?
– Me importa una mierda lo que creas -farfulló él.
– No me mientas, Zach. Yo no lo hago. Me has besado porque me deseas. Cuéntamelo como quieras, pero sé perfectamente lo que sientes.
– Cielos, ¡ahora hasta hablas como ella!
Una repugnante idea cruzó por su mente, mientras se imaginaba a Zach, con apenas dieciocho años, y a Katherine, su madre, en una situación embarazosa, ambos cuerpos entrelazados en sudor y deseo. Oh, Dios. ¿Era posible? ¿Habrían sido amantes?
– ¿Qué es lo que estás intentando decirme? -susurró ella mientras aquella horrible imagen se fijaba en su mente-. Que ella se te insinuó… que llegó a ser tu…
– ¡Ella no significaba nada para mí! -rugió él, lanzándole una mirada que le heló la sangre.
– No te creo…
– Cree lo que quieras, Adria. Como te acabo de decir, no es asunto mío que prefieras engañarte a ti misma.
Él abrió la puerta del jeep y un aire frío entró en el interior del vehículo. Ella saltó del coche y tuvo que correr para seguir sus rápidas y furiosas zancadas. La lluvia le salpicaba los zapatos y le mojaba el cuello, pero a ella no le importó.
– Espera… -Sus dedos se agarraron al codo de él, pero él se deshizo de ella mientras daba media vuelta.
Su rostro era una mueca de rabia y ahora aún parecía más alto en la oscuridad. La lluvia salpicaba su oscuro cabello antes de deslizarse por los contornos de su cara desapareciendo a través del cuello de su chaqueta.
Sus labios estaban tensos, y las luces de neón del restaurante provocaban reflejos azules y rojos en sus pupilas.
– No sé qué es lo que quieres de mí, Adria, pero te aconsejo que tengas cuidado. ¡Porque podrías llegar a conseguirlo!
Él volvió a darse la vuelta, y en dos largas y lentas zancadas alcanzó el porche del restaurante.
Adria no tuvo más remedio que seguirle. Contando lentamente hasta diez, siguió sus pasos, abrió la puerta con el hombro, entró en el vestíbulo forrado de madera de pino y se encontró con él sentado a la barra del bar, con una de sus botas descansando sobre el apoyadero de metal y los codos apoyados en el desgastado y brillante mostrador de madera de cerezo.
– Ya he pedido por ti -dijo él mientras la camarera, una mujer delgada de cabello rubio y labios rojos, dejaba junto a él dos vasos helados de cerveza, y a continuación cogía con destreza los billetes que él acababa de depositar sobre la barra. Sus ojos se cruzaron con los de Adria en el espejo que había frente a la barra, y esta se dio cuenta de que su mirada de nuevo se había empañado.
– Vamos, sentémonos a una mesa -dijo él, señalando una que estaba libre.
Adria intentó calmar su ánimo exaltado. A pesar de que estaba hirviendo por dentro, se dejó caer sobre la silla y aceptó la cerveza que él le ofrecía: su manera de intentar hacer las paces.
Zach se bebió la mitad de su cerveza de un trago. -¿Hay algo más que quieras saber de la familia Danvers? -preguntó él, alzando desdeñosamente las cejas. -Cualquier cosa que quieras contarme.
– Ese es el problema. Que no quiero contarte nada. Creo que lo mejor que podrías hacer es recoger tus maletas y largarte de nuevo a Bozeman.
– Belamy.
– Donde sea.
– Y ahora tú estás hablando como el resto de la familia.
– Dios me libre -dijo él entre dientes, agarrando su vaso. Hizo un gesto a la camarera, una versión endurecida de la camarera rubia del bar, para que le trajera otra cerveza, que esta le llevó junto con el menú.
Le guiñó un ojo a Zachary, como si fueran viejos amigos, y luego mirando a Adria sonriente le preguntó: -¿Otra cerveza? -De momento no.
– Te dejaré unos minutos para que te decidas. -Se acercó a la siguiente mesa y Adria siguió hablando en voz baja.
– Sabes -dijo ella sin creer demasiado en sus propias palabras-, a pesar de lo que has dicho antes, creo que podemos ser amigos si lo intentamos.
– Amigos -dijo él con un tono de disgusto en la voz. Sus labios se curvaron en una sonrisa sin calor-. ¿Es así como tratas a todos tus amigos?
– No me hagas esto…
– ¡No me lo hagas tú a mí! Nunca podremos ser amigos. Me parece que te lo acabo de dejar bien claro -refunfuñó él, apoyándose sobre la mesa y agarrándola por los hombros.
Ella le apartó las manos y se lo quedó mirando furiosa.
– ¿Por qué te empeñas tanto en odiarme?
El dudó por un momento, luego hizo una mueca y miró para otro lado.
– Quizá sea más fácil de esta manera. -Reclinándose de nuevo sobre el respaldo de su asiento, él la miró por encima del borde de su vaso de cerveza y añadió, apretando las mandíbulas-: Para los dos.
– Tienes miedo de que ponga fin a la fortuna de los Danvers -dijo ella, dándose cuenta de que aquel hombre se parecía más al resto de su familia de lo que deseaba admitir.
Él se rió rodeando con los dedos su vaso de cerveza.
– Me es indiferente que te quedes con toda la maldita herencia: la compañía, el aserradero, el hotel, la casa en Tahoe e incluso con el rancho. Si lo consigues, seré el primero en felicitarte. No te tengo miedo.
– No te creo.
– Eso es asunto tuyo -dijo él, encogiéndose de hombros.
– Sabes que puedes ser completamente insoportable, Danvers. Lo sabes, ¿no es así?
Un extremo de su boca se elevó de una manera insolente.
– He trabajado duro para eso.
– Eres un verdadero Danvers.
– Pidamos la comida -añadió él, haciendo desaparecer la sonrisa de su cara.
No volvieron a intercambiar más palabras, y Adria se quedó observando cómo la camarera flirteaba descaradamente con Zachary mientras les señalaba los platos especiales del día. Al final los dos pidieron bocadillos de carne.
Sonaba una canción popular sobre amores perdidos y corazones rotos por encima del tintineo de los vasos, los choques de las bolas de billar y el murmullo de las diversas conversaciones. Aquello era más una taberna que un restaurante, una vieja cabaña de troncos que parecía ser el hogar de una docena de obreros. Habían cambiado los cascos de albañil por gorras de béisbol y sombreros vaqueros, pero parecía que los tipos que estaban sentados en los taburetes de la barra se encontraban como en su casa. A Adria aquello le recordaba Belamy.
– ¿Por qué me has traído aquí? -preguntó ella mientras la camarera dejaba las bebidas sobre la mesa.
– Ha sido idea tuya, recuerdas.
– Pero ¿aquí, en medio de ninguna parte?
– ¿Acaso preferías ir a un restaurante del centro?
– En realidad, no -contestó ella, tomando un trago de su cerveza.
– Pensé que querías conocerme tal y como soy -dijo él, entornando los ojos sensualmente-. Pues aquí me tienes.
– No lo creo. Pienso que me estás escondiendo algo, Zach. Sospecho que intentas asustarme. -Se lo quedó mirando fijamente-. Pero no funciona. -Apoyando la espalda contra el alto respaldo tapizado, añadió-: Tú has crecido en Portland.
– Intento olvidarme de eso.
– ¿Porqué?
Él dudó y se quedó mirando hacia un punto detrás de la espalda de ella, donde -sospechaba Adria- estaba viendo su propia adolescencia.
– Siempre estuve metido en problemas. Al viejo no le causé nada más que preocupaciones.
– Y todavía sigues cultivando ese aspecto de chico malo, ¿no es así?
Él se acomodó contra el respaldo y echó un largo trago de su bebida.
– Puede.
– No tengo ninguna duda de ello.
– Y dime, ¿qué es lo que has descubierto sobre la ilustre familia? -preguntó él, encogiéndose de hombros.
– No demasiado.
Zach se la quedó mirando con expresión interrogante y ella se lo pensó dos veces antes de contestar. Al final, cuando les dejaron los platos de comida sobre la mesa, dijo:
– De acuerdo. La verdad es que la biblioteca es bastante desastrosa. Por supuesto que los microfilmes de los periódicos contenían mucha información sobre el secuestro, pero apenas nada más… en esencia, poco más que eso.
– De manera que sigues con las manos vacías.
– Más o menos. Pero aún no me doy por vencida. -Ella empezó a comer su ensalada y él murmuró entre dientes algo sobre mujer testaruda. Adria hizo ver que no había oído el comentario.
– ¿Y dónde vas a buscar ahora?
Ella sonrió y tomó un sorbo de su bebida; sus miradas se cruzaron por encima del borde de su vaso.
– En muchos lugares. Voy a empezar hablando con los periodistas y con la policía. Créeme, esto es solo el principio.
– Créeme, te irás de aquí con las manos vacías.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Hay un agujero muy grande en la historia de tu padre. Un agujero tan grande como todo el estado de Montana.
– Soy toda oídos -dijo ella ansiosa por oír lo que tenía que contarle. De alguna manera le parecía importante, puesto que su opinión podría ayudarla.
– Si todo lo que has dicho es verdad -dijo él, cogiendo la mitad de su bocadillo-, en primer lugar ¿por qué se llevó Ginny Slade a London?
– ¿Quién sabe?
– Nadie, supongo -dijo él pensativamente-. Pero no fue porque quisiera un niño, pues de ser así no te habría dejado con los Nash.
– Te entiendo, pero…
– Y tampoco se trataba de dinero, puesto que se dejó una buena cantidad de efectivo en el banco de Portland, y además nunca pidió un rescate.
– Quizá le habían pagado para que lo hiciera. -Mi padre ofreció un millón de dólares, sin hacer preguntas, si le devolvían a la niña. En 1974 eso era una buena cantidad de dinero.
– Todavía hoy es una buena cantidad de dinero. -Pero Ginny no pidió el rescate.
– Puede que tuviera miedo de que la persiguieran. Tu padre, nuestro padre, no era famoso precisamente por ser un tipo que se diera por vencido fácilmente. Además, tenía una reputación que cuidar.
– La simple verdad de todo esto es que tú no puedes ser London.
– Pero te has olvidado de una cuestión -dijo ella tras acabar su cerveza y dejar el vaso vacío sobre la mesa.
– ¿Cuál?
– La venganza. Witt tenía un buen puñado de enemigos, Zach. Había pisoteado a mucha gente, no había tenido reparos en pasar por encima de otros para conseguir lo que quería. A mí me parece que había montones de personas a los que les hubiera encantado verle sufrir. Solo me falta descubrir a una persona en concreto. Y espero que tú me ayudes a descubrir quién.
– ¿Y por qué me iba a tomar yo esa molestia? -preguntó él.
– Porque London era tu medio hermana y mucha gente de esta ciudad cree que tú tuviste algo que ver con su desaparición.
– En aquella época yo era solo un muchacho.
– Un muchacho que siempre andaba metido en problemas. Un muchacho que ya había tenido que vérsela un montón de veces con la ley, un muchacho que había sufrido más de un escarmiento de mano de Witt Danvers, un muchacho que aquella misma noche se vio envuelto en algún tipo de altercado.
– Yo no tuve nada que ver con lo que le pasó a London -gruñó él, tensando la piel de sus mejillas.
– De acuerdo, Danvers, ahora tienes la oportunidad de probarlo. Todo lo que tienes que hacer es ayudarme a descubrir quién soy realmente. Si yo soy London, tu nombre quedará libre de toda duda: la pequeña no murió, sino que creció en un rancho de Montana.
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