– ¿Y si no lo eres?

– No estarás peor visto de lo que ya lo estabas. Al menos tu familia y la gente que se preocupa por ella sabrá que intentaste descubrir la verdad.

– Excepto… -comenzó a decir él, colocando su plato a un lado.

– ¿Excepto?

– Excepto que me importa un comino lo que piense la «gente que se preocupa» por la familia. -Se echó jacia atrás en la silla y se quedó mirándola con ojos repentinamente llenos de deseo-. Tu oferta no es demasiado buena, Adria. -Su mirada se clavó en la de ella-. No me interesa.


Oswald Sweeny temblaba contra el viento que bajaba de las montañas y se colaba por su abrigo. Le dio una última larga calada a su Camel y tiró la colilla en el suelo de gravilla que rodeaba la casa. En su opinión, Belamy, Montana, estaba tan lejos de la civilización como él nunca había, deseado estar. Cerró la puerta del coche y subió los escalones que le separaban del porche vacío.

Una vez dentro, lo envolvió el calor y el olor de algo que estaban cocinando; sopa o estofado, quizá.

Oyó a la patrona que trajinaba por la cocina, pero de momento no se molestó en decir ni una palabra. Subió la escalera deprisa, encendió la luz y se quitó la chaqueta. En Belamy no había descubierto mucho más de lo que esperaba, y eso le preocupaba, porque ya estaba harto de aquel pequeño pueblo y de sus ciudadanos estrechos de miras y huraños.

Había sospechado que Adria Nash estaba sin blanca y más bien parecía que hubiera ido dejando un rastro de tinta roja: deudas en el hospital, una sustanciosa hipoteca de la granja en la que vivía, Créditos para estudios, facturas de médicos. No hacía falta que investigara mucho más para darse cuenta de lo desesperadamente que necesitaba dinero: el dinero de los Danvers.

Durante las últimas veinticuatro horas había estado recorriendo a pie aquel pueblucho, mientras se le helaba el culo, intentando reunir un informe completo de la historia de Adria. Había algunas discrepancias, pero no muchas, y la parte sobre ella creciendo allí como hija adoptiva de Víctor y Sharon Nash era completamente cierta.

Pero aún había muchos más trapos sucios por descubrir. Lo había visto en los ojos de algunos de aquellos buenos ciudadanos, en cuanto había empezado a preguntar por la familia Nash en general o por Adria en particular. Sweeny estaba seguro de que aquella muchacha ocultaba algo, pero aún no había descubierto qué.

Las piezas que había conseguido juntar a partir de los relatos de las pocas personas de Belamy que habían querido hablar con él formaban un cuadro sencillo. Sharon Nash había sido una hermosa muchacha que se había casado con Víctor, un granjero honrado, unos cuantos años mayor que ella. Todo lo que aquella muchacha le pedía a la vida era convertirse en esposa y madre, pero sus sueños se habían desvanecido al descubrir que no podía tener hijos, y las investigaciones médicas de los años sesenta y setenta estaban más interesadas en la prevención del embarazo que en ayudar a las parejas estériles a concebir. Había ido de médico en médico, desesperándose cada vez más conforme pasaban los años. Cuando la tecnología médica había conseguido avanzar en ese terreno, y empezaron a aparecer los tratamientos para la fertilidad, Sharon era ya demasiado vieja. El tratamiento no funcionó con ella. No quiso aceptar la realidad de que era estéril y empezó a pensar que Dios la había castigado, negándole la posibilidad de tener hijos, por no creer lo suficiente en él.

Los beneficios de la granja eran escasos, y ninguna agencia de adopción quería ofrecer niños a una pobre pareja que apenas podría mantenerlos. Una adopción privada, a causa de los elevados costes, estaba fuera de cuestión. Parecía que Sharon estaba destinada a no ser madre jamás.

Conforme pasaban los años, Sharon enfocaba todas sus energías en la iglesia. Aunque su marido apenas asistía a las misas, Sharon no faltaba ni un domingo, ni la ninguna de las reuniones de oración. Como pensaba que todo el mundo le había fallado -su marido, los médicos y los abogados-, había decidido no confiar en nadie más que en Dios y había acabado convirtiéndose en una fanática al servicio de él.

De pronto, sus plegarias fueron escuchadas, aunque no por medio de la iglesia, sino por medio de un hermano de Víctor que trabajaba en un bufete de abogados. Había un niña -posiblemente pariente suya, según opinaba la mayoría de la gente- en disposición de ser adoptada, y la adopción podría ser factible si Sharon no tenía demasiadas preguntas que hacer. Sharon no tuvo que pensárselo dos veces. No había nada que preguntar. Para ella aquella muchacha se la había enviado el cielo. Victor no lo tuvo tan claro, porque él y su esposa ya eran bastante mayores, pero con tal de ayudar a la desafortunada madre de la niña -una pariente lejana, según había descubierto Sweeny- y de hacer feliz a su mujer, Victor aceptó. Al final, Adria se había convertido en la niña de los ojos de su padre.


Sweeny extrajo una botella del bolsillo de su chaqueta y se echó un reconfortante trago. Todo lo demás que había podido averiguar no eran más que cotilleos y especulaciones típicas de un pueblo, y las vagas referencias de amigos y vecinos. No había ningún informe sobre la adopción en los archivos y Erza Nash, el abogado que había llevado el caso, había muerto y los papeles de su oficina en Bozeman habían sido quemados. Aquello era bastante desesperante. Toda la información que había reunido encajaba perfectamente con la historia de Adria y con el patético testimonio del hombre que aparecía en el vídeo, pero Sweeny podía oler algo allí que no encajaba bien.

Y tenía que ver con el dinero. El dinero que ella no tenía.

La señorita Nash podía tener todas las buenas intenciones que quisiera, pero Sweeny estaba convencido de que iba detrás de la fortuna de la familia Danvers. De alguna manera, aquella muchacha se las había apañado para llegar a la universidad y acabar licenciándose como la mejor de su clase en arquitectura y en economía, pero desde entonces solo había trabajado para una empresa constructora.

El día siguiente pediría un simple informe de sus cuentas bancarias, que confirmaría los rumores de la gente del pueblo, y después pediría cierta información a la Jefatura de Tráfico, que le pudiera dar una nueva perspectiva sobre aquella mujer y le pudiera ayudar a comprender cómo se había metido en aquella historia.

Echó otro trago de su botella y, sin quitarse los zapatos, se tumbó sobre la cama. Durante un par de días más tendría que quedarse en Balemy, un pueblo que era poco más que un cruce de caminos en medio de ninguna parte. Cuanto antes se marchara de allí, mejor para él. Su única pista era Ginny Slade, alias Virginia Watson Slade, y tenía que intentar seguir esa pista, aunque no iba a resultarle fácil. Aquello le costaría tiempo y dinero. Montones y montones de dinero de los Danvers.


Adria se frotó las vértebras de la nuca tras quitarse la ropa. Dejó el suéter sobre la cama y luego se quitó los pantalones. Pasándose los dedos por los bucles se acercó al baño, con su frío suelo de mármol, sus grifos dorados y sus espejos caros. Albornoces con el emblema «Hotel Danvers» en letras doradas colgaban de unas perchas al lado de una ducha lo suficientemente grande para dos personas. Abrió los grifos del jacuzzi y añadió al agua las sales de baño que poco antes había dejado allí la camarera. «Esto no se parece en nada al Riverview», dijo para sus adentros mientras se quitaba las medias y las bragas. Al cabo de un momento estaba ya sumergida en el agua caliente, dejando que los chorros relajaran sus agotados músculos. Con una mueca, cerró los ojos e intentó no pensar en Zachary Danvers y en las inoportunas emociones que provocaba en ella.

Para su maldición, o para la de ella, él era demasiado salvaje y atractivo. Se acordó de él mirando fijamente el retrato de Katherine, su madrastra, en el vestíbulo de la mansión de los Danvers. Sus ojos parecían cargados de secretos. ¿Y qué más? ¿Deseo? ¿Culpabilidad?

«Estás tomándote esto demasiado en serio», se dijo, mientras las burbujas de esencia de lavanda la rodeaban y el jacuzzi seguía masajeándola con chorros de agua caliente. ¿Cuándo fue la última vez que se había dado un baño de burbujas? ¿Hacía diez años? ¿Acaso veinte? No era ese el tipo de lujos en los que creía Sharon Nash, ni siquiera para una niña. Qué diferente habría sido su vida si hubiera crecido como una Danvers, rodeada de un tipo de opulencia que la mayoría de la gente solo llega a soñar, pero que para aquella familia parecía algo normal. ¿La familia? ¿Su familia? Cielos, no era una idea demasiado agradable.

Ya había decidido que Jason era una víbora y Tnsha no era mucho mejor; una mujer amarga y cargada de secretos. Zach era una persona hosca pero también un sarcástico seductor, y Nelson era una persona indescifrable, un hombre retorcido. Pero bueno, eso solo habían sido sus primeras impresiones.

«Probablemente sean todavía peores», se dijo sonriendo al pensar de nuevo en Zach. Había cometido el error de llamarla «Kat». ¿O lo había hecho a propósito? ¿Como una especie de prueba?

Metió los brazos en el agua y se puso a reflexionar en ello. Zach había cometido un desliz. El nombre de Kat había salido de sus labios en el momento en que se estaban besando y acariciando y…

Oh, cielos, ¿habría sucedido lo mismo con Katherine? ¿Su madrastra? Se imaginó cómo pudo haber sido la relación entre Zach y Kat. Había algo en todo aquello que no estaba bien. En absoluto. Su mente empezó a vagabundear por un oscuro y caliente camino, mientras recordaba la expresión de los ojos de él mirando el retrato de Kat. ¿Había en aquella expresión añoranza? ¿Deseo prohibido?

«Esto no te va a conducir a ninguna parte», se advirtió, mientras cerraba los grifos y la habitación quedaba en silencio. Intentó calmar su mente, apartar de ella los pensamientos que la hacían volver una y otra vez a Zach. No podía liarse con él. Lo contrario significaría un suicidio. Ninguno de los miembros de la familia confiaba en ella. Ni siquiera Zachary. Era mejor que no lo olvidara. Harían cualquier cosa con tal de desmentir su historia para demostrar que era una farsante.

Se recostó en la bañera cerrando los ojos y dejando que el agua caliente la rodeara por completo. Solo necesitaba un poco de tiempo para reposar. Relajarse…


Se incorporó, medio adormilada, con la ensoñación de cómo sería hacer el amor con Zachary Danvers; sentir sus fuertes brazos alrededor de su cuerpo, acariciar los músculos de su espalda, besarlo con un salvaje abandono y sin importarle las consecuencias, sin preocuparse por su propia identidad, simplemente amarlo sensual y totalmente, y sentirlo tensándose sobre ella, su cuerpo brillante, sus oscuros ojos rezumando pasión y… ¡Clic!

Abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que había estado soñando, se había quedado dormida lo suficiente para que el agua se hubiera enfriado. Aguzó el oído. Había oído algo… ¿la puerta?

– ¿Hola? -dijo, alcanzando una toalla y saliendo de la bañera. Sintió que se le ponía la carne de gallina y que la temperatura de la habitación era más fría de lo que debería ser-. ¿ Hay alguien ahí?

No hubo respuesta.

Y sin embargo tenía la sensación de que alguien había estado en su habitación.

Agarró uno de los albornoces y se deslizó sigilosamente hacia el dormitorio. Nada parecía fuera de lugar: su ropa estaba en el mismo sitio en que la había dejado, los zapatos reposaban al lado del armario. Las puertas dobles que daban al salón estaban entreabiertas, pero no recordaba si las había cerrado. Entró en el salón y vio que allí todo estaba exactamente como lo había dejado hacía apenas una hora.

La puerta estaba cerrada, aunque recordaba no haber echado el cerrojo.

«¿Qué más da? Quienquiera que haya estado aquí, si es que ha entrado algún intruso, debe de ser alguien relacionado con la familia. Tu familia. Todos ellos forman parte del clan Danvers. Todos tienen acceso a las llaves del hotel.»

«Eres una estúpida», se dijo, y echó el cerrojo que antes había olvidado cerrar.

Pero ¿por qué se iba a arriesgar alguien a entrar en su habitación?

«¿Es realmente tu habitación? ¿Y cómo sabes que no hay cámaras ocultas? ¿Cómo puedes estar segura de que en este momento no hay alguien que puede verte desnuda en el baño?»

«Basta ya -susurró para sí misma-. Esto no es más que un ataque de paranoia, nada más.»

A pesar de todo, miró con atención el techo y las paredes, buscando posibles cámaras ocultas, sintiendo escalofríos ante la idea de que alguien la pudiera estar observando en ese momento. Había sido una locura aceptar aquella habitación -aquel viejo hotel había sido remodelado hacía tan poco tiempo que bien podría disponer de todo tipo de material de vigilancia. Después de todo, no fue ella quien eligió la habitación. La eligió por ella uno de los miembros de la familia.