– No hay peros que valgan. Es una locura, Adria.
– Pasó como te lo cuento, Zach.
– Muy bien. Hablaré con seguridad. -Su voz traslucía su incredulidad. Solo intentaba calmarla.
– Debería ir a la policía.
– Por favor, hazlo. Y diles lo que acabas de contarme. Pídeles que investiguen en la habitación y busquen huellas dactilares, si es que no están demasiado ocupados. Y explícales que no te quitaron las tarjetas de crédito o el dinero, que no ha desaparecido nada más que unos cuantos objetos personales; y ya que estás allí, también puedes contarles que crees que eres London. Cuéntales que ya pueden cerrar las investigaciones sobre el caso de secuestro.
– Pensaré en ello -había contestado ella, apretando los dientes mientras colgaba el teléfono, aunque por supuesto no pensaba llamar a las autoridades. Todavía no. No antes de haber contratado a un abogado para conocer cuáles eran sus derechos legales. Antes de llegar a Portland había hablado con un abogado de Bozeman, pero había decidido no emprender ninguna acción legal. No hasta que supiera contra qué se estaba enfrentando.
Pero ahora lo sabía.
Se estaba enfrentando a todo el clan Danvers. El proverbial muro de piedra. Y aquel muro estaba recubierto de alambres de espino, un tipo de alambre que amenazaba con cortarle a uno en rodajas si pretendía escalar el muro.
Pero ¿quién podía haberle robado la medalla que le había regalado su padre adoptivo cuando cumplió trece años? Y las bragas. Sintió que el estómago le daba un vuelco de asco y se le puso la piel de gallina. ¿Con qué tipo de depravado se estaba enfrentando?
«Puede que no sea tan grave como piensas. Alguien está tratando de asustarte para obligarte a que te marches.»
«O bien el que robó esos objetos era realmente un chalado. Alguien a quien de verdad le faltan varios tornillos.»
De cualquier modo, ella había decidido ya marcharse del hotel Danvers, alejarse de las miradas curiosas, de las cejas levantadas y de la sensación de que estaba siendo espiada. Lejos de la posibilidad de que quien se había atrevido a entrar a hurtadillas en su habitación pudiera regresar.
Lo que necesitaba era poner distancia entre la familia y ella, se dijo, cuando alquiló una habitación en el hotel Orion, que estaba solo a varias manzanas de allí. El Orion la intrigaba porque había sido el hotel en el que se suponía que Zachary había sido atacado la noche en que secuestraron a London.
El Orion había cambiado de propietario varias veces en los últimos años y había sido restaurado. Mientras el hotel Danvers había sido restaurado para ofrecer la apariencia encantadora de la época victonana, el Orion era de estilo moderno, con moqueta de color beige, luces incrustadas en los techos y las paredes pintadas con suaves reflejos dorados. A pesar de que no tenía ningún encanto especial, el Orion le parecía un lugar adecuado, con tres restaurantes, una piscina, un gimnasio y una sauna.
Estuvo hasta las dos de la madrugada pasando a limpio sus notas y tratando de sacarse de la cabeza cualquier pensamiento acerca de la familia Danvers. Al menos ahora sabía a qué atenerse y que entre ellos no podría encontrar ningún aliado.
Ni siquiera Zachary. Su antigua rebeldía parecía haber desaparecido. Cuando se trataba de la fortuna de los Danvers, era tan codicioso como el resto. Parecía ansioso por marcharse de la ciudad, habiéndola apartado antes a ella del problema con las propiedades de la familia. Mientras se incorporaba en la enorme cama de matrimonio, se detuvo a pensar en él. La había besado como si realmente estuviera interesado en ella, pero ahora le parecía que aquello no había sido nada más que una prueba. Por un momento creyó que él estaba interesado en ella, pero ahora esa idea le parecía una locura. Si ella fuera London Danvers, entonces sería su hermanastra, con lo que un romance con ella estaría fuera de cuestión. Y si no era London, entonces intentaría demostrar que ella era un impostora, con lo que el romance estaba también fuera de cuestión.
No es que ella quisiera tener un romance con él, se dijo. Había aprendido la lección de aquella manera tan dura y no estaba dispuesta a caer en los brazos de Zachary. Ni aunque no tuvieran lazos familiares.
No, lo único que ella quería era descubrir quién era en realidad. Estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes para descubrir la verdad, sin importarle cuan profundamente la quisiera enterrar la familia Danvers.
Cuando su jeep ascendía por Santiam Pass, Zachary sacó un cigarrillo del bolsillo, se miró a sí mismo con el ceño fruncido y a continuación encendió las luces largas de su coche, mientras los neumáticos chirriaban sobre el asfalto. Había dejado de fumar años atrás, pero desde la primera vez que puso sus ojos en Adria, había sentido una incómoda necesidad en él, una incómoda necesidad que la nicotina no podía satisfacer. Nada podía alejar de él aquellos sentimientos, excepto una cosa: hacer el amor con Adria Nash. Apretó los labios al pensar en eso y al instante sus pantalones vaqueros se tensaron.
Pero ella estaba definitivamente fuera de su alcance. «¡Por Dios bendito, podría ser tu hermana!» Rechinó los dientes y puso la cuarta velocidad. La verdad de aquel asunto era que Adria o London o quienquiera que fuese era la mujer más atractiva que había visto desde hacía mucho tiempo. Hermosa, sexual hasta la exasperación, con una determinación y una lengua afilada que debería hacerle sentir repulsa, pero que la hacía aún más fascinante que cualquiera otra de las mujeres que conocía. Incluso más que Kat. Para su madrastra, él no había sido más que una presa fácil en la que se había fijado, y durante el tiempo en que ella lo había seducido, Zachary se había sentido manipulado. Estando en la cama con Kat, se había sentido perdido en el erotismo, pero en cuanto el sexo había acabado, se había sentido vacío, emocionalmente seco y con la incómoda sensación de haber sido utilizado.
Después de Kat había intentado alejarse de las mujeres, pero había sido difícil; y cuanto más distante se hacía, parecía provocar aún más la atracción que las mujeres sentían por él. Y por mucho que fuera un infierno, le encantaba el sexo. Así de sencillo. Pero no necesitaba los líos emocionales que se derivan de una noche en la cama con una mujer, de modo que había intentado mantenerse célibe. Pero aquello no había funcionado y había llegado incluso a casarse.
Había conocido a Joanna Whitby poco después de que Kat muriera. En retrospectiva, su relación amorosa había estado condenada al fracaso desde el principio. Zach, que cargaba con un fardo de sentimiento de culpabilidad, se había sentido hundido cuando Kat se suicidó y Joanna estuvo allí para consolarlo. Con sus mágicas manos, sus balsámicas palabras y su cuerpo complaciente, ella le había ayudado a olvidar. Se habían casado. El no había llegado a sospechar que ella podía estar interesada en conseguir un trozo del pastel de los Danvers, pero por supuesto ese fue el motivo de que se casara con él. Cuando le dijo que él no estaba interesado en aquella fortuna, ella no pudo creerlo.
– No puedes hablar en serio -le había dicho ella con una de sus hermosas sonrisas-. ¡Zachary, eso es una locura!
– No es mayor locura que estar dando vueltas alrededor del viejo y besándole la mano, para esperar que decida incluirme en el testamento.
Cuando ella se dio cuenta de que Zach no iba a implorar a Witt y que este apenas le iba a dejar una miseria, encontró una buena razón para divorciarse de él y se marchó. Había oído decir que se había casado de nuevo con un viejo de Seattle, un viudo sin hijos, y que ahora ya estaba instalada para el resto de su vida.
Eso esperaba Zach. Había aprendido la lección de lo que las mujeres le piden a la vida y supuestamente todo giraba alrededor de los billetes de banco. Adria no iba a ser diferente. Y se parecía tan endemoniadamente a Kat que llegaba a dar miedo.
Jack Logan no tenía ganas de perder su tiempo con Adria. Retirado del departamento de policía, ahora vivía en Sellwood, una pequeña comunidad a medio camino entre el sudeste de Portland y Milwaukee. Su casa estaba en la calle Treinta, detrás de un almacén que había sido reconvertido en una de las antiguas tiendas por las que era famoso Sellwood.
Adria había estado llamándole y dejándole mensajes en el contestador y, como había visto que él no le había respondido, había decidido ir a verlo en persona. Pero no había podido pasar de la puerta del patio, donde montaba guardia un amenazador pastor alemán.
Obviamente, el ex detective de policía quería defender su intimidad.
Tampoco tuvo más suerte con Roger Phelps, un investigador privado al que Witt había contratado para intentar descubrir el paradero de su hija secuestrada veinte años atrás. Phelps estaba retirado, vivía en Tacoma, y cuando Adria se había puesto en contacto con él por teléfono, este le había dicho que nunca comentaba con nadie los casos de sus clientes. Cuando ella le había explicado quién era, él se había echado a reír diciéndole que «se uniera al club». Aparentemente había visto ya demasiadas London Danvers cuando Witt había puesto el anuncio ofreciendo un millón de dólares de recompensa.
«Segundo fallo», se dijo mientras colgaba el teléfono en la habitación de su hotel. Otra razón por la que se alojaba en el Orion era porque esperaba que hubiera aún algo en aquel viejo edificio que pudiera hacerla recordar la noche en que London Danvers fue secuestrada y Zachary Danvers fue golpeado casi hasta la muerte.
La mayoría de las personas que habían trabajado allí entonces ya hacía tiempo que habían abandonado su empleo en el hotel. Solo una mujer tailandesa de mediana edad y el hombre que vendía los periódicos en el vestíbulo del hotel seguían conservando sus puestos. La camarera no pudo contarle nada y le dijo en un inglés titubeante que no la entendía, pero el hombre que vendía golosinas, cigarrillos y periódicos estuvo dispuesto a rememorar aquel día.
– Claro que me acuerdo -dijo él cuando ella se le acercó-. Caramba, yo estaba exactamente aquí, en este mismo lugar, cuando vi al muchacho de Witt salir tambaleándose del ascensor. Enseguida me di cuenta de que le pasaba algo. Por supuesto que en ese momento no me di cuenta de quién era, no lo supe hasta el día siguiente, cuando empezaron a correr las noticias. -Con una mano nudosa golpeó un montón de periódicos que tenía sobre el mostrador-. Enseguida se empezó a especular con un secuestro, asesinato o asalto a mano armada, pero nadie sabía realmente qué era lo que había pasado.
»Se rumoreaba que el chico de Danvers había estado aquí con una mujer de la vida. En la habitación 317; no, me equivoco, en la 307. Eso es, en la 307. El encargado llevó allí a la policía y creo que encontraron bebidas, drogas y un buen charco de sangre en la alfombra, pero ni rastro de la prostituta ni de los dos tipos que se supone que habían apaleado al chico de Danvers.
– ¿A nombre de quién estaba registrada la habitación? -preguntó ella, apoyándose contra el mostrador. -Eso es lo más curioso del asunto. No se lo pierda. El nombre de quien se registró en la habitación era Danvers. Witt Danvers.
– Witt -dijo ella sorprendida-. Pero… -Menuda broma, ¿no? -dijo él entre carcajadas-. Mientras Witt estaba allí, en su propio hotel pasándoselo en grande, alguien utilizando su nombre se había registrado en esa habitación que utilizaba como picadero. -Alzó la cabeza y fijó la atención en un tipo que vestía traje oscuro y le pedía el Wall Street Journal. Después de darle el cambio al tipo, volvió a dirigirse a Adria-: Si quiere que le dé mi opinión, creo que Anthony Polidori estaba detrás de todo. Siempre hubo mala sangre entre los Polidori y los Danvers. Durante generaciones. Y aquella enemistad pareció explotar cuando Witt perdió a su hija pequeña y Zach Danvers, si se quiere creer lo que dice, identificó a los tipos que le dieron la paliza como dos de los que trabajaban para los Polidori. -Las cejas plateadas del hombre se elevaron por detrás de la montura de sus gafas-. Parece que aquello fue algo más que una coincidencia.
Ella sabía que había habido algún tipo de enemistad heredada entre la rica familia italiana y el clan Danvers, pero no entendía qué relación podía tener aquella enemistad con el secuestro. Tras hacerle varias preguntas más, que no le llevaron a ninguna parte, compró un par de barras de caramelo y dos revistas sobre Portland, luego comprobó si tenía algún mensaje en la recepción del hotel y subió a su habitación.
De camino, se detuvo en la tercera planta y avanzó por el pasillo hasta pararse delante de la puerta 307. De modo que esta era la coartada de Zach. Una cita con una prostituta italiana. Adria sonrió. En aquel momento apenas era un muchacho de diecisiete años. ¿Qué estaba haciendo allí con una prostituta?
"Morir por ti" отзывы
Отзывы читателей о книге "Morir por ti". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Morir por ti" друзьям в соцсетях.