Estúpidamente, sintió una pizca de celos hacia la persona con la que se había encontrado allí. Pero qué le podía importar a ella, ¡en aquel momento solo tenía cinco años! ¡Y era su hermana! Maldita sea, aquello era más complicado de lo que ella había pensado. No había planeado sentirse atraída por Zachary. Solo había esperado que podrían ser amigos, quizá cómplices, y eventualmente demostrar que pertenecían a la misma familia… pero nada de romance, nada peligroso, nada tan escandaloso. Durante un instante pensó en su madre y en lo que esta le había dicho sobre el camino que Adria estaba tomando: «El pecado se paga con…». «¡Basta!», se dijo, reprendiéndose. Ya se había convencido de que tenía que olvidarse de Zachary. Aparte del hecho de que aquel hombre podría ser su hermano, no era el tipo de hombre con el que convenía liarse: un tipo duro al que no le costaba demasiado cruzar al otro lado de los límites de la ley, al que le importaba un pimiento lo que pensara la gente, que creía que el mundo debía ser como él pensaba que debía ser y no lo aceptaba como era. El hombre perfecto para mantenerse alejado de él.
Exceptuando que lo necesitaba. Si es que aún pretendía descubrir la verdad.
Hizo el esfuerzo de no pensar más en Zachary, agarró el pomo de la puerta e intentó abrir, pero estaba echado el cerrojo y no pudo entrar. No es que aquello fuera a servirle de ayuda. Probablemente la habitación habría sido redecorada al menos tres veces desde la noche en que Zach recibió aquella tremenda paliza. ¿Cuánto había de verdad en aquella historia? ¿Cuánto de fabulación? ¿Cuánto había de exageración en lo que le había dicho el viejo del vestíbulo?
Zach parecía tener la clave de lo que pasó aquella noche, pero solo le había contestado con evasivas, desconfiando de sus motivaciones. De alguna manera tenía que descubrir la verdad. No era una tarea fácil, pensó, mientras se introducía en el ascensor rodeado de espejos del Orion y apretaba el botón para que se cerrara la puerta.
Como habían convenido, Jack Logan se sentó en un rincón oscuro del café Red Eye, un pequeño local cercano al aeropuerto. Era un lugar lleno de humo que ya había utilizado en otras ocasiones, cuando no quería ser reconocido. Vio acercarse a Jason Danvers y maldijo para sus adentros. Iba vestido con un traje caro y, por el amor de Dios, acababa de salir de su Jaguar.
– ¿ Por qué no te has puesto un cartel de neón en la espalda? -gruñó Logan, meciendo su vaso de McNaughton's.
– ¿Qué?
– Se te ve a kilómetros de distancia.
– No tengo intención de quedarme aquí demasiado tiempo -dijo Danvers, frunciendo el entrecejo.
– Ni yo tampoco.
Jason pidió un whisky con hielo, y esperó hasta que la camarera dejó las bebidas sobre la mesa y recogió el dinero. Ignorando su bebida, metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó la cinta de vídeo, que acercó a Logan deslizándola sobre la mesa.
– ¿Qué es?
– Espero que nada. -Jason puso a Logan al corriente de los detalles.
– ¿Cuántas copias de esta cinta hay por ahí?
– Sabe Dios. Ella me dio una y yo le pasé una copia a Sweeny.
– ¿Ninguna a la policía?
– Todavía no. Pensé que te podrías encargar tú del asunto.
– Deberías ir a la comisaría.
– Hay allí demasiados chivatos. Si voy a la comisaría, aparecerá en las noticias de las seis de la tarde.
Logan farfulló algo. No podía negar que Jason tenía razón.
– Veré qué es lo que puedo hacer, pero esa muchacha está metiendo las narices por todas partes.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Jason inquieto.
– Llamó a mi casa una docena de veces e incluso vino a verme.
– ¿Hablaste con ella?
– Aún no.
– ¡Mierda! -Se pasó una mano nerviosa por el pelo-. Esto es peor de lo que me temía.
– ¿Te preocupa?
– Maldita sea, claro que sí -dijo Jason, echando una ojeada alrededor.
– ¿Crees que puede tratarse de London?
– ¡No!
– Pero no estás seguro.
– Nada es seguro, Logan.
– Es idéntica a tu madrastra. -Los hombres se quedaron mirándose durante unos segundos, compartiendo un secreto que ninguno de ellos quería revelar, y luego Jason se tomó de un trago su bebida.
– No hables con ella hasta que descubramos qué pretende. Si hace público este asunto, tendremos que llevar la cinta a la policía.
– Pero no antes.
– No.
– ¿Y dices que Sweeny está investigando?
– Ahora mismo está en Montana. Comprobando la veracidad de su historia. Me llamó ayer.
– Es un completo estúpido.
– Trabaja con él en este asunto, ¿de acuerdo? Mantén las orejas abiertas y la boca cerrada. Si el asunto llega hasta la policía, házmelo saber. -Jason dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa y salió del local.
– Maldito hijo de perra -murmuró Logan entre dientes, mientras recogía el billete de veinte dólares y lo cambiaba por uno de cinco.
Manny tenía razón. En el rancho todo funcionaba a la perfección. No hacía falta que Zach estuviera allí. Una vez más, no se le necesitaba. Era la historia de su vida. Sonrió tristemente para sus adentros, mientras caminaba sobre la nieve recién caída hacia el cobertizo donde Manny estaba reparando el tractor. En la pared había un montón de herramientas colgadas, un banco de trabajo ocupaba toda la pared y flotaba en el aire un olor a aceite y polvo.
Las luces de los fluorescentes parpadeaban y Manny, doblado sobre sí mismo, estaba medio tendido sobre el motor del tractor.
– Maldita máquina -murmuró mientras intentaba reparar la conducción de gasóleo.
– ¿Cómo va eso? -preguntó Zach.
– De maravilla -contestó él gruñendo, mientras manipulaba una llave inglesa. Satisfecho con su trabajo, se apoyó en la carrocería y se incorporó.
De sangre Paiute, Manny era un hombre alto con la piel oscura y brillante, cabello largo que empezaba a encanecer y un rostro inusualmente carente de expresión. Recogió su sombrero negro de vaquero del asiento del tractor y se lo colocó en la cabeza.
– Creí que te había dicho que te podías quedar en la ciudad el tiempo que hiciera falta.
– No podía aguantar más allí.
Manny hizo una leve mueca mostrando uno de sus dientes de oro.
– No te culpo por eso. La única razón para ir a la ciudad son las mujeres y el whisky. Y las dos cosas las puedes conseguir aquí.
Zach se acordó de Adria. En ese momento las mujeres eran un peligro para él. Especialmente una que afirmaba ser su hermana. Al menos el whisky aún era seguro.
Salieron juntos del cobertizo. El cielo era de un color gris azulado, el aire era fresco y negras nubes empezaban a aparecer por el oeste recortándose sobre la ancha silueta de las Cascades.
– ¿Ya te has sacado de encima todos los asuntos familiares? -preguntó Manny.
A lo lejos relinchó un caballo.
– Eso no sucederá nunca -contestó Zach.
Si no era Adria, aparecería otra impostora. Durante el resto de su vida, Zach se encontraría con mujeres que pretenderían ser London Danvers. Solo esperaba que las demás no le llegaran a afectar de la misma manera que esta de ahora. Sabía que una de las razones por las que había conducido a toda velocidad por las montañas era poner cierta distancia entre él y ella, para volver solo cuando se hubiera aclarado las ideas.
– Conseguí un comprador para los novillos de dos años.
– ¿Para todos? -preguntó Zach, intentando olvidarse de la mujer que afirmaba ser su hermana.
– Doscientas cabezas.
– Es un buen comienzo.
– Hum.
– Sube… Te invito a comer y de paso me puedes poner al corriente de todo.
Había pasado todo el día en el rancho, revisando los libros de cuentas, mirando ofertas para comprar y vender ganado y tierras, y luego había dado una vuelta por la propiedad. La bomba de agua de la casa y de los edificios colindantes no funcionaba bien, el techo de uno de los cobertizos parecía un colador, tenía un conflicto con el gobierno acerca de la tala de algunos pinos viejos y uno de sus clientes asiduos -que durante años le había comprado cientos de cabezas de ganado- se estaba retrasando en los pagos. En los ranchos colindantes había aparecido un brote de virus en el ganado y varios rancheros de la zona se habían visto afectados. Se esperaba que Zach se presentara en la reunión local de la Asociación de Ganaderos de Bend, y tenía que encargar las provisiones y los recambios que necesitaba tener en el rancho para pasar el invierno.
– Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre -dijo Manny mientras conducían entre los pastos y descubría una abertura en la verja por la que podría escaparse el ganado. Era verdad. Aunque había problemas en el rancho, ninguno de ellos era insuperable. Manny y los demás hombres podían mantener el rancho en funcionamiento mientras Zach estuviera en Portland.
Se detuvo en su oficina en Bend y descubrió que el trabajo de la constructora no avanzaba muy deprisa, como había sucedido desde que él había centrado toda su atención en la remodelación del hotel. Hizo varias llamadas telefónicas, se reunió con una pareja de inversores, que estaban interesados en construir una nueva zona de ocio alrededor del campo de golf, y habló con su secretaria, Terry, una pelirroja bajita de treinta años que esperaba su tercer hijo para febrero. Eficiente hasta el punto de que podía hacer funcionar la oficina ella sola, conocía a Zach mejor que cualquier otra persona.
– ¿Qué tal la vida en la ciudad? -preguntó ella en cuanto lo vio entrar en la oficina.
Estaba sentada tras el escritorio -con un lápiz colocado tras la oreja y una taza de café al lado de la máquina de escribir- comprobando las cuentas bancarias, y pequeñas arrugas de preocupación cruzaban por su frente.
– No es gran cosa.
– Jason ha llamado -le informó, echándose hacia atrás en su silla giratoria que protestó con un crujido.
– ¿Aquí?
– Intentó encontrarte en el rancho, pero no estabas. Manny le dijo que habías venido a la oficina, de manera que trató de localizarte aquí. Dijo que era urgente que hablaras con él.
– Para Jason todo es siempre urgente.
– Me pareció que insistía más de lo habitual. -Ella dejó las gafas sobre la mesa, agarró su vaso medio lleno de café y se puso en pie. Doblando ligeramente la espalda, se acercó hacia la máquina de café y se sirvió otra traza-. ¿Quieres uno? Es descafeinado.
– Gracias, da igual -dijo Zach, negando con la cabeza.
Tras sorber un poco de café, ella le preguntó:
– Y por qué piensa Jason que necesita que te quedes en Portland… ¿el hotel?
– Sí, probablemente se trate de eso -dijo Zach, pero sospechaba que el problema era Adria Nash.
No había ninguna duda de que tendría que volver a la ciudad. Sintió que la sangre le empezaba a hervir. No quería volver a ver a Adria, no quería tener que enfrentarse de nuevo con el conflicto de emociones que ella le inspiraba.
Mientras sonaba el teléfono y Terry corría a descolgarlo, Zach cogió la jarra de café y se sirvió una taza de aquel insulso descafeinado.
– En un segundo estará contigo -dijo ella con una dulce sonrisa y presionó el botón de retención de llamada-. Es tu querido hermano de nuevo y parece que está bastante enfadado.
– ¿Porqué?
– Dijo algo sobre «airear la mierda». -Ella volvió a sus cuentas bancarias y Zach entró de nuevo en su despacho. Cerrando la puerta de golpe, agarró el teléfono y se sentó en el borde del escritorio-. ¿Sí?
– ¿Dónde demonios te has metido? -preguntó Ja-son y Zach pudo notar la agitación en su tono de voz.
– ¿Cuál es el problema?
– Ya sabes cuál es el problema. ¡Adria es el problema! Me parece que está dispuesta a ir a los periódicos con su cuento.
– ¿Te lo ha dicho ella?
– Me lo ha dado a entender.
Zach sintió que los músculos de sus hombros se tensaban como si fueran cables de acero.
– ¿Qué ha pasado?
– La llamé y le ofrecí un poco más de dinero.
– Y ella se rió de ti.
– Más que reírse.
– Por Dios, Jason, tú nunca das marcha atrás, ¿no es así? -Se había puesto de nuevo de pie sin siquiera darse cuenta.
– Vuelve aquí enseguida.
– Para arreglar lo que tú has estropeado.
– Haz lo que tengas que hacer, Zach. Pero sabes que estás metido en esto tan hasta el fondo como todos nosotros.
Anthony Polidori no soportaba ser molestado mientras desayunaba. Durante los últimos años, cualquier interrupción de sus comidas o de su sueño la entendía como una afrenta personal, y había dado instrucciones estrictas a todo el personal de su casa para no ser interrumpido por nadie. Ni siquiera por su hijo.
Estaba sentado al lado de la ventana del salón con vistas al río y había tomado un cruasán con dedos perezosos, mientras echaba un vistazo al periódico buscando los partidos del día. Era una mañana soleada de finales de octubre y se había puesto las gafas de sol para protegerse de la luz.
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