Mario entró en el salón con un tazón en la mano. Llevaba el pelo revuelto y no se había afeitado. Tenía muy mal aspecto. Se sirvió café de la jarra que reposaba sobre la mesa. Mario era una persona sin civilizar y sin modales.

Anthony no disimuló su irritación. Dobló el Oregonian por la sección de deportes y dejó sobre la mesa su vaso de zumo.

– ¿Qué ha pasado? -Su hijo no solía levantarse antes del mediodía.

– Malas noticias -dijo Mario, poniendo cara de matón, la misma que le había metido en tantos problemas con las mujeres. Se acercó a los ventanales y se quedó mirando una barcaza que era remolcada río arriba.

– Deben de serlo para haberte hecho salir de la cama cuando todavía luce el sol.

Mario soltó un gruñido y luego se dejó caer en la silla de hierro forjado que había delante de la de su padre.

– Me parece que te interesará escuchar lo que te voy a contar.

– Estoy esperando.

– Parece que ha llegado a la ciudad una nueva mujer.

– ¿Esa es la novedad?

Mario echó lentamente un poco de leche en su café.

– Podría serlo. Afirma que es London Danvers.

Los ojos de Anthony se entornaron pensativamente detrás de sus gafas de sol.

– Eso no es una novedad. Era predecible.

Los oscuros ojos de Mario parpadearon mientras se incorporaba y le quitaba a su padre el tazón de frutas que este reservaba como postre de su desayuno. Sorprendido, Anthony hizo un gesto a la camarera, la cual ya se había anticipado a su petición y salía de camino a la cocina.

– Siempre hay alguna mujer que afirma ser London.

– Pero deberías ver a esta -dijo Mario, rascándose la barba incipiente-. Es una jodida imagen viviente de la vieja señora. Katherine, ¿no era así como se llamaba?

La espalda de Anthony se puso ligeramente rígida. No le gustaban las palabrotas, al menos no en la mesa, y no estaba de humor para escuchar las tonterías de su hijo. Últimamente estaba insoportable.

– O sea que se parece…

– No solo se parece… por lo que he oído ¡es su viva imagen!

Anthony agarró el tenedor cuando la camarera traía un nuevo tazón de frutas y un plato para Mario. Parecía que su hijo estaba disfrutando de su desayuno, haciendo muecas mientras engullía una gruesa salchicha, colocando los codos sobre la mesa e ignorando cualquier sentido del decoro.

– Acaso debería conocer a… ¿cómo se llama?

– Adria Nash. Viene de un pueblo de Montana. Tengo a un par de tipos trabajando en ello.

– ¿Cómo has sabido de ella? No he leído nada en los periódicos ni he oído una palabra de eso en las noticias.

– Todavía no se ha hecho público, pero probablemente pronto lo será. Uno de mis hombres la descubrió en la inauguración del hotel. Fue allí con Zach Danvers y luego se presentó a todos los miembros de la familia. -Mario tomó un trago de su café-. A Jason casi le da un colapso.

– Me lo puedo imaginar -dijo Anthony secamente-. ¿Crees que puede ser ella?

– Podría ser. -Mario atravesó a su padre con una dura mirada-. Ya sabes que hay mucha gente que cree que tú secuestraste a la niña.

Anthony tomó del plato el resto de su cruasán.

– Si yo la hubiera secuestrado, ¿crees que estaría ahora yendo a ver a la familia Danvers para comunicarles que ella era la niña desaparecida? -Notó cómo empalidecía su hijo y sintió una pizca de satisfacción-. ¿Qué es lo que piensa Trisha? ¿Está preocupada? -le preguntó con frialdad.

– ¿Cómo quieres que yo lo sepa? -Un músculo se tensó en la mandíbula de Mario.

– ¿No la sigues viendo?

– Ya te encargaste tú de eso hace mucho tiempo -dijo su hijo con amargura.

– Trisha Danvers es como el resto de la familia. No se da por vencida. Nunca. Cuando quiere algo, lo persigue hasta conseguirlo. Y, muchacho, ella te quiere conseguir a ti. Siempre fue así, e incluso te utilizó para enfrentarse a su padre. Para ella no eres más que un instrumento, hijo.

Los ojos de Mario centellearon con furia. Anthony agarró su periódico abierto y se preguntó quién sería aquella mujer que se hacía llamar London Danvers. Tenía que descubrir todo lo que pudiera sobre ella. -Creo que deberíamos invitar a la señorita Adria Nash -dijo, mirando a su hijo por encima del periódico. Mario había dejado a un lado su plato y lo observaba con mirada siniestra. -¿Porqué?

– Por los viejos tiempos.

– Witt está muerto. ¿ Qué te importa a ti todo este asunto?

Anthony no se molestó en contestar. ¿Cómo le podía explicar a su hijo que las enemistades familiares nunca se acaban? No importaba cuántos protagonistas hubieran muerto, la venganza debía continuar hasta el final. Anthony no estaría satisfecho hasta que no quedara en Portland ni un solo Danvers.

Se sintió contento con la noticia de que había aparecido una nueva London Danvers.


Adria llamó a la puerta del pequeño apartamento de Tigard, un barrio situado en las colinas de la zona oeste de Portland. Al cabo de unos instantes, vio un ojo negro que la observaba por la mirilla y enseguida oyó cómo descorrían el cerrojo. Se abrió la puerta y una mujer mexicana, bajita, con una larga melena negra y unos increíbles dientes blancos, se paró ante la entrada.

– ¿ La señorita Santiago?

– Por el amor del cielo -susurró la mujer, abrazándola- Es usted la viva imagen de la señora.

– ¿Me permite pasar? -preguntó Adria.

Había concertado una cita con aquella mujer, María Santiago, quien había trabajado para la familia Danvers hasta que fue despedida, poco después de la muerte de Witt. Le había explicado quién era y qué estaba investigando, y María había aceptado, aunque con reticencia, entrevistarse con ella.

– Por favor, por favor… -María se apartó de la puerta y la invitó a entrar-. Tome asiento.

Adria se sentó en el borde de un sofá floreado que estaba desgastado por las esquinas y María en una mecedora situada al lado de la ventana, colocando los pies sobre un escabel.

Adria ya le había explicado por teléfono por qué estaba en Portland. Le había contado su historia, diciéndole que había sido adoptada, que deseaba saber cuáles eran sus raíces, pero que habían sido destruidos todos los informes sobre su pasado, y María, que obviamente se sentía sola, había aceptado hablar con ella.

– No quisiera pedirle que me contara nada confidencial -dijo Adria-. Pero hay tantas cosas que desconozco de la familia Danvers que creo que usted podría ayudarme.

María alzó la barbilla y miró por la ventana hacia el aparcamiento.

– Hace unos años, no le hubiera dicho ni una palabra -admitió ella-. Pero luego murió el señor y Jason me despidió. Ahora… -Se apretó las manos con ansiedad-. ¿Qué desea saber?

– Todo.

– Ah, eso nos llevaría mucho tiempo. Es una larga historia.

Adria no podía dar crédito a su buena suerte. Sonrió a la amable mujer.

– Yo tengo todo el resto de mi vida -le dijo y se acomodó en el sillón dispuesta a escuchar.


Eran casi las diez de la noche cuando regresó al Orion y su cabeza, al igual que su magnetófono, estaba llena de datos sobre la familia Danvers, de secretos y de respuestas a varios misterios, incluido el de la enemistad con la familia Polidori.

Decidió que celebraría su éxito con una copa de vino y un baño caliente en la habitación del hotel, porque al día siguiente tendría que mudarse a otro más barato. Después de eso, aún le quedaban varias cosas importantes que hacer. Dado que la familia Danvers se negaba a reconocerla, iba llegando el momento de dirigirse a la policía y a la prensa. En cuanto pudiera tener una vivienda más permanente, hablaría con las autoridades de la ciudad y ofrecería una entrevista a algún periódico local, para empezar a mover aquel asunto. Luego, por supuesto, tendría que hablar también con los abogados que administraban las propiedades de Witt. No había pretendido llegar tan lejos, pero la habían empujado a hacerlo.

La habían llamado fraude, oportunista, cazafortunas e impostora. Las autoridades y los abogados que cuidaban de «sus intereses» dirían la última palabra. Aunque no todavía. Pensar en la prensa la hacía sentirse como si fuera una atracción de circo. La familia Danvers pelearía contra ella con todo el dinero que tenían. Intentarían acallar cualquier rumor y tratarían de desacreditarla buscando cualquier cosa en su pasado, hurgando y hurgando hasta encontrar un fallo en su historia, alguna inexactitud que pudiera llevarles a negar que ella era London.

Eso era lo que deseaba.

«¿Y qué pasaría con Zachary?»

Oh, cielos, sí. Zachary. ¿Qué pasaría con Zachary?

Una vez en su habitación, se quitó la ropa, se sirvió una copa de Chabils y luego se metió en la bañera llena de agua caliente. Bebió lentamente mientras pensaba en su hermano.

Atractivo. Inteligente. Rudo.

Problemático. „

Zach Danvers era el tipo de hombre al que debía evitar, si no quería que le rompiera el corazón.

15

Media hora después, cuando salía de la bañera y se secaba la piel con una de las mullidas toallas del Orion, Adria se puso a pensar en su misión -su investigación para descubrir su verdadera identidad. ¿Era ella London Danvers? Y si así fuese, ¿qué importancia tenía? ¿Realmente quería estar relacionada con aquella gente, el clan Danvers? Ninguno de ellos le gustaba. «Excepto Zachary.»

No es que confiara en él. No era mejor que los demás, pero no podía sacarse su imagen de la cabeza. Rudo, mientras que sus hermanos pretendían ser, personas educadas; aparentemente irreverente, mientras que Nelson intentaba hacer ver que siempre seguía las reglas. Zachary era arrogante porque no le importaba nada; Jason era arrogante porque creía que se merecía el dinero y el poder con el que había nacido.

Zachary era diferente.

¿A causa de la sangre que corría por sus venas? ¿Por qué podía ser un Polidori? Aquello le parecía una idea desagradable, pero intrigante. Su relación con ella podría entenderse mejor si él no fuera parte de la familia Danvers. Limpió el vaho del espejo con la punta de la toalla y se puso a pensar en Zachary, en el tipo de hombre que era, en lo que podría sentir estando en la cama con un hombre como aquel. Aquella idea fue como una bofetada en plena cara. ¿Qué estaba haciendo fantaseando con un hombre que la detestaba, un hombre que podía ser su hermano? Dándose una reprimenda mental, se miró en el reflejo del espejo y se dijo que tenía que pensar en él como si fuera un hermano: aquel irritante seductor era, ya fuese o no su hermano, su peor enemigo. Lo mismo que el resto de la familia. Se puso una camiseta y se metió en la cama. Las sábanas estaban almidonadas y limpias, pero no tenían la misma frescura campesina y el mismo aroma de las sábanas de lino que utilizaban en su casa. En Belamy. Era divertido, durante años había estado pensando en escapar. Las luces de la gran ciudad habían atraído su joven corazón, pero demasiadas cosas la habían mantenido unida a aquel pueblo que nunca había considerado su casa. No es que lo echara de menos, pero las duras tierras de Montana ya no le parecían tan odiosas, y por primera vez en muchos años pensó de nuevo en su tierra y sintió una punzada de nostalgia.

Pero no pensaba salir corriendo de vuelta hacia la seguridad y el aburrimiento de Belamy. No cuando ya había llegado tan lejos. «La gente de arrestos se crece en las adversidades», se recordó mientras se apoyaba en la almohada.

Cerrando los ojos escuchó el ruido del tráfico, un disparo y enseguida el sonido distante de las sirenas de la policía. Se preguntó dónde estaría Zachary, y luego, irritada por haber dejado otra vez que se metiera en sus pensamientos, se enrolló en las sábanas e intentó alejarlo de su mente. De todas formas, ¿qué le importaba a ella dónde estuviera? Era demasiado inteligente para dejarse atrapar por él. Incluso aunque resultara no ser su hermano, incluso aunque no hubiera tenido ningún romance con su madre, incluso aunque su apellido no fuera Danvers, no era el tipo de hombre en el que podía confiar y era mejor que dejara de interesarse por él.

«¿Interesarse? ¿Como quien dice "enamorarse"?» De ninguna manera. Aquel hombre era un fruto prohibido, y ahí acababa todo. Lo encontraba seductor solo porque era un tabú. Erótico porque era la persona equivocada para ella, la menos apropiada.

Y aun así, ahí estaba: no conseguía sacárselo de la cabeza. Recordó su irreverente y torcida sonrisa resplandeciendo en medio de su dura mandíbula; se acordó de cómo se había sentido cuando sus labios se aprestaron con deseo contra los de ella, con una extraña luz brillándole en los ojos y aquellas manos varoniles recorriendo su cuerpo.

«¡Por el amor de Dios, déjalo ya!»

«¡Olvídalo. No es alguien por quien puedas sentirte atraída! ¡Es tu enemigo! ¡Es igual que el resto de la familia! Piensa, Adria. Utiliza tu mente y sé lista.»