– Oswald, qué alegría oírte -dijo Foster sin ocultar el sarcasmo en su tono de voz.

– Sí, ya.

– Bueno, he recibido tu mensaje, ¿de qué se trata? -De un buen negocio. Quiero que me encuentres a algunas personas. La primera tiene varios nombres. Se hace llamar Ginny Slade, Virginia Watson o Virginia Watson Slade. Debe de tener unos cincuenta años, más o menos, creo, y está casada con Bobby o Robert Slade.

– ¿Eso es todo? -preguntó Foster.

– ¿Qué más necesitas?

– Watson y Slade no son nombres poco comunes. ¿Qué te parecería una localidad para empezar? Ya sabes, algo así como al este del Mississippi.

– Espera un momento. -Oswald abrió su maletín con impaciencia y sacó las fotocopias del árbol genealógico que había en la Biblia-. Espera, déjame ver -dijo, moviendo el dedo por la página-. Mira, parece que Virginia nació en Memphis, Tennessee. Ella y Bobby se casaron en la Primera Iglesia Cristiana en junio de 1967. Además de estos datos concretos, sé que viajó hasta Montana al menos una vez y dejó allí a su hija en adopción. Probablemente se llamaba Adria, o algo por el estilo. Una pareja mayor, Víctor Nash y su esposa Sharoh, adoptaron a la niña hacia finales de 1974, creo, aunque no he podido encontrar ninguna referencia a una fecha concreta, porque no existen registros oficiales.

– ¿Eso es todo?

– No exactamente -dijo Sweeny, imaginando que esta nueva información podría sorprenderle-. Escucha esto: sospecho que la tal Virginia Slade fue la niñera de London Danvers.

Se oyó un largo silbido al otro lado de la línea telefónica.

– Ginny Slade.

– Bingo.

– ¿En qué estás metido? No, espera, déjame que lo adivine. Ha aparecido la niña y reclama su parte de la herencia.

– Lo has pillado.

– Puede ser interesante.

– Mira a ver qué puedes averiguar.

– ¿Dónde puedo encontrarte?

– Yo te llamaré. ¿Necesitas algo más?

– ¿Qué te parecería un número de la Seguridad Social?

– Claro. -Sweeny volvió a mirar sus notas sobre Ginny Slade-. Lo tengo -le dijo y a continuación le leyó el número que esta tenía en su cartilla cuando había sido niñera de London.

Le explicó cuatro cosas más sobre el asunto y colgó esperando que Foster pudiera averiguar algo más. Era un pirata informático reconocido desde los años ochenta, que había encontrado la forma de sacar provecho a sus habilidades. Sweeny no sabía realmente cómo trabajaba, si se metía en los archivos del Censo Nacional o algo por el estilo, o si tenía algún conocido en el gobierno que trabajaba para él, pero Foster había formado parte del servicio nacional de búsqueda de personas desaparecidas, incluso de personas que no deseaban ser localizadas. El caso es que de una forma u otra siempre realizaba su trabajo.

Satisfecho, Sweeny cerró su maletín. Ahora ya se sentía mejor. Otra copa más y ya podría llamar a Jason Danvers.


Adria miró hacia atrás por encima del hombro, pero no vio ninguna cara conocida entre el tumulto de personas que pasaban por delante de la puerta de entrada del Orion. Se dijo que se estaba comportando como una paranoica, que nadie la estaba siguiendo, pero no podía quitarse de encima la sensación de que alguien la ¡estaba observando. Y la rata muerta que tenía en la nevera del minibar le servía para recordarle que alguien sabía dónde se alojaba y a dónde iba. Durante todo el día, mientras daba vueltas por la ciudad buscando una residencia más permanente, había tenido la sensación de que un par de ojos estaban clavados en su espalda, observando cada uno de sus movimientos. Había pensado que quizá se tratara de nuevo de Zach, pero este no había aparecido y su estilo no era el de permanecer en las sombras. Podía haber estado siguiéndola, como ya había hecho antes, pero al final habría acabado enfrentándose con ella. «Entonces, ¿quién?», pensaba mientras echaba un ¡nuevo vistazo a la calle. No vio a nadie escondido tras jun periódico o parado al lado de una cabina de teléfono

0 echando un vistazo rápidamente a los escaparates de las tiendas de enfrente en el momento en que ella mira-iba en su dirección. La persona que le había enviado el paquete la había puesto al límite. Ahora andaba medio escondida. Antes de abandonar el hotel por la mañana temprano, había estado hablando con el jefe del servicio, con el personal de seguridad y con la oficina de recogida de paquetes. Nadie recordaba haber visto a alguien dejando un paquete para ella. Quienquiera que estuviera detrás de aquello había sido muy cuidadoso. Y ella también tenía que serlo.

Saludando con la mano al viejo que vendía periódicos al lado del mostrador, Adria entró en el hotel y preguntó en recepción si le habían dejado algún mensaje. Tenía una llamada de teléfono y un sobre duro con su nombre escrito sobre su superficie de lino, esta vez no en letras mayúsculas. En lugar de leer los mensajes allí mismo, donde cualquiera que pasara podría verla, decidió dirigirse hacia el ascensor.

Una vez en su habitación, se quitó los zapatos, echó un vistazo al frigorífico y luego se dispuso a leer las notas. La llamada de teléfono era de Nelson Danvers, quien quería hablar con ella «urgentemente». Bueno, eso parecía un progreso, pensó. Pero podía hacer esperar a Nelson todavía un poco más.

La invitación que iba dentro del sobre de lino era algo inesperado. Sacó una tarjeta escrita a mano y leyó el contenido:

El señor Anthony Polidori desearía tener el honor de poder contar con su presencia esta noche a la hora de cenar, las siete en punto en el Antonio's. Un coche irá a recogerla a la puerta del hotel.

Ningún número de teléfono. Ninguna dirección. Solo una nota dejada en la recepción del Orion.

Adria volvió a leer las pocas líneas. ¿Qué podía querer de ella Polidori? Obviamente, se habría enterado de que estaba en la ciudad afirmando ser London Danvers, pero ¿cómo? ¿Y cómo había averiguado dónde se alojaba? Sintió un escalofrío que le recorría la espalda y se acercó a la ventana para mirar afuera, sospechando de nuevo que alguien podría haber estado siguiéndola o que quizá ahora alguien podría estar vigilando su ventana.

No vio a nadie apoyado en una farola mientras miraba hacia su ventana, ni ninguna figura sospechosa escondida entre las sombras.

«Cálmate», se dijo mientras se golpeaba los labios con el borde de la tarjeta y se acercaba al armario, donde echó un vistazo a su exiguo guardarropas. ¿Podría ser peligroso entrevistarse con Polidori? ¿Acaso debería rechazar su oferta? ¿O debería ir a ver qué era lo que quería de ella?

Se rió de sí misma al darse cuenta de que estaba empezando a pensar como una Danvers. Ella no tenía ningún motivo para temer a Polidori; de hecho, conocer al peor enemigo de Witt Danvers podía llegar a aclararle muchas cosas. Según todos los miembros de la familia, él fue el sospechoso número uno del secuestro de London. ¿Por qué la quería ver?

Se puso una sencilla camiseta negra de cuello alto, se echó el pelo hacia atrás y se colocó una chaqueta.

Cuando salía a toda prisa del ascensor hacia el vestíbulo, ya había llegado la limusina y el chófer la ayudó a entrar en el oscuro interior. No estaba sola. Había dos hombres sentados uno frente al otro. El más bajo, un hombre mayor vestido con un elegante traje gris y gafas oscuras, la saludó.

– Señorita Nash -le dijo, tomando su mano, mientras ella se sentaba a su lado-. Bienvenida, bienvenida. Yo soy Anthony Polidori. Mi hijo, Mario.

– Es un placer -dijo Mario con calma.

Era un hombre moreno y de buen aspecto, con rasgos regulares, un cabello negro y rizado más largo de lo que estaba de moda, y los ojos del color de la obsidiana.

– Me ha sorprendido que quisieran verme -dijo ella, decidiendo hablar sin tapujos.

Anthony sonrió y golpeó la rodilla de su hijo con el bastón.

– Se ha sorprendido. -Se golpeó los brazos mientras la limusina arrancaba-¿No ha oído usted hablar de la enemistad entre mi familia y la familia Polidori? -preguntó él con voz escéptica.

– Algo he oído -contestó ella con evasivas, sin intención de hablar más de lo imprescindible.

– Lo imaginaba. -Durante unos instantes pareció que se perdía en sus pensamientos y solo el sonido suave de la música clásica llenó el afelpado interior del coche-. Mario, ¿dónde están tus buenos modales? Pregúntale a la señorita Nash si quiere algo para beber.

– Más tarde, quizá -dijo ella, pero Mario ignoró su respuesta y le sirvió una copa de vino de una botella que acababa de extraer de una cubitera.

– Por favor, hágame el honor -insistió Mario. Mario, que debía de rondar los cuarenta años, parecía llevar su buena presencia como si se tratara de un traje caro. Parecía que estaba posando cuando se movió para sentarse delante de ella. Mientras le acercó la copa llena de vino espumoso, su dedo le rozó la mano solo durante una fracción de segundo, pero su mirada no se apartó de ella aún después de apartar la mano.

Mirando hacia afuera por los cristales ahumados, Anthony chasqueó la lengua.

– Es una pena, esa enemistad -admitió-. Pero no se puede hacer nada para solucionarla. Se remonta varias generaciones, sabe usted. Empezando por Julius Danvers y mi padre.

Eso era algo que Adria ya sabía. María, que había trabajado para los Danvers durante muchos años, le había hablado de Stephano Polidori y de cómo llegó a convertirse en rival de la familia Danvers.


El patriarca de la familia Danvers, Julius Danvers, había hecho dinero y había empezado a amasar la fortuna familiar a finales del siglo XIX. Había sido un maderero inmigrante que había tenido la previsión de adquirir todos los terrenos ricos en árboles que había podido comprar, pedir, tomar prestados y, en alguna ocasión, robar, y no solo había fundado la compañía que se dedicaba a la tala de árboles, sino que había fundado una serie de aserraderos que se extendían desde el norte de California hasta la frontera canadiense al norte de Seattle.

Se rumoreaba, pero nunca se pudo probar, que Julius era un auténtico hijo de perra capaz de matar a cualquier hombre que tratara de interponerse entre él y su poder sin rival en el negocio de la madera en el Pacífico nordeste. Su culpabilidad en algunos «desafortunados accidentes», que habían costado la vida a algunos de los hombres que no le eran especialmente leales, siempre se había dado como cierta, pero nunca se había llegado a probar.

Hombre ya acaudalado a principios del siglo XX, Julius diversificó los negocios dedicándose a los barcos y a los hoteles, e invirtiendo la fortuna familiar en nuevos sectores de la industria. Abrió el elegante hotel Danvers en el centro de la ciudad a tiempo para la Exposición de Lewis and Clark en 1905. El hotel, que se tenía por el más lujoso de Portland, se convirtió en el hogar de la élite de quienes viajaban a la ciudad del río Willamette.

A pesar de que Julius no había acabado el instituto, fundó también el Reed College, el primer colegio universitario de Portland, donde estudiaban sus hijos y conseguían tanto diplomas como clase social.

Julius era famoso por su carácter duro y cruel, y todo el mundo suponía que le había hecho favores a políticos, jueces y policías, y que así había tenido a muchos hombres importantes en un puño, a base de llenarles los bolsillos de dinero. Julius siempre había tenido buen cuidado de alinearse con los poderosos y bienpensantes de la ciudad y del estado, para así poder asegurarse de que nada podría entrometerse en su camino hacia la riqueza o las ambiciones familiares.

Su mayor competidor era Stephano Polidori, un inmigrante italiano, de los pocos que había en Portland, que había empezado su carrera trabajando en un huerto de verduras al sureste de Portland. Stephano había empezado vendiendo verduras con un carrito y más tarde con una camioneta, ahorrando hasta el último céntimo para comprar cuantas granjas pudiera mantener. Cuando la ciudad y los negocios crecieron en ella, abrió un mercado de frutas y verduras al aire libre, y más tarde un restaurante. Había llegado a ahorrar el suficiente dinero como para construir un hotel que hiciera la competencia al hotel Danvers en cuanto a lujo a principios de siglo.

También la familia Polidori se había enriquecido, y cuando Stephano empezó a diversificar sus negocios, se enfrentó con las ambiciones de Julius: llegó a pujar más alto que este por las propiedades a orillas del río y convenció a muchos hombres de negocios de que su hotel era capaz de servir mejor a sus necesidades que el hotel Danvers.

Stephano y Julius se convirtieron en feroces rivales.

Julius no podía aceptar que Stephano fuese capaz de hacer algo más que vender lechugas y tomates con un carrito. Pero Stephano era tan astuto y peligroso como su fiero competidor. Al igual que Julius, Stephano utilizaba su poder para comprar escalones en la jerarquía social pudiente de Portland.