– ¿A alguno de vosotros se le ha ocurrido pensar que Adria podría ser quien dice que es? Puede que sea realmente London, y si es así todos nosotros estamos de mierda hasta las orejas y sin una pala con que recogerla.
– London está muerta-dijo Jason, dando por zanjado el asunto.
– ¿Cómo estás tan seguro? ¿Cómo podemos saberlo? -preguntó Trisha.
– Todos lo sabemos. Obviamente, murió hace muchos años y si no es así hay una posibilidad entre un millón de que todavía esté viva en alguna parte, inconsciente del hecho de que es una Danvers.
– O puede que ya haya descubierto quién es -dijo Zach, dirigiendo lentamente su mirada a cada uno de los miembros de la familia.
– Es como una mosca en el culo -dijo Trisha mientras se levantaba del sofá- Sabes una cosa, odio todo esto. No soporto cuando alguien se presenta aquí afirmando que es London, la princesita de Witt Danvers. Así es como él la llamaba, ¿sabéis? -Dirigió sus ojos sombríos hacia Zach-. Te acuerdas, ¿no es verdad? Ella era lo único que le interesaba. Cualquiera de nosotros podría haber desaparecido de la faz de la tierra y él ni siquiera habría parpadeado. Pero si se trataba de London… ah, entonces todo era muy importante.
– Tiene que estar muerta -dijo Jason.
– Puede que alguno de nosotros la matara -añadió Zach sin poder evitar morder el anzuelo.
– Por Dios, Zach, ¿sabes lo que estás diciendo? ¿Cómo te atreves ni siquiera a pensarlo? -Nelson se arremangó las mangas de su suéter mientras dirigía la mirada a cada uno de sus hermanos-. Mirad, discutir entre nosotros no nos va a llevar a nada bueno. Lo que tenemos que hacer es encontrar una manera de desacreditarla. Me ha asegurado que si descubrimos que de verdad ella no es London se marchará de aquí.
– ¿Y tú la has creído? -preguntó Trisha con una larga risita sofocada-. Cielos, Nelson, eres realmente un ingenuo, ¿lo sabías? Cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que eres el perfecto funcionario.
– Basta ya-le ordenó Jason-. Tengo a Sweeny investigando su historia y a un hombre que la sigue a todas partes. Si tiene un cómplice, nos enteraremos enseguida. -¿Sweeny? -dijo Zach enfadado. Había sospechado que Jason podría haber hecho que siguieran a Adria, pero Oswald Sweeny era un tipo tan poco de fiar que sería capaz de vender a su propia madre si el precio era lo suficientemente alto.
– Ha hecho muy bien su trabajo.
– Es un jodido lameculos -dijo Trisha. Por una vez, Zach estuvo de acuerdo con su hermana, pero ahora no tenía tiempo de discutir con Jason su manera de elegir a los detectives privados.
Zach se volvió hacia su hermano pequeño. Nelson parecía increíblemente nervioso, como si estuviera drogado.
– ¿Los anónimos que recibió eran auténticos? -preguntó Zach, forzándose a pensar con un poco de lógica. Por una parte, tenía ganas de despedazar uno a uno a todos sus hermanos por los despectivos comentarios que hacían sobre Adria, y por otra, se sentía como un tonto por confiar en ella, aunque fuera un poco.
– ¿Adonde quieres llegar? -preguntó Nelson, mirándole con expresión interrogante.
– Puede que los haya escrito ella misma.
– ¿Para qué? -preguntó Nelson. -Para ganarse la simpatía de la gente -contestó Zach mientras despegaba la etiqueta de su botella.
– Eres un poco retorcido, ¿no te parece? -dijo Trisha.
– Espera un momento. ¿Por qué no? -preguntó Jason, dándole vueltas a aquella idea-. Es lo suficientemente inteligente para haber escrito ella misma las notas. Mierda, es verdad, probablemente eso es lo que ha hecho. -En sus ojos se reflejaba una auténtica admiración.
– O de lo contrario puede que esté en peligro -pensó Zach en voz alta y aquella idea hizo que se estremeciera hasta los huesos-. ¿Por qué no me dices dónde se aloja?
– Ha alquilado una habitación en el Orion -le informó Nelson-. No sé el número de habitación.
«El Orion.» No había vuelto a estar en aquel hotel desde la noche del secuestro. Y jamás había podido pasar por delante de aquella fachada de cemento sin tener la sensación de que el tiempo corría hacia atrás, y le llevaba hasta aquella horrible noche en que le dieron una paliza -dejándolo casi muerto- que acabó por convertirle en sospechoso del secuestro de su hermana. -¿Quién más sabe que está allí? Nelson se mordió el labio inferior.
– Probablemente lo sepan ya la mitad de los habitantes de Portland. Demonios, Zach, ¿no me has oído? ¡Me dijo que estaba dispuesta a ir a la prensa y a la policía! ¿No sabes lo que podría pasar? Esto va a ser un circo…
– ¿Por qué te preocupas tanto? -le preguntó Trisha a Zach, mientras sacaba otro cigarrillo del paquete-. Como ya he dicho, nunca te ha importado una mierda lo que le pasara a la familia.
– Y sigue sin importarme.
– Pues parece que te haya picado el gusanillo, ¿no crees? -Golpeó el filtro de su cigarrillo en el encendedor-. Sabes una cosa, Zach, si no te conociera tan bien, pensaría que estás interesado en Adria. Románticamente hablando.
El no se molestó en contestar.
– Como con Kat. No pudiste apartar tus manos de ella, aunque sabías que aquello era un suicidio. -Trisha se quedó mirando el dorado filtro de su cigarrillo como si allí estuvieran todas las respuestas a todos los enigmas del universo-. No me gustaría pensar que esta copia de Kat haya puesto ya sus garras en ti.
Zach forzó una fría sonrisa.
– Por todos los demonios, Trisha, me parece que aquí la única que tiene garras eres tú.
Ella lo miró con el ceño fruncido a través de una nube de humo.
– Yo sigo pensando que la mejor idea sería llevársela lejos de aquí, a algún sitio como, por ejemplo, el rancho -dijo Jason.
– Olvídalo. -Zach se dijo que no estaba interesado.
– Eso te daría la oportunidad de estar a solas con ella -se burló Trisha-. Y en el rancho, como con Kat.
Los dedos de Zach se apretaron alrededor del cuello de su Coors y Jason, arrugando la boca, alzó tina mano.
– Eh, vosotros dos, tiempo para una tregua. Zach, contrólate, sabes perfectamente quién es el enemigo aquí.
Sí, Zach lo sabía. Pero no le hacía ninguna gracia. Jason seguía sugiriéndole que convenciera a Adria para que se marchara de Portland y se fuera con él al rancho.
Zach empezaba a estar de acuerdo en que aquella mujer era un problema.
17
Desde fuera, el hotel Orion parecía igual que años atrás, cuando Zach, determinado a perder su virginidad, cruzó aquel umbral. Por dentro, las cosas habían cambiado. El vestíbulo principal había sido remodelado. Había mesas de vidrio y decoraciones florales alrededor del mostrador de recepción, y habían plantado puntiagudas palmeras sobre tiestos de terracota.
Ignorando aquella sensación de deja vu que le ponía la piel de gallina, Zach se dirigió directamente hacia el mostrador, en el que dos empleados -un hombre y una mujer de unos veinte años- estaban al cuidado del turno de noche.
– ¿Podría llamar a la habitación de la señorita Nash? -preguntó Zach-. Dígale que tiene una visita en el vestíbulo.
Los dos empleados intercambiaron una mirada y la mujer echó un vistazo a su reloj.
– ¿Le está esperando?
– No
– Es tarde.
– No le importará.
Unos dedos de uñas bien arregladas se pasearon sobre las teclas del ordenador.
– Déjeme que compruebe si ha avisado de que no la molesten… -Se quedó mirando la pantalla, se encogió de hombros y se colocó el auricular del teléfono en la oreja-. ¿Su nombre?
– Zachary Danvers.
– ¿Le conoce?
– Claro.
– Espere un momento.
– Estaré esperándola en el bar.
Cuando sonó el tercer timbrazo del teléfono, Adria se incorporó a ciegas y echó un vistazo al reloj: las doce y cuarto. No hacía más de una hora que se había acostado, pero el sopor del sueño todavía la embriagaba. Cogiendo el auricular con una mano, se apartó el flequillo de la cara con la otra.
– ¿Hola?
– Señorita Nash, soy Laurie, de recepción. Lamento molestarla, pero tiene usted una visita. El señor Danvers ha venido a verla.
– ¿Quién?
– Zachary Danvers.
– ¿Zach? -La niebla se disipó de su mente en el momento en que la empleada le transmitió el mensaje.
Casi se le paró el corazón antes de que se diera cuenta de que la tropa de los Danvers ya estaba empezando a moverse. La familia se había puesto en marcha en cuanto ella había amenazado con dirigirse a la prensa. Imaginó de qué manera trataría de convencerla para que se fuera a dar una vuelta.
Se puso unos vaqueros y un grueso suéter. Incapaz de controlar sus endiablados rizos negros, se colocó un pasador en el pelo, en la base de la nuca, y agarró el bolso.
«Preparada para el tercer asalto», se dijo pensando en Polidori, en Nelson Danvers y en la maldita rata que tenía en el frigorífico. De repente se había convertido en una persona popular. Demasiado popular. Y demasiada gente sabía dónde se alojaba. Estaba llegando la hora de mudarse a algún lugar más barato, a algún barrio más apartado.
En el momento en que cruzó la puerta del bar vio a Zach. A pesar de la tenue luz del interior, lo reconoció al momento, sentado a una mesa situada en una esquina.
Estaba sentado en el borde de la silla con las piernas cruzadas. Tenía arremangadas hasta los codos las mangas de la camiseta de trabajo y estaba mirando hacia la puerta con unos ojos que no dejaron de seguirla mientras se acercaba a él.
Había olvidado lo impresionante que era: su boca arrebatadora, sus gruesas cejas negras, su cara -angulosa y afilada- y aquellos ojos que parecían poder atravesar cualquier fachada.
Meciendo una cerveza entre las manos, ni siquiera dijo una palabra cuando ella estuvo a su lado; no le ofreció una leve sonrisa ni le dio a entender, de alguna manera, que estaba contento de volver a verla. De hecho, casi frunció el entrecejo como si estuviera irritado por verla.
– ¿Sabes qué hora es? -preguntó ella, dejando el bolso sobre la mesa.
– Pasada medianoche -gruñó él.
– Si has venido hasta aquí para intentar sobornarme, olvídalo.
– Siéntate, Adria -le invitó él-. He oído que has recibido un paquete repugnante.
– Veo que las malas noticias vuelan -dijo ella, sentándose.
Se acercó el camarero y, aunque en principio no pensaba tomar nada, enseguida decidió pedir algo. La presencia de Zach siempre la ponía nerviosa. Suponía que se trataba de su actitud: todo ese ego masculino y esa desaforada sexualidad, como si supiera lo atractivo que resultaba para las mujeres; era el típico hombre cínico del que la mayoría de las mujeres deberían mantenerse alejadas, un vaquero solitario del que no podía esperarse nada bueno.
– Tomaré una copa de chardonnay, por favor.
– Háblame de las notas que has recibido.
– No se trata exactamente de notas -dijo ella, sacando una bolsa de plástico de su bolso. Se las acercó deslizándolas sobre la mesa y él las leyó a través del plástico.
– Alguien de pocos recursos. -Su boca se torció en un rictus agrio y sus cejas se juntaron.
– Alguien apellidado Danvers, si no me equivoco.
– Nelson me dijo que también has recibido un paquete.
– Así es. -Llegó su vino y ella tomó un sorbo.
– ¿De la misma persona?
– Imagino.
– ¿De qué se trataba?
«Oh, Dios.»
– Un regalo personal -dijo ella, observando su reacción-. Una rata muerta con…
– ¡Cómo! ¿Que alguien te ha enviado una rata muerta? -exclamó él, empalideciendo.
– … con una cadena anudada alrededor del cuerpo, la misma cadena con colgante que me robaron de la habitación cuando estuve alojada en el hotel Danvers y esta nota -dijo, señalando una de las notas metidas en el plástico.
– ¡Dios bendito! Adria, ¿estás bromeando?
– ¿Sobre esto? No -contestó ella, negando con la cabeza.
– ¿Y no has avisado a la policía?
– Todavía no.
– ¿Dónde está el maldito paquete?
– En hielo.
– ¿Qué?…,
– En el frigorífico de mi habitación. -Él se la quedó mirando como si no la creyera-. ¿Quieres verlo?
– Ahora mismo. -Su contundencia había variado desde la impresión al enfado; dejó varios billetes sobre la mesa y la siguió hacia el ascensor, pasando por delante del mostrador de recepción.
– Esto es cosa de locos -gruñó él mientras ella abría la puerta de su habitación, entraba y se dirigía directa al minibar.
– Me lo vas a decir a mí. -Adria abrió la puerta del frigorífico y Zach se agachó, apoyado sobre una rodilla, y echó un vistazo al interior.
– Hijo de perra -susurró él-. Maldito hijo de perra. -No llegó a tocar la bolsa y a continuación le dijo-Tienes que avisar a la policía, Adria. -Señaló el paquete-. Esto no es una simple nota amenazadora que alguien mete por debajo de tu puerta.
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