– Estoy esperando.
– ¿A qué? ¿A que ese loco vaya a por ti? No. No hay nada que esperar. -Cruzó al otro lado de la cama y cogió el auricular del teléfono-. Si no llamas tú, lo haré yo. Esto ya ha llegado demasiado lejos.
– Espera un momento. He dicho que llamaré a la policía y lo haré, pero… antes volvamos al bar y acabemos nuestras bebidas. Pensemos en esto con un poco de calma. -De repente ella sintió que necesitaba salir de aquella habitación inmediatamente.
– No hay que pensar nada con calma. Esto es muy serio, Adria. -Utilizando un pañuelo, él sacó la bolsa de plástico con el horripilante contenido del frigorífico-. ¿Llegó en este envoltorio? -preguntó él, señalando el paquete de papel marrón que había sobre el escritorio.
– Sí.
– Entonces, volvamos a meterlo dentro. -Empezó a meter de nuevo el roedor cuidadosamente en el paquete.
– Espera un momento. ¿Qué estás haciendo? Tenemos que conservarlo.
– Tengo un amigo que trabaja en el departamento de policía. Un detective. Él sabrá qué debemos hacer.
– No creo que sea una buena idea.
– Es mejor que cualquier otra cosa que me puedas proponer. No quieres ir a la policía, de acuerdo. Déjame que lo hagamos discretamente.
– Tendré que hacer una declaración.
– Sí, supongo que así es. Pero, vamos, ¿no me dirás que tienes ganas de pasar otra noche con este tipo? -Él señaló con la barbilla el envoltorio en el que ahora estaba metida la rata.
– No, más bien no -admitió ella, pero no estaba segura de si podía confiar en él.
Como si le hubiera leído el pensamiento, él dijo:
– Créeme. Hablaré con mi amigo del departamento de policía. Venga. Te invito a un trago.
– No me gusta que me manipulen.
– Solo estoy intentando ayudar. -Sus miradas se cruzaron por un instante demasiado largo-. Todos tenemos que confiar en alguien, Adria. Y eras tú la que me viniste a buscar a mí hace varios días. Ahora el camino ha sido a la inversa.
Eso era verdad.
– De acuerdo -dijo ella, asintiendo ligeramente con la cabeza-. Dile a tu amigo del departamento de policía que me llame. Me gustaría recuperar mi cadena.
– ¿Vas a volver a ponértela? -preguntó él, levantando una ceja.
– No lo sé. Pero me gustaría tener la oportunidad de decidirlo.
Con cuidado, él se metió el paquete en el bolsillo de la chaqueta y se acercó hacia la puerta.
– Tenemos que pasar por recepción para que te den unas llaves nuevas…
– Como si eso pudiera detener a alguien -murmuró ella, pero empezó a sentirse algo más segura sabiendo que Zach estaba ahora allí.
Lo cual era completamente estúpido. Él era un Danvers. Uno de ellos. No debería fiarse de él ni un pelo, pero no le discutió cuando el ascensor llegó a la planta baja, y se quedó a su lado mientras él le conseguía una llave nueva para su habitación. Luego, Zach hizo que la recepcionista le asegurara que nadie, ni siquiera los empleados del hotel, entrarían en la habitación de Adria.
– No creo que tantas palabras vayan a ayudar en nada. Cualquiera que quiera entrar en mi habitación encontrará la manera de hacerlo -dijo ella mientras cruzaban el vestíbulo en dirección al bar.
– Tendrán que pasar por encima de mi cadáver -susurró Zach mientras mantenía la puerta de vidrio abierta para que ella entrara.
Una vez dentro, él eligió una mesa al lado de la ventana desde donde se pudiera ver la puerta. Zach podía ver a la gente que estaba en la acera, frente a la puerta de entrada del hotel, e incluso a cualquiera que entrara en el vestíbulo. Aunque seguramente también habría entradas escondidas y de servicio por donde cualquiera pudiera colarse.
Adria nunca se había sentido tan vulnerable en su vida. Y ahora, por tonto que fuera, la presencia de Zach la reconfortaba. Si al menos pudiera confiar en él.
«No debes confiar en nadie, Adria. Recuérdalo. Piensa en las notas. Recuerda el paquete que Zach tiene ahora en su bolsillo. No bajes la guardia ni un solo segundo.»
Un camarero dejó sus bebidas sobre la mesa y Adria intentó tomar un sorbo de vino; pero no podía disfrutar de aquel trago, no con Zach tan cerca, con sus ojos escudriñando la puerta y su mandíbula apretada con rudeza. No con todo lo que le había pasado durante las últimas veinticuatro horas.
Zach observaba con atención el pequeño local, inspeccionando con la mirada a los clientes sentados en la penumbra, en las mesas o en taburetes a lo largo de la pulida barra de metal.
– Esto no me gusta nada -dijo él, ignorando su cerveza que se había quedado en una esquina de la mesa.
– Ya somos dos. -Pero además de ser un puñado de nervios, ella estaba furiosa. Nadie tenía derecho a aterrorizarla-. Mira, no voy a dejar que ese desgraciado, sea quien sea, me detenga. Y eso es lo que intenta hacer, lo sabes. Creo que piensa que voy a salir corriendo y no voy a parar hasta llegar a Montana.
Zach arrugó la boca.
– Bueno, pues eso no va a suceder. Me ha enfadado mucho. Y en lugar de salir corriendo asustada, he decidido que voy a apretar un poco las tuercas. Voy a darle la vuelta a la tortilla.
El se la quedó mirando por encima del borde de su copa.
– Voy a dirigirme a la prensa y voy a empezar a aparecer en los periódicos.
– Perfecto. -Sus ojos se arrugaron por los bordes.
– ¿No te importa?
– ¿Por qué? ¿Por la mala prensa? Por supuesto que no. Lo único que me importa es que nadie te haga daño.
– Su mirada se clavó en la de ella y Adria tuvo que apartar la vista-. Da una maldita rueda de prensa si lo deseas, pero vigila tus espaldas. Seguro que hay alguien que te está observando ahora mismo. -Él echó un largo trago de su cerveza y se la quedó mirando fijamente, de una manera que hizo que a ella se le acelerara el corazón-. ¿Sabes lo que necesitas?
– No, pero tengo la impresión de que tú me lo vas a decir -dijo ella casi en un gemido. -Un guardaespaldas.
– ¿Qué? Me estás tomando el pelo, ¿no? -En absoluto.
Él se había puesto tan serio de repente que ella no pudo evitar reírse.
– Dame un respiro. Sé cuidar de mí misma. Recuerda que crecí en un rancho en Montana…
– Pero has estado recibiendo anónimos amenazadores.
– De un cobarde.
– A quien le gusta jugar con animales muertos. Despierta, Adria. Esto es serio.
Sintió que un escalofrío tan helado como la medianoche le recorría toda la piel y tuvo que tragar saliva.
– Entonces… Danvers… ¿estás sugiriendo que tú podrías ser mi guardaespaldas? ¿Crees que estás cualificado para ese trabajo?
Él no contestó, pero la miró con tanta intensidad que ella sintió que el diafragma se le apretaba contra los pulmones. De repente notó que le faltaba el aire.
– ¿No te parece que sería una estupidez por mi parte, una auténtica estupidez, tener a alguien apellidado Danvers protegiéndome?
– Si quieres, puedes pelear sola contra el mundo.
– No contra el mundo, Zach. Solo contra la familia Danvers.
– Son poderosos.
– Querrás decir somos poderosos, ¿no es así? Te guste o no, tú también formas parte de la familia.
– Si quieres que te sea sincero, no me gusta -dijo él, encorvándose sobre su cerveza.
– Pero estás unido a ellos, ¿no es así? -dijo ella-. A causa del dinero de papá.
Él estiró los brazos sobre la mesa y le agarró las muñecas con sus curtidas manos. Las palabras salieron de su boca en un tono profundo y amenazador.
– Escúchame, señorita. Ahora estoy intentando ayudarte y lo único que haces peleándote conmigo es mear fuera del tiesto.
– No quiero ningún favor -dijo ella, alzando la barbilla, pero no podía ignorar los cinco dedos apretados contra la sensible piel interior de sus muñecas. Su garganta se había quedado tan seca como el humo y tuvo que bajar los ojos apoyándose, durante un instante que le pareció interminable, en la clavícula.
– Intento ayudarte. Después de todo lo que has pasado, creo que deberías aceptar una mano cuando te la ofrecen.
Ella quería creerle, pero sabía que posiblemente estaba mintiendo, que había sido enviado allí con la misión de que lograra convencerla. Había venido enviado por la familia -quisiera o no admitirlo- y esa idea, la de la familia Danvers decidiendo cómo podía manipularla, hizo que se pusiera de mal humor. Desde que recordaba, siempre había habido alguien tratando de dictarle lo que tenía que hacer, intentando doblegar sus deseos, y esta vez, por Dios, no estaba dispuesta a ceder ni un milímetro. Apretando los dientes, se separó de sus manos y se puso de pie.
– Déjame en paz, Danvers. Sé que estoy sola en esto, de manera que no hace falta que hagas el papel de héroe.
– ¿Eso es lo que estoy haciendo?
– Dime si no qué.
Zach se la quedó mirando mientras ella salía a toda prisa por la puerta, observando la curva de sus caderas y el rígido porte de sus nalgas. Sus piernas eran delgadas, pero no flacas, y se preguntó qué tal sería rodearla por la cintura.
«Mierda», murmuró para sus adentros enfadado consigo mismo por la dirección que habían tomado sus pensamientos.
De todas formas, no tenía intención de dejarla marcharse sola. Lanzando varios billetes sobre la mesa, salió tras ella. Cruzó el vestíbulo justo en el momento en que se cerraban las puertas del ascensor, pero no le importó. Se tomó un respiro, apoyado en una columna, mientras observaba las luces del ascensor, que parpadeaban sobre las puertas cerradas y luego se detenían por un instante en el número de la planta quinta. Cuando el ascensor descendió, no se paró en ningún otro piso. Sin dudarlo un momento, Zach esperó a que las puertas se volvieran a abrir y se metió en el ascensor. Si hacía falta se quedaría toda la noche sentado en el pasillo; pero si alguien estaba acechándola, sería mejor que se anduviera con cuidado.
La campanilla del ascensor sonó suavemente cuando este llegó a la quinta planta. Zach echó a andar por el pasillo vacío y comprobó que la cabina del teléfono estuviera vacía. Hizo una llamada rápida a Len Barry, el amigo que trabajaba en la policía. Len estuvo de acuerdo en pasar por allí a recoger el paquete, que ya le estaba quemando en el bolsillo a Zach. Después de colgar, Zach agarró una silla y la arrimó a una planta artificial, al lado de la ventana, en una esquina del pasillo con vistas a los dos lados. Se sentó en la silla de respaldo bajo a esperar.
Adria contó lentamente hasta diez. Las indirectas de Zachary la habían acompañado hasta la puerta del ascensor. Aquella arrogancia la sacaba de quicio: su manera de intentar que mandara a paseo sus propias iniciativas. Tanto él como el resto de su familia actuaban como si ella solo estuviera interesada en sacarles dinero. Se soltó el pelo y tiró el pasador sobre la cama con indignación.
– Bastardo -murmuró Adria y se echó a reír a la vez que aquella palabra salía de su boca.
¿Acaso había algo de verdad en aquel insulto? ¿O no? Si hubiera mirado dentro de sí misma, si realmente hubiera mirado, se habría dado cuenta que una parte de ella deseaba que otra persona hubiera engendrado a aquel hombre; otra persona que no fuera Witt Danvers, el cual ella creía que era su propio padre.
Porque, maldita sea, le parecía que Zachary era tan sensual e inquietante como ningún otro hombre de los que había conocido antes. ¿Estaba intentando ayudarla? ¿O solo lo estaba haciendo ver?
La cabeza estaba a punto de estallarle. ¿Era realmente Zach hijo de Witt? Oh, ¿y qué le importaba a ella? ¿Le importaba? Lo único que quería descubrir era si realmente ella era hija de Witt. La paternidad de Zach no era algo en lo que tuviera que pensar. Zachary Danvers no era alguien en quien tuviera que pensar.
Cogió el periódico que tenía sobre la mesilla de noche de su habitación y lo abrió. Con dedos furiosos, pasó las páginas y se detuvo en la sección «Habitaciones para alquilar». Mañana, a primera hora, tenía que empezar a buscar otro lugar en el que alojarse, luego se acercaría al Oregonian y les contaría a los periodistas una historia tan interesante que no iban a poder evitar publicarla en la edición del día siguiente. Después hablaría en televisión y en las emisoras de radio.
Si la familia Danvers quería jugar fuerte, así sería. Ella estaba más que preparada para enviarles un balonazo de los que no habían visto nunca antes en su vida.
Trisha aparcó en su plaza habitual, entre el garaje y la cabaña de madera de la propiedad de los Polidori. Era la cabaña del guarda, que se suponía estaba desocupada; Mario había hecho de la pequeña casa de campo cubierta de enredaderas su lugar secreto para citas durante los últimos veinte años. El corazón le latía ligeramente acelerado y Trisha se reprendió por ser tan tonta, mientras esquivaba las goteantes clemátides y golpeaba suavemente en la puerta de entrada antes de abrir.
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