– ¿Te está gustando la fiesta, princesa?

Sus ojos cristalinos de color azul eran grandes y redondos, y en sus mejillas se reflejaba la excitación de las ocasiones especiales.

– Es impresionante.

– Así es -dijo él riendo.

– ¡Y hay mucho humo!

– No se lo digas a tu madre. Había planeado esto como una sorpresa especial y no queremos que se sienta mal, ¿verdad? -añadió Witt sonriendo, mientras le guiñaba un ojo a su hija.

Ella le devolvió el guiño y luego apretó su pequeña nariz respingona contra el cuello de él, haciendo que le llegara un olor de champú infantil. Ella le dio un tirón de la pajarita y él volvió a reírse. Nada podía hacerlo más feliz que aquel imparable remolino de preciosidad.

– Oye, que ese es mi trabajo -dijo Kat, sonriendo y separando amablemente los dedos de London del cuello de Witt. Besando la coronilla de su hija, añadió-: Deja en paz la pajarita de papá.

– ¿Quieres que bailemos? -preguntó Witt a su hijita y entre las cejas de Kat aparecieron esas pequeñas arrugas que significaban una silenciosa desaprobación. Pero Witt hizo como que no se había dado cuenta. Vació de un trago otra copa de champán y arrastró a una sonriente London hasta la pista de baile. La niña, su princesa, resoplaba de satisfacción.

– Es enfermizo, ¿no te parece? -observó Trisha desde su lugar al lado de la orquesta.

Estaba apoyada contra el piano de cola y bebía de una copa de tubo con irritación. Acababa de cumplir veintiún años.

Zachary se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a los gestos teatrales de su padre y hacía tiempo que no le interesaba lo que hiciera Witt. Él y su padre nunca se habían llevado bien, y las cosas no habían hecho más que empeorar desde que Witt se divorciara de su primera esposa para casarse con una mujer que solo tenía siete años más que el mayor de sus hijos, Jason, el hermano de Zachary. A decir verdad, Zachary no tenía ningunas ganas de estar ahí, y solo había ido porque le habían obligado. No veía el momento para escapar del humo y del ruido del salón de baile, lleno de gente vieja y aburrida, todos una pandilla de sanguijuelas.

– Papá no puede apartar las manos de Kat -dijo Trisha con una voz un tanto chirriante-. Es obsceno. -Tomó otro trago de su copa-. Viejo pelmazo lujurioso.

– Cuidado, Trisha -dijo Jason, reuniéndose con sus hermanos-. Seguro que papá tiene espías por todas partes.

– Muy divertido -dijo Trisha, dejando caer su largo pelo castaño sobre un hombro. Pero no se reía. Sus sosos y apagados ojos azules observaban sin cesar a la multitud como si estuvieran buscando algo o a alguien.

– Tú sabes que a la mitad de los que hay aquí les encantaría ver a papá dando un tropiezo -dijo Jason, entornando los ojos.

– Son todos amigos suyos -arguyó Trisha.

– Y enemigos -añadió Jason, apoyando una cadera contra el piano, mientras la banda descendía del escenario para hacer una pausa.

Se quedó mirando a su padre, que todavía llevaba a London de la mano y se paseaba entre la gente, yendo de un lado para otro sin que la niña se apartara de su lado.

– ¿Y a quién le importa? -preguntó Zachary.

– Ya habló el rebelde -contestó Jason, sonriendo por debajo de su bigote con aquella famosa sonrisa que sacaba a Zach de sus casillas.

Jason se comportaba siempre como si lo supiera todo. Con veintitrés años, Jason estaba estudiando derecho y era seis años mayor que Zach, un detalle que nunca dejaba que su rebelde hermano olvidara.

Zach tiró del cuello de la camisa de su esmoquin. No podía tragar a Jason más de lo que tragaba a su hermana, Trisha. Los dos estaban muy preocupados por el viejo y por sus cuentas bancarias.

Dejando a Jason y a Trisha que se ocuparan de Witt y de su afecto por London, Zach se escabulló entre la multitud.

Se las apañó para coger una copa de champán de una mesa que estaba vacía y luego se sentó en el alféizar de uno de los altos ventanales abovedados, que miraban a la ciudad, dándole la espalda a la fiesta. Sintió algo de satisfacción al mirar por la ventana hacia la cálida noche de junio, mientras bebía su champán. Un fluido constante de tráfico avanzaba por la calle. Las luces de los vehículos parpadeaban borrosas, mientras coches y camiones iban y venían entre el centro y el enorme río Willamette, un perezoso caudal de aguas negras que separaba las zonas este y oeste de la ciudad. El vapor se elevaba de las calles y el índice de humedad era realmente alto.

En la distancia, más allá de donde se extendían las luces de la ciudad, una cordillera de montañas, las Cascades, cerraba el horizonte. Las nubes de tormenta que se habían ido juntando a lo largo del día impedían la visión de las estrellas, y las centelleantes luces de los cruces añadían una inesperada tensión a la salobre noche. Zach terminó su champán y, esperando que nadie se diera cuenta, medio enterró su copa vacía en la tierra de una maceta que rodeaba un árbol de interior.

Se sentía fuera de lugar, como siempre le había sucedido con su familia. Aquella pajarita que Kat le había hecho llevar al cuello le hacía sentirse más consciente de lo diferente que era de sus hermanos. Ni siquiera se parecía al resto del clan Danvers, todo ellos de piel blanca y ojos azules, y que se distinguían por un color de pelo que iba del rubio al castaño claro.

Él se parecía a su hermanastra, London, más que a ningún otro miembro de la familia. Lo cual no le hacía ganar puntos a los ojos de Jason, de Trisha o de Nelson, su hermano pequeño. En más de una ocasión, los tres habían declarado que odiaban a su hermanastra.

Soltó un bufido al pensar en London. No le importaba mucho aquella niña, ni en un sentido ni en otro. Muchas veces le molestaba. Pero todos los niños de cuatro años son inquietos, aunque eso no la hacía tan mala como los demás pretendían. De hecho, a Zach le parecía divertido que ya empezara a mostrar algunos de los rasgos que Kat había ido perfeccionando con el paso de los años. No era culpa suya que el viejo la tratara como si fuera una especie de piedra preciosa.

Como si le hubiera leído el pensamiento, London salió de entre la gente y se le agarró a una pierna. Él se dio la vuelta con la intención de decirle que se perdiera, pero en aquel momento la niña acababa de descubrir su copa medio enterrada en el tiesto.

– ¡Deja eso! -le susurró con un tono de voz severo.

Ella miró hacia arriba sorprendida y con un brillo travieso en los ojos. Dios, si al menos pudiera salir al balcón y fumarse un cigarrillo, otro vicio que tanto su padre como su madrastra desaprobaban, aunque Kat no salía nunca sin su pitillera de oro y a Witt le encantaba disfrutar de sus cigarros puros importados de La Habana.

La niña enterró más profundamente la copa en el tiesto y dijo:

– Escóndeme de mamá.

Y con una risita picara se acurrucó detrás de sus piernas.

– Oye, no me mezcles a mí en tus estúpidos juegos.

– Calla, ahí viene -siseó London.

«Genial. Esto es lo que me hacía falta.»

– ¿London? -La ronca voz de Kathenne sobresalió entre los acordes lentos de una balada.

Detrás de él, London intentaba sofocar una risita.

– London, ¿dónde estás? Ven aquí ahora mismo… es hora de irse a la cama. ¡Oh, ahí estás! -Katherine rodeó a un grupo con su práctica sonrisa siempre en su sitio. Moviendo las manos mientras pasaba, se dirigió directa al escondite de su traviesa hija como si fuera un experto sabueso.

– ¡No! -gritó London mientras su madre se aproximaba.

– Ven aquí, corazoncito, ya son casi las diez.

– ¡Me da igual!

– Será mejor que hagas lo que te dicen -le aconsejó Zachary mirando de reojo a su madrastra.

Sabía lo que su viejo había visto en aquella joven esposa. Katherine Danvers era probablemente la mujer más sexy que Zachary había visto en toda su vida. A sus diecisiete años ya sabía lo que era el deseo sexual irrefrenable. Caliente y abrasador, podía estallar en el cuerpo de un hombre y convertir su cerebro en picadillo.

– ¡Ven aquí! -dijo Katherine, agachándose para coger a su hija. La seda de su vestido se ajustó a su trasero y sus pechos parecían a punto de saltar fuera de la pronunciada abertura de su escote.

– Yo la llevaré a la cama -se ofreció otra mujer, la niñera de London, Ginny no sé qué.

Era una mujer bajita y poco agraciada, que vestía un uniforme de color verde oliva y unos zapatos de cordones. Al lado de Katherine, aquella mujer parecía una anticuada matrona, vieja y desaliñada, a pesar de que probablemente no tendría más de treinta años, o sea que no era mucho mayor que Kat.

– No quiero irme a la cama -protestó London.

– Te estás portando muy mal. -Katherine se dio cuenta de que uno de los camareros le hacía un gesto. Suspirando, se dio la vuelta hacia su hija-. Mira, cariño, ya es casi la hora de que saquen el pastel de cumpleaños. Puedes quedarte hasta que papá apague las velas, pero luego tendrás que irte a la cama.

– ¿Podré comer un trozo de pastel?

– Por supuesto, cariño -dijo Kat, arqueando ligeramente los extremos de su boca-. Pero luego te irás con Ginny. Te hemos preparado una habitación especial para ti, al lado de la de papá y mamá, y dentro de un momento estaremos arriba contigo.

Algo más ablandada, London volvió a la fiesta y Katherine se puso de pie estirándose el vestido por las caderas, mientras Ginny seguía a la traviesa niña.

Zach imaginaba que Katherine se acercaría a la orquesta y les pediría que tocaran Cumpleaños feliz, pero ella alzó la barbilla una fracción de segundo y se quedó mirando a su hijastro. Zach era unos centímetros más alto que Kat; aun así, ella sabía cómo hacer para que él se sintiera más bajo.

– Mantente alejado de la bebida -dijo sacando la copa de champán medio enterrada y dándole vueltas con sus largos y delgados dedos.

Incluso cuando le reñía, Kat era endiabladamente sexy. Y como si fuera consciente del poder que ejercía sobre él, y sobre cualquier hombre que no estuviera ciego, arrugó dulcemente los labios a la vez que se colocaba la copa bajo la nariz.

– No queremos que nada estropee la fiesta de tu padre, ¿no es así? Si te pillan con una de estas copas en la mano, vamos a tener un problema.

– No me pillarán.

– No te creas tan listo, Zach. Te he visto bebiendo champán a hurtadillas y me imagino que no era yo la única persona que miraba en esta dirección. Cualquier otra persona podría haberte visto, incluido Jack Logan. Recuerda que trabaja en el departamento de policía. Me parece que ya os habéis encontrado antes.

Zach apretó los dientes. Un sofoco de vergüenza le subió por el cuello.

– Como te he dicho, no me van a pillar.

– Será mejor que así sea, porque si tu comportamiento te lleva de nuevo a pasar unos días en comisaría o en un reformatorio juvenil, Witt no volverá a sacarte de allí. De modo que utiliza la cabeza -concluyó ella, sonriéndole con dulzura.

Cuando Kat se alejó de allí, mezclándose con los diversos grupos de invitados, Zach se sintió furioso. Le hervía la sangre en las venas y fantaseó con echarle las manos al cuello y darle un buen escarmiento, pero no podía apartar la mirada de su culo y de la manera en que se balanceaba a través de la negra tela de seda de su vestido. Ella se movía lentamente, como si cada uno de sus pasos fuera un gesto deliberadamente sensual dirigido a hacerle sufrir. Sus tacones aplastaban los pétalos de rosa. Observando su espalda tersa, visible hasta la curva de la parte baja de su columna, suave e inmaculada, imaginó que encajaría perfectamente en el hombre adecuado.

Sintió el comienzo de una erección y se dio la vuelta para no seguir viendo aquella imagen. La mitad de las veces que la veía se decía que ella actuaba de manera intencionadamente sexual para él. La otra mitad se decía que eran cosas de su imaginación y que le parecían sexuales unos gestos completamente inocentes. Para enfriarse la sangre, apoyó la cabeza contra la ventana. El vaho nubló la parte interior del vidrio. Hacía tanto calor en la sala que se sentía sofocado y la sangre todavía se le subía a la cabeza. A los diecisiete años aún era virgen, lo cual no era un gran problema, excepto cuando tenía que pasar un rato cerca de Kat, algo que trataba de evitar.

Metiendo una mano en el bolsillo para esconder la hinchazón que crecía bajo sus pantalones, se acercó a la mesa que tenía más cerca, cogió una copa y se la bebió rápidamente sin dejar de observar a su madrastra. No parecía haberle visto. Armado con su recién hallada forma de rebeldía, se acercó hasta otra de las mesas vacías, cogió otra copa y se la bebió de un trago. Unas cuantas gotas le salpicaron la barbilla, pero no se molestó en limpiarse.

Cada vez hacía más calor en la sala y se aflojó el ¡nudo de la pajarita. Se le empezaron a sonrojar las mejillas y sintió un ligero calor en la cara. Estaba empezando a disfrutar de aquella fiesta. Perfecto. De todas maneras, él no quería estar allí, así que hacía bien en divertirse. Mientras bebía la siguiente copa sintió que una mano le agarraba del brazo. Se sobresaltó y el champán le salpicó la pechera de la camisa y la chaqueta. Los largos dedos de Kat le apretaban los músculos a través de la manga. Sus ojos estabas llenos de ira y sus gruesos labios apretados de rabia.