Él la estaba esperando. Iluminado por detrás por las luces de la cocina, avanzó por el oscuro salón y a ella se le cortó la respiración. A pesar de que ella se había hecho cínica e insensible con los años, la visión de Mario nunca había dejado de producirle una ola de ilusión que corría por su sangre.

Apareció ante ella con el pecho desnudo y los pantalones vaqueros ajustados a sus caderas.

– Llegas tarde -dijo él con aquella voz profunda que siempre conseguía que se le deshicieran los huesos.

– Tuve problemas en casa.

– Olvídalos. -Él la agarró por los hombros y cerró la puerta de un portazo tan fuerte que hizo que los goznes vibraran.

Sus brazos la rodearon y sus labios se posaron sobre los de ella, calientes, hambrientos, posesivos. Trisha se estremeció ilusionada y cerró su mente a cualquier cosa que no fuera aquel hombre vital. Necesitaba varias horas para olvidar a Adria y a London, y todo aquel maldito y sórdido asunto.

Si Adria era capaz de demostrar que ella era London, todos los sueños de Trisha se romperían en pedazos y su vida quedaría totalmente destruida.

A menos que pudiera detenerla.


Adria saltó de la cama en cuanto sonó la alarma de su despertador, a las seis de la mañana. Se sentía como si acabara de quedarse dormida, tras una noche de estar tumbada dando vueltas y preocupándose inconscientemente por si había alguien intentando abrir su puerta. Apenas había podido descansar y por su mente flotaban imágenes de ratas con enormes dentaduras, de extraños escondidos entre las sombras y de Zachary, a veces como un enemigo y otras como su amante. Una y otra vez pasaba por su mente la noche en el jeep, cuando él la había besado con una pasión animal, que la había encendido y había hecho que se derritiera como la cera. Por el miedo que sentía, porque sabía que alguien la estaba siguiendo y vigilando, porque alguien estaba intentando aterrorizarla, se sentía más unida a Zachary Danvers.

Por supuesto, aquello era ridículo. No podía desear a aquel hombre. Sus fantasías solo se debían a que aquel era el hombre más seductor que había estado a su alrededor desde hacía mucho tiempo, y por el simple hecho de que era un fruto prohibido, un hombre rudo que no podía ser suyo.

«Un fallo de carácter», se dijo, mientras se cepillaba los dientes y veía su despeinado cabello reflejado en el espejo que había encima del lavabo.

Se colocó bajo el chorro de agua caliente de la ducha y se quedó allí hasta que consiguió despertarse. Hoy era el día en que iba a dirigirse a la prensa. Se le hizo un nudo de terror en el estómago solo con pensarlo. Había deseado no tener que llegar a eso, pero había sido una estúpida. Era inevitable hablar con la prensa.

Pero lo primero era lo primero. Necesitaba encontrar una residencia permanente. Se vistió deprisa y, provista del periódico del día anterior, salió de la habitación. Al momento, se paró en seco. Cuando su mirada se topó con los inquietantes ojos grises de Zachary Danvers, sintió que el corazón se le aceleraba de tal manera que ni siquiera pudo articular una palabra. Zach todavía llevaba la ropa de la noche anterior; estaba sentado con las piernas cruzadas y su barba lucía un sombreado de varios días sin afeitarse. Se masajeó la nuca con los dedos y la saludó con una sonrisa torcida.

– Buenos días -le dijo con voz cansina, como si estuvieran acostumbrados a encontrarse cada día al amanecer.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -consiguió preguntar ella.

– Esperándote.

– ¿Por qué? -dijo ella, sintiendo una sacudida en todo el cuerpo.

– Pensé que era aconsejable que alguien se quedara vigilando. Ya sabes, para asustar a los chicos malos.

– ¿Eso hacías?

– No has tenido ningún contratiempo, ¿verdad?

– ¿Y eso ha sido gracias a ti?

– No me ha visto mucha gente -susurró él-. Solo los más madrugadores. Unos cuantos deportistas que salían a correr y varios tipos con carteras llenas de asuntos importantes. -Se desperezó, y su cuerpo pareció hacerse más alto y esbelto; luego se puso de pie y sus músculos se distendieron-. Entonces, ¿te ha molestado alguien?

– No me ha llamado nadie, pero había dejado dicho en recepción que tomaran nota de los mensajes.

– ¿Qué te parece si te invito a desayunar? › Ella lanzó una mirada en su dirección. Estaban soplos en el ascensor y la pequeña cabina parecía llenarse con su presencia. Por una vez no había en sus ojos ni una pizca de hostilidad y ella estuvo tentada de bajar |a guardia, aunque él tenía la innata habilidad de hacer que se sonrojara con cualquier pretexto. Pero lo quisiera o no, necesitaba a un amigo, un contacto en la familia, alguien que aparentara no odiarla; aunque ahora estar cerca de Zach era peligroso de una manera muy diferente.

Cuando el ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron con un susurro, Adria salió al vestíbulo y dejó escapar el suspiro que ya no podía retener más. Se paró en recepción para recoger sus mensajes. El empleado le ofreció una sonrisa artificial.

– Es usted una persona muy popular -le dijo, entregándole un fajo de ocho hojas de papel.

– ¿Qué es esto? -preguntó en voz alta mientras pasaba las hojas una a una: Mary McDonough del noticiero de la KPTV, Ellen Richards de una revista local, Robert Ellison, un periodista del Oregonian. Sintió un nudo en la garganta-. Parece que se haya escapado el gato -dijo a Zach mientras un hombre bajo y parcialmente calvo se levantaba de una silla medio oculta tras una maceta de helecho.

– ¿Es usted Adria Nash? -le preguntó con una sonrisa. A su lado, Zach se puso tenso-. Soy Barney Havoline, del Portland Weekly. -Le entregó una tarjeta de presentación que ella observó durante un instante, doblándola ligeramente por las esquinas con los dedos-. He oído que estaba usted en la ciudad y que dice ser London Danvers. ¿Es eso verdad? -Puso en marcha su magnetófono y le sonrió abiertamente como si fueran viejos amigos.

Zach se acercó un poco más a ella.

– En esencia es verdad, sí -contestó Adria con una leve sonrisa.

– ¿ Y cómo sabe usted que es la heredera de Danvers?

– Lo descubrí por mi padre.

– ¿Witt Danvers?

– No, mi padre adoptivo. Mire, señor Havoline, no sé cómo se ha enterado de que estaba en la ciudad y de dónde me alojo, pero…

– ¿Puede usted demostrar que es London?

– … pensaba dar una rueda de prensa a lo largo del día y explicarlo todo.

Él le sonrió por un instante y ella se dio cuenta de que varios clientes del hotel la estaban mirando; incluso un o de los botones se había parado delante de ella para admirar el espectáculo.

– La verdad es que sólo la entretendré un instante-insistió Havoline-. Pero tengo un par de preguntas más que hacerle.

– Le ha dicho que más tarde -le interrumpió Zach, colocándose entre Adria y el pesado periodista.

– Pero ya que estamos aquí -insistió Havoline-. Permítanme que les invite a un café o a desayunar… y ¿usted quién es? -preguntó el periodista, antes de que sus ojos se fijaran en Zach y su rostro se iluminara de repente.

– Es usted una pesadilla -dijo Zach, mirándole de una manera feroz. -Qué… -Largo de aquí.

– Zachary Danvers. -Al periodista le brillaban los ojos, como si se hubiera dado cuenta de que aquella historia tenía mucha más enjundia de lo que había pensado-. De modo que esta mujer podría ser su desaparecida…

– ¡Le he dicho que se largue!

– Todavía no, esperen. ¿Puedo hacerle unas cuantas preguntas más? -Asomándose por encima del hombro de Zach, el periodista intentó captar la mirada de Adria, pero unas manos enormes lo agarraron por las solapas de la chaqueta y lo llevaron a rastras hacia la puerta de entrada, lanzándolo más allá del puesto de periódicos-. ¡Eh, oiga, no puede usted hacerme esto! ¡Tengo mis derechos!

Zach sacó a Havoline por las puertas de cristal y lo echó a la calle.

– Le demandaré, bastardo -gritó el periodista, sacudiéndose la chaqueta, mientras una flamante furgoneta de una cadena de televisión local aparcaba delate de la puerta del hotel.

– Demonios -murmuró Zach a la vez que agarraba a Adria por el brazo. Mientras los periodistas entraban en la furgoneta, la hizo dar media vuelta y la empujó hacia el mostrador de recepción.

– Tenemos que salir de aquí -le dijo al recepcionista, quien había estado observando toda la escena-. Supongo que habrá una puerta de servicio o algo por el estilo para que no tengamos que montar una escena aquí, en el vestíbulo.

– No sé…

Otra furgoneta de una cadena rival aparcó ante el hotel y de ella empezaron a bajar varios periodistas que se dirigían hacia la puerta de entrada.

– ¡Pues haga algo! -le ordenó Zach al recepcionista y este llamó al guarda de segundad.

– Escolta a estas personas para que puedan salir y llama a Bill para que suba a encargarse de los demás.

– ¡Por aquí! -El guarda, un fornido negro con cara de haber visto de todo, les condujo hacia la parte de atrás del vestíbulo y les hizo pasar por varias puertas dobles hasta llegar a la cocina.

Detrás de ellos se oía un tumulto de voces excitadas que aumentaba de volumen y Adria se dejó conducir agradecida hacia las puertas de acero de un ascensor. No estaba preparada para la prensa. Todavía no. Necesitaba tiempo para redactar su declaración, tiempo para estar lista para contestar todas las preguntas y todas las acusaciones que sin duda le iban a caer encima.

Al cabo de unos minutos ya estaban en la calle y recorrían a pie el corto camino que les separaba del hotel Danvers, donde se había apostado otro grupo de periodistas. Agarrándola con firmeza, Zach la guió desde la entrada privada del aparcamiento, por un laberinto de pasillos, hacia el garaje donde estaba aparcado su jeep.

– ¿Adonde vamos?

– ¿Importa eso? -preguntó él, poniendo en marcha el motor y saliendo del estrecho aparcamiento.

– Creo que tengo derecho a saberlo.

– Tú sola te has metido en este lío. Si quieres, te puedo dejar aquí para que te coman las pirañas.

– Yo no he llamado a la prensa.

– Lo que tú digas. -Zach arrimó el morro de su jeep hacia la salida del aparcamiento.

– ¿No me crees? -preguntó ella decepcionada mientras salían a toda velocidad del aparcamiento y se unían al denso tráfico que atascaba las calles de la ciudad.

– No -admitió él, mirando en su dirección-. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que no te he creído ni una sola palabra desde que apareciste por esta ciudad.

18

Su rostro era una máscara de calma resuelta. Su barbilla estaba levantada con determinación y sus profundos ojos azules se movían de la cara de un periodista a la de otro. Mientras en el cielo se formaban nubes que amenazaban lluvia y el viento frío agitaba las ramas sin hojas de los árboles, Adria estaba de pie en un leve repecho del parque dirigiéndose a la multitud de periodistas. Sus mejillas, azotadas por el frío glacial, estaban sonrosadas, su sonrisa era sincera y Zach pensó que quizá se había pasado años hablando en público en la universidad.

Hasta aquí, aquella rueda de prensa apresuradamente concertada había ido bien, y además de los periodistas, varios paseantes se habían parado a escuchar su potente voz.

– …por eso estoy aquí. Para descubrir la verdad. Para descubrir por mí misma si realmente soy la hija de Witt y Katherine Danvers.

Tenía seis micrófonos pegados a la cara mientras los reporteros no dejaban de tomar fotografías y de filmarla. El viento mecía sus cabellos haciéndolos caer sobre, su cara, el tráfico seguía fluyendo con su ruido de motores, las mangas de regadío seguían lanzando chorros de agua y los frenos hidráulicos de los camiones chirriaban como telón de fondo.

Un periodista prepotente, de labios delgados y nariz puntiaguda, le preguntó:

– ¿Tiene usted alguna prueba, aparte de la cinta de vídeo de su padre adoptivo, de que es usted London Danvers?

– No, la verdad es que no…

– ¿Y eso no le parece poco? Las cintas caseras de vídeo son hoy en día algo muy usual. Cualquiera podría preparar un montaje como este.

Los ojos de Zach se quedaron mirando a aquel hombre y tuvo que agarrarse las dos manos con fuerza solo para estar seguro de que no iba a emprenderla a puñetazos con aquel desgraciado.

– No es un montaje -replicó Adria con firmeza.

– Usted piensa que no. Pero no lo sabe. No tiene usted ni idea de cuáles fueron los motivos que tuvo su padre adoptivo para filmar eso.

Una mujer pelirroja con voz profunda preguntó:

– ¿Qué fue de Ginny Slade?

– Ojalá lo supiera.

– ¿Por qué no pidió un rescate?

– Tampoco lo sé -dijo Adria, mientras pasaba rugiendo un camión que hizo que las palomas de la plaza alzaran el vuelo dejando tras de sí un rastro de plumas azuladas.