El hijo igual que el padre.
Locos los dos.
Iba siendo hora de hacer algo. Algo permanente. Pero antes… un susto.
El asesino de Katherine sonrió y apagó el televisor.
¡Flash!
En un destello de futuro le llegó una imagen de Adria, la pretendiente, tumbada sobre un charco de su propia sangre, con los huesos rotos, el cuello y la cabeza doblados en un ángulo imposible. Con los ojos mirando ciegos hacia arriba.
Incluso en su muerte podría sentirse orgullosa de parecerse a la mujer que afirmaba que había sido su madre.
Sonó el interfono.
– Ya sé que ha dicho que no le molesten, señor Danvers -dijo la secretaria de Jason, Francés, en su más anodino tono de voz-, pero tiene a su hermano por la línea dos, e insiste en hablar con usted ahora mismo. He intentado explicarle que no se podía poner…
– Está bien, hablaré con él.
Jason cruzó la alfombra de color verde bosque y descolgó el teléfono. La voz de Nelson parecía agitada y fuera de sí.
– Canal dos. Las noticias. -Sonó un clic que daba a entender que había colgado.
Como la soga de un verdugo, un nudo se apretó en la garganta de Jason. Cogió el mando a distancia y, apuntando hacia el televisor que estaba en la otra esquina de su oficina, presionó el conmutador mientras con un mal presentimiento colgaba el teléfono. El televisor se puso en funcionamiento. Y Jason se quedó mirando el programa, viendo hechos realidad sus peores presentimientos. Lo había hecho. Adria Nash había dado su maldita rueda de prensa en medio de un parque y, a su lado, unas veces a la vista de las cámaras y otras no, estaba Zach. Maldita mosca en el culo ese Zach. Su mandíbula estaba oscurecida por una incipiente barba y sus ojos eran fríos y de una expresión indescifrable. Vestía ropas arrugadas y tenía el aspecto de un maldito vaquero, pero no parecía importarle la imagen que estaba dando ante las cámaras.
Jason maldijo en voz alta. Empezó a sentir un tic en su ojo izquierdo mientras seguía mirando la pantalla paralizado.
Dios, qué hermosa era aquella mujer. Estaba de pie, erguida, con su salvaje cabellera negra ondeando al viento y mirando a la cámara con sus claros ojos azules; se parecía tanto a Katherine que Jason apenas podía respirar. Recordó la sensual sonrisa de Kat, su risa burlona, la picara luz de su mirada. Al principio solo había tenido ojos para Zach, incluso cuando este no era más que un chiquillo, pero más tarde, cuando Zach desapareció de la familia, después de que Witt pillara a su hijo rebelde en la cama con ella, en el rancho, las cosas cambiaron. Al final, Kat había acabado por fijarse en Jason.
Al principio había empezado poco a poco. Una sonrisa. Un pestañeo. Un chiste travieso. Un dedo acariciando la base de su nuca, que se había quedado allí un segundo más de la cuenta. Las largas ausencias de Witt en viajes de negocios ya no le molestaban, todo lo contrario.
La primera vez había sido una fría noche de invierno con el viento aullando sobre el tejado. Se había ido la luz, y Jason y Kat se habían quedado solos en casa. Ella había fingido que tenía miedo y él la había rodeado con sus brazos para consolarla y darle calor. Cuando ella había alzado la cara hacia él, a Jason le había parecido lo más natural del mundo besarla, acariciarla, quitarle la ropa y hacerla suya como un potro salvaje haría suya la hembra de otro. Ella era indomable y su pasión había estado contenida durante años de represión.
Después de aquella primera noche juntos, se habían acostado de vez en cuando, experimentando con drogas, poniéndose a tono con coca, marihuana y sexo. Incluso pensando ahora en ella se sentía excitado como no se había sentido durante años. Su mujer, Nicole, era y siempre había sido, frígida. Kim era una pequeña preciosidad, desesperada por complacerle, deseosa de hacer realidad cualquiera de sus fantasías, pero nunca dejaba de presionarle para que pidiera el divorcio y jamás había poseído aquella sexualidad salvaje, aquella primitiva lujuria sexual que hacía que Kat fuera un caso aparte entre sus otras amantes. Mientras que Kat disfrutaba del sexo, Kim intentaba por todos los medios aparentar que estaba disfrutando. Aunque ella habría hecho cualquier cosa que él le hubiera pedido, las respuestas de Kim siempre le parecían forzadas e inhibidas.
Ninguna había podido igualar la salvaje ninfomanía y el narcisismo de Katherine LaRouche Danvers.
Y aquella Adria -fuera quien demonios fuese- se parecía tanto a Kat que llegaba a darle miedo… y a excitarlo.
Allí estaba, contestando a las preguntas y sonriendo, por el amor de Dios, manejando diestramente a la muchedumbre. Jason apoyó la cadera contra el escritorio. Ya se había dado cuenta de que Adria Nash era un enemigo al que no tenía que menospreciar. No se la podía tomar a la ligera. Y no lo iba a hacer. Se había dado cuenta desde el primer momento en que la había visto. Pero no se iba a salir con la suya. La iba a detener antes de que pudiera reclamar un solo céntimo del dinero de los Danvers. Por un momento se le pasó por la cabeza qué tal sería en la cama. ¿Cargada de sexualidad como Kat o acomodaticiamente desapasionada como Kim?
Frunció el entrecejo al recordar a su amante y sus cada día más molestas exigencias. No podía divorciarse de Nicole. No quería. Su mujer, aunque era una bayeta flácida en la cama, era astuta. Se había casado con él por la mitad de lo que él tenía, que, eso esperaba, pronto sería la fortuna más grande de Portland. Tenía que encontrar la manera de mantener tranquila a Kim… y también de enfrentarse a Adria Nash.
Con los ojos entornados, observó el final del programa, en el que los dos presentadores especulaban con la posibilidad de que la heredera desaparecida hubiera vuelto para reclamar su fortuna, y luego sintió que se le encogía el estómago mientras por la pantalla pasaban unas antiguas imágenes de la noche en que London fue secuestrada. Se le revolvieron las entrañas al ver a su padre y a Kat, y entre ellos una foto de la pequeña London. Utilizando la tecnología informática, habían hecho un montaje del aspecto que podría tener aquella niña ahora, y sus rasgos no distaban mucho de los Adria. Sintió una punzada como de plomo que se le clavaba en la espalda.
Pero ¡era imposible que ella pudiera ser London! Era condenadamente imposible.
Apagó el televisor y el interfono volvió a sonar.
– Lo siento, señor Danvers, lo siento de veras, pero el señor Sweeny insiste en que usted quiere hablar con él. He intentado convencerle de que está usted ocupado, pero me ha contestado de una manera grosera…
– Está bien, Francés, hablaré con él.
– Línea dos de nuevo.
– De acuerdo. -A Jason le empezaban a sudar las manos. Se soltó los tirantes para recibir las noticias de Sweeny-. Jason Danvers.
– Me dijiste que te llamara cuando estuviera en Memphis y aquí estoy -dijo Sweeny con una voz que sonaba engreída.
– ¿Has encontrado a Bobby Slade?
– He encontrado un montón de cosas sobre él. Robert E. Lee Slade parece ser un apellido o algo así. No ha sido fácil, pero ya tengo la lista de los primeros candidatos.
– Pues asegúrate de que das con el que buscamos.
– Eso es pan comido. Ah, por cierto, creo que deberías saber que tu Adria ha estado ocupada.
– ¿Ah sí? -Los dedos de Jason se apretaron alrededor del auricular.
– Sí. He descubierto a través de un empleado de los Polidori que allí es todo un acontecimiento. El viejo piensa que la podrá utilizar si es London, porque, como posiblemente tú ya sabes, está interesado en comprar un buen pedazo de Danvers International.
– Venga ya -dijo Jason, apretando los dientes. -Bueno, eso es lo que dice. Y además, el joven Polidori parece estar muy interesado en ella.
– ¿Mario?
– Hum, puede que sea un asunto turbio, ¿no crees? Tu hermana todavía lo sigue viendo.
– Lo sé -gruñó Jason. Trisha nunca aprendería.
– Tienes una familia muy divertida, Danvers. Te volveré a llamar cuando tenga algo más. Clic.
– ¡Espera! -dijo Jason a la vez que aquel baboso detective colgaba el teléfono.
Las informaciones de Sweeny solían ser de fiar, y si había conseguido tener un informador entre los empleados de Polidori, para Jason el dinero que gastaba ya había estado bien empleado. Pero quería saber más. Mucho más.
La soga que sentía alrededor de la garganta se apretó un poco más.
Mirando su reloj, frunció el entrecejo y agarró el maletín que tenía sobre el escritorio. En la sala de recepción, Francés estaba hablando por teléfono. Cuando se dirigía hacia los ascensores, ella le detuvo.
– Es Guy, de Seguridad -le dijo, manteniendo el teléfono en alto-. Parece ser que tenemos un asedio de periodistas, que están esperando abajo para hablar con usted o con alguien de la familia Danvers. Y estos -dijo, mostrándole un montón de mensajes- son de periodistas y columnistas de todo el país. -Alzó las cejas por detrás de los cristales ahumados de sus gafas-. ¿Ha aparecido otra nueva?
– Sí, y una muy convincente -dijo Jason incapaz de ocultar su irritación.
– Vaya por Dios. -Sus pequeños labios se curvaron en medio de su cara carnosa. Francés Boothe daría su vida por Danvers International-. Bueno, Guy dice que debería intentar no pasar por el vestíbulo.
– De acuerdo -dijo él, lanzándole una sonrisa de «no te preocupes»-. No creo que esperen que me escape por el tejado. ¿Alguna cosa más?
– La señorita Monticello ha llamado dos veces. Ha dicho que la llame.
Los dedos de Jason se apretaron alrededor del asa de su maletín al oír mencionar a Kim. No podía quedarse quieta ni un momento; tampoco le haría daño esperar a que él la llamara. Ahora que Adria había hablado con la prensa, Kim era un asunto que podía esperar. Con el ceño fruncido, avanzó por el pasillo junto a dos vicepresidentes. Los dos le iban hablando a la vez, dos aduladores que se preocupaban más de Danvers International que de sus familias. Se las apañó para responder como un autómata, mientras llegaba hasta el ascensor que le llevaría al helipuerto que había en la azotea.
El aparato le estaba esperando y Jason se alegró de oír el zumbido de las hélices que le apartarían de cualquier conversación durante los próximos cinco minutos. Mientras el helicóptero se elevaba, él miró abajo, hacia la ciudad, y tuvo la premonición de que se avecinaba un desastre. Tiempo atrás, había estado convencido de que llegaría a ser el príncipe heredero de Portland. Ahora, por culpa de Adria Nash, ya no estaba tan seguro.
Iba siendo hora de demostrarle a la señorita Nash en qué aprieto se había metido. Y se trataba de un verdadero aprieto.
Zach se quedó observando a Adria. Estaba sentada en el rincón más apartado del jeep, mirando hacia fuera a través de la ventanilla, pero, eso imaginaba él, no podría ver nada más que los coches que pasaban a su lado. Actuaba como si no estuviera allí, con él, pero Zach no podía olvidar lo cerca de ella que estaba. Siempre que se encontraba a su lado, sus instintos parecían ponerse en guardia y sus nervios se tensaban como si fueran cuerdas de arco.
El labio inferior le sobresalía levemente y golpeaba impaciente con los dedos sobre una pierna. Llevaba el pelo suelto y revuelto por el viento, y sobre uno de los hombros le caía un mechón de rizos rebeldes. Observó la curva de sus pechos a través de la chaqueta y se preguntó si su parecido con Kat acabaría en la cara o continuaría también debajo de la ropa. Enfadado consigo mismo por aquel pensamiento, encendió las luces y salió del aparcamiento del restaurante, en donde no había podido apartar la vista ni un segundo de la hermosa curva de sus mejillas, del precioso hoyuelo que se le formaba cuando sonreía, de la suave columna de su cuello y de la redondez de sus pechos.
Había sido un día muy duro, intentando acallar la sensación de volver a ser de nuevo un adolescente impaciente por el sexo. Pero lo que sentía por ella era algo más que una simple atracción sexual; en ella, su mente era tan atractiva como todo lo demás.
Adria había ofrecido una entrevista tras otra y, aunque Zach lo desaprobaba, no había dicho absolutamente nada ni había hecho un solo gesto para intentar detenerla. Se había quedado en las sombras, viendo cómo ella manejaba diestramente las preguntas de los periodistas, aunque era imposible que no hubiera notado las insinuaciones al respecto de que no era más que una vulgar cazadora de fortunas, que pretendía apropiarse del dinero de un hombre muerto. Había sabido mantener la calma e incluso introducir cierto humor en la situación. Desde el punto de vista del público de lectores de periódicos y de los telespectadores, Adria Nash iba a tener un buen aspecto -endemoniadamente bueno- y si la familia Danvers no la aceptaba como una mujer honesta en busca de la verdad, iba a acabar teniendo un montón de problemas con la opinión pública.
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