Ella no intentó detenerle para que no llamara a la policía. Él tenía razón; lo sabía. Len Barry no estaba de servicio, pero otro detective, Celia Stinson, llegó y se hizo cargo de sellar la habitación y llamar a una brigada de investigación. Al oficial de seguridad del hotel no le hizo demasiada gracia, pero a Stinson no le importó lo más mínimo y continuó dando órdenes, tomando notas y escuchando lo que Adria y Zach tenían que contarle. Luego, tras escuchar la historia de los anónimos y de la rata muerta, y observando por ella misma la magnitud de la depravación del asaltante, aconsejó a Adria que se marchara de allí. Enseguida.

– Y no me refiero solo a que baje al vestíbulo -dijo ella, mirando el espejo roto, la fotografía y la sangre, mientras un fotógrafo tomaba instantáneas de la escena, otro agente buscaba huellas dactilares y un tercero inspeccionaba cuidadosamente la alfombra-. Este depravado habla en serio. Y es peligroso. Váyase a otro hotel. Preferiblemente lejos de aquí.

Adria hizo una declaración y, a petición de la detective, le dio una lista de la gente que ella creía que podía estar tratando de aterrorizarla. Muchos de ellos eran miembros de la familia Danvers.

¿Quién estaba intentando aterrorizarla?

¿Jason?

¿Trisha?

¿Nelson?

¿Alguien a quien ella no conocía? Alguien que tenía miedo de que ella fuera realmente London Danvers.

Adria se quedó mirando a Zach y rezó para que al menos él no formara parte de todo aquello… no, seguramente él no. Su miedo y su preocupación parecían demasiado sinceros.

Pero ¿quién? ¿Quién podía estar tan desesperado? ¿Tan determinado? ¿Y ser tan retorcido?

Por el rabillo del ojo, Adria pudo ver su reflejo en el espejo roto y manchado de sangre, y estuvo a punto de parársele el corazón. Tenía el pelo revuelto, estaba pálida y su imagen se veía distorsionada.

Durante unos segundos, Adria sintió como si le hubieran ofrecido una imagen de su futuro, como si estuviera siendo testigo de su propia muerte.

19

Un infierno.

Eso era lo que habían sido los últimos tres días: un infierno.

De momento la policía no había descubierto al criminal que estaba aterrorizando a Adria. En la escena del crimen, en el hotel Orion, no habían encontrado ni huellas dactilares ni ninguna otra evidencia. Zach había, pasado casi todo su tiempo con Adria, incluso peleándose con el circo de periodistas que había provocado sus declaraciones, o escapando con ella de los periodistas y corriendo hasta su hotel en Estacada, a kilómetros de la ciudad. Él había cogido una habitación al lado de la de ella y había insistido para que la puerta que comunicaba ambos dormitorios permaneciera siempre abierta por si ella necesitaba ayuda. Desde entonces, cada noche se había pasado horas mirando aquella puerta y pensando en ella, en lo cálida e inocente que debería de verse con su pelo suelto rodeando su rostro, con sus negros rizos cayendo sobre sus sonrosadas mejillas y sus pechos visibles bajo el extremo de las sábanas. Aquella imagen casi le había hecho perder la cabeza.

Una vez incluso había llegado a abrir la puerta para observarla mientras dormía. La luz de la luna entraba por la ventana y ella había suspirado con los labios dulcemente entreabiertos, mientras se daba la vuelta en la cama. Sus párpados se habían abierto por un momento y él se había quedado quieto como una estatua, pero ella no había llegado a despertarse y él había conseguido de alguna forma reunir fuerzas para volver a su habitación. No había podido dormir en toda la noche, apretando los dientes y pasando buena parte de la noche tomando más duchas frías de lo que le hubiera gustado admitir.

Por ahora, parecía que nadie había descubierto dónde se alojaban. Él no se lo había dicho a nadie y, a menos que ella abriera su seductora boca, estaría a salvo. Ella había hablado de buscar un alojamiento más permanente, pero había conseguido convencerla de que era importante que tuvieran movilidad, por si aquel loco la volvía a encontrar y tenían que salir huyendo de nuevo.


Ahora, mientras miraba al otro lado de la mesa de una pequeña taberna en medio de ninguna parte, donde él esperaba que nadie pudiera reconocerla, ella le sonreía con un leve destello pícaro en los ojos.

– Eres un paranoico -le acusó ella, hablándole por encima de su plato de sopa de almejas.

El bar, donde los cacahuetes, las palomitas y las galletas saladas eran gratis, estaba lleno de personas vestidas con ropa de trabajo y en la televisión daban un partido de baloncesto. Por el alboroto de la gente, parecía que el Portland Traid Blazers estaba ganando.

– Es un rasgo familiar -dijo él, dejando a un lado su plato-. ¿Crees que se puede formar parte del clan familiar si no lo eres?

– Supongo que no -dijo ella con una sonrisa guasona que le tocó la fibra sensible. Demonios, estaba empezando a estar loco por aquella mujer.

Ella pareció sentirse de repente culpable, como si le hubiera estado ocultando algo.

– He recibido una llamada telefónica -admitió ella.

El esperó a que le contara el resto, pero pensó que ella podría pasarse horas, incluso días, deliberando si debería o no confiarle aquel secreto.

– ¿Quién te ha llamado? -preguntó él cuando ya se le había acabado la paciencia. Sintió que los pliegues de los extremos de su boca descendían.

– Mario Polidori.

– ¿Sabe él que estás aquí? -La sonrisa de Zach desapareció y su rostro se convirtió en una piedra.

– Probablemente ya lo sabe un montón de gente -señaló ella, apuntándole con el mango de la cuchara-. Tu familia me tiene vigilada, de eso estoy segura. Y posiblemente ellos no son los únicos. Con todo ese alboroto que se ha montado en los medios de comunicación…

– ¡Cielos! -En su cabeza algo se agitó y sintió un retortijón en las entrañas; un signo claro de que esperaba problemas. Casi nunca había sentido aquello sin que al poco tiempo hubiera tenido que enfrentarse con algún tipo de problema. ¿Por qué no se lo había dicho antes? Deberían mudarse a cualquier otro lugar, quizá a las montañas, o a la playa. A algún lugar seguro-. ¿Te ha llamado alguien más?

– Solo Polidori -dijo ella, negando con la cabeza y haciendo que su rizada cabellera le rozara los hombros.

– ¿Qué quería?

– Obviamente, hablar conmigo.

Ella dejó caer su cuchara en el cuenco vacío. ¿Debería contar a Zach la oferta que le habían hecho los Polidori? Lo estuvo pensando, pero prefirió mantener la boca cerrada. ¿Qué podía ganar con eso? Decirle que la familia italiana estaba intentando comprar varios negocios de Danvers International solo serviría para hacer que se pusiera más furioso y receloso de lo que ya lo estaba. Y ella no tenía por qué ser la diana de su mal humor. Y, además, ya que no tenía ninguna intención de vender a los Polidori ni el hotel ni ningún otro negocio familiar, en caso de que demostrara que ella era London, no valía la pena que le comentara nada.

– Mantente alejada de él -le advirtió Zach.

– ¿Porqué?

– Es mala sangre.

– Oh, no me metas a mí en esa vieja enemistad familiar.

Alguien puso en la gramola una balada country que empezó a elevarse por el aire cargado de humo.

– Esa enemistad existe, Adria. Y yo tengo las cicatrices que lo demuestran.

La mirada de ella se dirigió a la delgada línea que cruzaba un lado de su cara. Apenas era visible, pero parecía servirle como un continuo recordatorio. No había duda de que él todavía estaba convencido de que el ataque que había sufrido en el Orion lo había orquestado la familia Polidori.

En la zona del bar se escuchó un alboroto de aprobación de los clientes que estaban viendo el partido de baloncesto. La sala se llenó de gritos y silbidos, apagando la voz del comentarista y la música. Los Blazer debían de haber metido otra canasta.

– Por qué no me cuentas los detalles de esa enemistad familiar -le sugirió ella una vez que se calmó el alboroto y un borracho ofreció una ronda a todos-. Y luego decidiré si quiero o no reunirme con Mario.

– La enemistad -dijo él, sintiéndose reticente a hablar de aquello.

– Ya conozco una parte de la historia.

– Hubiera apostado a que así era.

– Venga, Zach, cuéntame.

Se la quedó mirando pensativamente e hizo girar su alargada botella de Henry's entre las palmas de las manos. Alzó las cejas y luego arrugó el entrecejo.

– Bueno, ¿por qué no? De todas formas estoy seguro de que ya conocerás los detalles más sangrientos. Ha estado ahí desde siempre, desde que yo era niño. Nunca he conocido un… odio tan intenso entre dos familias. Posiblemente ya habrás leído muchas cosas al respecto -dijo él, y ella asintió con la cabeza prefiriendo no mencionar a María Santiago.

La camarera llegó con una nueva cerveza para Zach. Cuando hubo retirado las botellas, los vasos vacíos, los platos y los cuencos, y dejado la cuenta sobre la mesa, se marchó balanceando precariamente su pesado cuerpo. Entonces Zach siguió contándole la historia de los Polidori y los Danvers. Su versión era más o menos la misma que ella había escuchado antes.

– Y eso es todo -concluyó él, frunciendo el entrecejo.

Se bebió parte de la cerveza, dejó la botella medio llena en la mesa y pagó la cuenta. Salieron a la calle. La noche era fría pero clara, y millones de estrellas centelleaban en un suave cielo de ébano. Altos abetos se erguían como viejos centinelas alrededor de la taberna y el sonido de un riachuelo brincando entre oscuras piedras rasgaba el silencio de la noche.

Cuando ella subió al coche se sentía sin defensas. Le gustaba estar con Zach y se sorprendía del hecho de que apenas acababan de conocerse… ¿o no era así? Una parte de ella se sentía como si lo conociera de toda la vida.

Él condujo entre las estribaciones de las montañas, por un sinuoso camino que seguía el curso del río Clackamas. Detuvo el coche en una zona en que la calzada era más ancha y la ayudó a bajar por un camino que llegaba hasta la orilla del agua. En medio de la oscuridad, ella podía oler el agua clara mezclada con el aroma de la tierra húmeda y los abetos, y sentía la fuerza del río en su camino a través de las colinas.

Una brisa fría descendía por el cañón como si siguiera el curso del río y Adria notó el aliento de él sobre su rostro. Empezó a sentir frío y se abrazó para calentarse. Zach se quitó la chaqueta vaquera y se la echó a ella sobre los hombros sin siquiera llegar a rozarla con los dedos.

– Creo que te gustará ver esto -dijo él como si necesitara una razón para convencerse a sí mismo-. Cuando veo las cosas oscuras o difíciles, suelo pasar un rato donde el poder de la naturaleza es más fuerte. A veces me ayuda a aclararme. Si estoy cerca de la costa, camino por la playa observando las grandes olas. Si estoy en el rancho, cabalgo por las montañas, entre las ensenadas que llevan hasta el río Deschutes y, si estoy en la ciudad, bueno, normalmente vengo hasta aquí.

– ¿Sólo? -preguntó ella y su sonrisa brilló en la oscuridad.

– Siempre.

Un pájaro nocturno cantó lastimeramente y pareció que el bosque de ancianos árboles se cerraba alrededor de ellos, separando el resto del mundo de aquella corriente de agua.

– Me estabas hablando de la enemistad familiar -añadió ella y pudo ver que la tensión volvía a sus duras facciones.

– Es algo que pasa de generación en generación, ¿no es así? El viejo Witt, el gran hombre que intentas demostrar que fue tu padre, era tan cruel y testarudo como su padre. Witt estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de preservar la fortuna y el nombre de los Danvers.

– No te caía bien.

– En absoluto -admitió Zach.

– Pero ¿le respetabas?

– Odiaba a aquel hijo de perra. -Zach se quedó mirando el río, y Adria pudo ver que sus rasgos, severos y fuertes, se teñían con un vestigio de remordimiento a la pálida luz de la luna.

– ¿Qué me dices de tu madre?

Él resopló, apretando los labios pensativamente.

– Eunice… ella es un poco… complicada -dijo él como si estuviera sopesando sus palabras-. Dice una cosa y hace otra.

Adria había oído la historia de Eunice Patricia Prescott Danvers Smythe. Cuando era joven, Eunice había sido la mejor elección de Witt Danvers como esposa. Además de pertenecer a una familia rica, tenía su propia fortuna, algo de inteligencia y un porte majestuoso, a pesar de que se rumoreaba que, desgraciadamente, solía pensar por sí misma. Algunas personas habrían dicho de ella que era consentida, desdeñosa y despreciativa. Se sabía que Witt había tenido otras mujeres en su vida, especialmente cuando era joven, y María, la criada, admitía que los líos de faldas de Witt eran algo que se comentaba por toda la ciudad y que habían llegado a los oídos de Eunice. Aunque le había dado dos hijos, un muchacho y una chica, Witt no se sentía satisfecho con su testaruda mujer y pasaba muchas noches fuera.