– Pero…

– Donde yo crecí, Mario, uno se lo piensa antes de saltar. Y una cosa te puedo decir: no tengo planes de vender o cambiar nada en Danvers International. De hecho, a menos que vea que existe alguna flagrante incompetencia, es probable que no haga ningún cambio significativo.

– Eso me sorprende -dijo, él sorbiendo pensativamente su bebida y escrutándola con sus negros ojos.

– Creo en lo que dice el viejo refrán: «si no está roto, no hace falta que lo arregles» -dijo ella, recordando los largos y cálidos veranos pasados bajo el cegador sol de Montana y las muchas veces que su padre le había dicho esas mismas palabras.

Su padre. El hombre que la había educado, quien tan a menudo le había echado un brazo sobre el hombro en un gesto de ternura solo reservado para ella. Ahora le echaba de menos y sabía que, incluso aunque demostrara que Witt Danvers era el hombre que la había engendrado, Victor Nash siempre sería su padre.

– Háblame de ti -le sugirió Mario, pero Adria solo le contestó con una sonrisa.

– Es aburrido. De verdad. Crecí en una granja en Montana. Trabajaba toda la semana, iba a la iglesia los domingos. Fin de la historia.

– Dudo que eso sea todo -dijo él picaramente.

– ¿Por qué no me hablas tú de ti y de tu familia? Seguro que es una historia mucho más interesante que transportar heno y hacer mermelada.

– Me estás tomando el pelo.

– No. Estoy realmente interesada en saberlo -dijo ella-. Venga. ¿Qué tal era eso de crecer siendo hijo de Anthony Polidori?

Mario le ofreció una amplia sonrisa y sus negros ojos brillaron.

– Era un infierno -dijo él burlonamente-. Criados, chóferes, dos casas en Portland, un apartamento en Hawai y una villa en México. Ningún niño ha podido sufrir tanto como yo.

Adria no tuvo más remedio que reírse.

Luego él le contó historias más interesantes acerca de colegios católicos privados y monjas con temperamento agrio, y de largas reglas que estaban siempre listas para golpear las palmas de las manos de los niños que no estaban lo suficientemente convencidos de su fe. También le habló de su madre, que había muerto muy joven, probablemente a causa de la decepción de tener que enfrentarse a un marido y un hijo tan cabezotas. Y al final le habló de sus propios altercados con su padre.

– Pero ahora parecéis muy unidos -observó Adria.

– Yo era joven. Rebelde. Cachondo -dijo él, encogiéndose de hombros-. Ya sabes a lo que me refiero…

– ¿Lo sé?

– Tu turno, Adria. Háblame de ti.

Mirando fijamente sus negros ojos, ella observó un repentino brillo de perspicacia. No importaba lo que sintiera por él, aquel hombre estaba intentando seducirla.

– ¿Por qué querías reunirte conmigo?

– Está el asunto de los negocios de Danvers International -dijo él, divertido por lo rápido que ella había captado sus intenciones. Obviamente, a él le gustaban los retos-. Pero también tenía ganas de verte para conocerte mejor. -Tomó un trago de su bebida, frunció el ceño y le añadió azúcar.

– De acuerdo, pero vamos a dejar una cosa clara -dijo ella-. No soy una bocazas. -Ella no confiaba en él, pero sabía que podría sonsacarle algunas informaciones sobre la familia Danvers que podían ser útiles para su causa.

– Lo creo. -Hizo un gesto a la camarera y le indicó que deseaba otra ronda-. Y creo que los dos podemos aprender muchas cosas el uno del otro. -Su sonrisa era abiertamente seductora.


Trisha observaba desde las sombras del callejón que había al otro lado de la calle. Vio a Mario con Adria y sintió que los celos la embargaban. Furiosa, pensó en las muchas cosas que había dejado por él, en lo mucho que lo había amado, en lo mucho que habían compartido y sufrido juntos. Obviamente, todo aquello no significaba nada para él.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se preciaba a sí misma por su fuerza exterior, por su habilidad para esconder el dolor que nunca demostraba, ni siquiera cuando tomaba drogas y alcohol.

Con manos temblorosas, encendió un cigarrillo e inhaló el humo con fruición. Hacía muchos años que debería haber acabado su relación con Mario, pero nunca había sido capaz de olvidarlo por completo. Siempre que pensaba que ya lo había superado, que estaba fuera de su influencia, él la había llamado, o le había enviado una flor, y ella había vuelto corriendo a sus brazos abiertos. Incluso durante el breve tiempo que duró su matrimonio, había estado viéndose a escondidas con Mario, mintiendo a su marido, engañándole, poniéndole los cuernos porque no podía controlar su más arraigado vicio: Mario Polidori.

Cuando conoció a Mario, ella no era más que una adolescente y verlo a escondidas de su padre había sido para Trisha algo excitante. Él la había introducido en el vino y la marihuana y, a cambio, ella le había entregado su virginidad en el asiento trasero del Cadillac Eldorado de su padre. Su interés por las artes había empezado a desvanecerse y ella se había saltado muchas clases solo para encontrarse con él en el río, en una habitación alquilada por horas, en la granja de su padre o en cualquier lugar en el que pudieran sentirse libres, y reírse de la pesadez de sus padres y de sus locas enemistades familiares.

El nudo que sentía en la garganta se hizo más duro mientras miraba a través de las cortinas del bar irlandés. Mario echaba la cabeza hacia atrás y sus dientes brillaban mientras sonreía. A Trisha se le encogió el estómago y sus manos se cerraron en puños de furia. No debería quedarse ahí para ver cómo la humillaba con otra mujer, con la farsante que afirmaba ser London.

Al pensar en su hermanastra, Trisha se sintió enferma. Perder a Mario por alguien que pretendía ser London era demasiado duro para ella. London, la persona que había conseguido acaparar la atención de toda la familia; la guapa de la familia. London, la princesa, el tesoro de la familia Danvers.

Sintiendo náuseas, Trisha se alejó de la maldita ventana y se dirigió hacia su coche. Las lágrimas le caían sin poder detenerlas y se juró que Mario iba a pagar muy cara aquella bofetada en plena cara. Pisó el cigarrillo en la oscura acera y corrió hacia su coche tratando de borrar de su mente la imagen de Mario riendo y bromeando, compartiendo una bebida y una sonrisa con aquella impostora.

No había duda de que estaba tratando de seducir a Adria. Mario se creía un gran amante y Trisha realmente no podía negar sus habilidades en la cama. Desgraciadamente, su apetito era insaciable y jamás le había sido fiel a ella, ni siquiera cuando se había quedado embarazada. Recordaba aquella noche con una claridad desgarradora.


Un día, finalmente se había atrevido a contarle lo del niño después de hacer el amor en un motel cercano al aeropuerto.

Su cuerpo todavía estaba mojado de sudor y ella estaba fuertemente abrazada a Mario, paseando sus dedos por los fuertes músculos de los brazos de él.

– Tengo que contarte un secreto -dijo ella mientras él se incorporaba para coger un paquete de Winston.

– ¿Ah, sí? -El rascó una cerilla, encendió el cigarrillo y dejó escapar el humo por el resquicio de la boca. Sonriéndole, le preguntó-: ¿De qué se trata?

– Es algo especial.

– Oh, vaya.

– Vas a ser padre.

Silencio. Un silencio mortal.

– En septiembre -le soltó deprisa mientras las cejas de él se juntaban y echaba el humo por la nariz.

Luego él sonrió -con un gesto irresistible y engreído- y ella se dio cuenta de que todo iba a ir bien.

– ¿Padre? ¿Yo? Caramba. -Sus palabras sonaban sarcásticas mientras se reía. Dándole una palmada en el trasero desnudo, Mario añadió-: Ha sido un chiste muy bueno, Trisha, has estado a punto de convencerme de que estás embarazada.

Se le tensó la espalda y sintió que las lágrimas empezaban a agolpársele en los ojos. Ella había imaginado que -en cuanto le contara lo del niño- él sonreiría, la abrazaría y caería a sus pies prometiéndole que se casaría con ella. Siempre había sido lo bastante estúpida como para creer que su amor -y ese niño, ese precioso niño- pondría punto final a la horrible enemistad que existía entre sus dos familias. Que el amor podría más que el odio.

– Estás bromeando, ¿no es verdad? -dijo él al ver las lágrimas que aparecían en los extremos de sus ojos.

– Voy a tener un niño, Mario -dijo ella enfadada mientras saltaba de la cama y se ponía el suéter-. Nuestro hijo.

Él se la quedó mirando durante un largo instante con el cigarrillo colgando de los labios y la ceniza a punto de caerle encima.

– No…

– ¡Es verdad! ¡Lo quieras o no, vamos a ser padres!

– Oh, Trisha, ¿cómo has podido hacerme esto? -susurró él con su moreno rostro completamente pálido. Se pasó las manos por la cabeza, como si así intentara borrar toda aquella conversación.

– No lo he hecho yo. Lo hemos hecho nosotros.

– Pero ¿estás segura?

– Me he hecho la prueba en una clínica.

– Mierda. -Se dio media vuelta en el colchón y se agarró la cabeza con las manos-. ¿Cómo ha podido pasar esto?

– Ya sabes cómo ha pasado.

– No podía habernos sucedido en peor momento. Mi viejo…

– Por el amor de Dios, Mario, no es algo que yo haya planeado. Perdona si es un inconveniente para ti -dijo ella, sintiéndose hundida por dentro. La habitación tembló mientras un avión cruzaba el cielo por encima de ellos y Trisha sintió que se ahogaba.

Arrojando su cigarrillo en el cenicero, él se la quedó mirando fijamente. Como si se hubiera dado cuenta finalmente de lo destrozada que estaba ella, abrió los brazos y le hizo un gesto para que se metiera de nuevo en la cama con él.

– Venga, Trisha. Esto no es el fin del mundo.

– Es un milagro -dijo ella, defendiendo a su hijo todavía no nacido-. Un milagro.

– Claro que lo es.

Ella no le creía y las lágrimas amenazaban con invadirla de nuevo.

– No te veo demasiado contento.

– Por supuesto que lo estoy -dijo él, aunque su voz sonaba triste-. Yo… estoy un poco sorprendido, eso es todo. Demonios, no son noticias que se reciban cada día. -Golpeó el colchón con una mano y ella se sentó en el borde de la manchada cama. Sus brazos fuertes la rodearon y ella quiso volver a creerle, a creer en su amor. Su aliento cálido y con aroma de tabaco le acarició la oreja-. ¿Quieres tener a ese… ese niño?

– ¿Acaso tú no?

– Oh, claro, claro.

Ella se relajó un poco, aunque hubiera deseado notar algo más de convicción en sus palabras.

– Supongo que ahora llega la parte en la que debería pedirte que te casaras conmigo, ¿no es así?

– Supongo que eso sería lo apropiado -dijo ella, intentando refrenar las lágrimas.

– Sí, bueno… lo apropiado. En fin, yo. Bueno, sí, te lo voy a pedir. Trisha, ¿quieres casarte conmigo?

– Por supuesto que quiero -le prometió ella, rodeándole el cuello con los brazos y cayendo sobre la cama con él-. Te amo, Mario. Siempre te he amado y te amaré hasta el día que me muera.

– Esa es mi chica -dijo él, besándola y acariciándole la cabeza como si fuera una niña.


Dos semanas más tarde, los dos habían comunicado la noticia a sus padres y ambos, Witt y Anthony, se habían subido por las paredes.

Según Mario, Anthony había dicho que su hijo era un tonto de remate y le había prohibido volver a ver a Trisha. Si Mario quería enamorarse y casarse, siempre estaba la hermosa Lanza que vivía en su mismo barrio; y si quería ser un imbécil y dejar a alguien más embarazada, era mejor que se hiciera mirar la cabeza. Ya era hora de que dejara de pensar con la polla y de que empezara a entrar en razón. Anthony había pedido a su hijo que no volviera a ver nunca más a Trisha y este había estado de acuerdo.

Pero luego Mario había roto aquella promesa. A la semana siguiente Mario le había contado a Trisha la discusión con su padre. A Trisha le había parecido que Mario estaba ligeramente más relajado.

Witt estaba trabajando en su estudio cuando supo la noticia y no había sido menos contundente que el padre de Mario. Cuando Trisha le había comunicado la noticia a su padre, Witt se había puesto rojo de ira y se había dejado llevar por una rabia tan profunda que ella había llegado a temer por su vida.

– Nunca te casarás con Polidori -le había asegurado Witt, rodeando el escritorio y lanzando a la pared un antiguo jarrón que se había roto en mil pedazos.

– ¡No me puedes detener! -Ella podía ser tan testaruda como su padre.

– Eres menor de edad, Trisha. ¡Tienes dieciséis años, por el amor de Dios! Podría llegar a demandar a ese bastardo por violación.

– Él me ama, papá. Y quiere casarse conmigo.

– Tendrá que pasar por encima de mi cadáver -insistió Witt-. Esto es un golpe bajo, pero todavía nos podemos encargar del asunto. Aún estamos a tiempo.