– ¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerle esto?

– Usted es la mujer que afirma ser London Danvers, ¿no es así?

– ¿ Es usted alérgica a algún medicamento?

– ¿Pudo verle la cara a su asaltante o alguna marca que pueda identificarlo?

– ¿Tiene usted algún seguro médico?

– ¿Ha presentado alguna denuncia en el Departamento de Policía de Portland por anteriores ataques? ¿Cuál es el nombre del detective que se hizo cargo del caso?

– ¿Le duele aquí?

– ¿Puede decirme a qué hora salió del restaurante y a qué hora llegó al motel?

– ¿Este hombre es su marido?

Adria cerró los ojos. La noche la rodeaba como un remolino, y parecía que la policía estaba de acuerdo con ella en que podía estar envuelto en el asunto algún miembro de la familia Danvers, aunque también se había especulado que se tratara de algún tipo chalado, alguien que hubiera estado siguiendo durante años la historia de London Danvers.

Adria había intentado responder a todas las preguntas que le habían hecho. Había conseguido contestar con una débil sonrisa a las bromas de los detectives, pero cuando el médico de urgencias los había dejado marchar, y Zach la había llevado hasta el coche envuelta en una manta, ella se había hundido. A pesar de que no tenía ningún hueso roto y había conseguido parar buena parte de los golpes, tenía todo el cuerpo dolorido.

La mayor parte del camino de vuelta al hotel lo habían pasado en silencio, envueltos cada uno de ellos en sus respectivos pensamientos, hasta que Zach giró la última curva hacia el Fir Glen Motel y vio allí a los periodistas.

– Bravo -murmuró él, apretando los dientes.

– Parece que de repente me he vuelto popular.

– Demasiado popular.

En lugar de detenerse y tener que enfrentarse con la prensa, agarró el volante y dio media vuelta en redondo al jeep, tomando la carretera en dirección este. El camino era empinado y rodeaba las montañas de cumbres nevadas que empezaban a ser bañadas por los primeros rayos del sol.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella, mientras se subía la manta hasta la barbilla e intentaba ponerse cómoda, aunque realmente no le importaba. Tenía ganas de dejar de correr, de acabar con aquella investigación, de acallar las preguntas que asaltaban su mente.

– A mi casa.

– ¿Tu casa? -repitió ella mientras miraba fijamente por la ventanilla. El jeep subía la pendiente a ritmo constante. Las cimas nevadas de las inmensas Cascade Mountains se alzaban a lo lejos-. No sabía que tuvieras una casa.

Él le lanzó una mirada dura y pertinaz, pero impregnada de preocupación.

– Vamos al rancho.

– ¿A Bend? -dijo ella, meneando la cabeza, antes de aspirar el aire entre los dientes y estremecerse de dolor a causa del movimiento-. No puedo ir allí.

– ¿Por qué no?

– Está demasiado lejos. Tengo que ver a varias personas. Tengo citas en Portland. Entrevistas y citas con abogados.

– Podrán esperar -predijo él con voz severa.

Zach había estado callado durante la mayoría de las entrevistas, pero desde que ella le explicara lo que había pasado, cómo había regresado de su cita con Polidori y había sido atacada en el motel, había empezado a crecer en él un profundo desaliento.

– No, Zach, de verdad, no puedo…

– Han estado a punto de matarte esta noche -le soltó él, agarrándole la muñeca con su fuerte mano. Conduciendo con la otra, mantuvo uno de los ojos en la carretera que serpenteaba entre las laderas de las montañas-. Puede que tú no te lo quieras tomar en serio, pero yo sí. Quienquiera que te haya enviado estos avisos se ha quedado muy cerca del límite, y si te hubiera golpeado un poco más fuerte, o en un lugar diferente, ahora mismo no estaríamos manteniendo esta conversación.

Sintiendo un repentino escalofrío, ella intentó soltarse de su mano, pero Zach la tenía fuertemente agarrada. -Pero yo no puedo…

– Por supuesto que puedes. Has podido esperar casi veinte años para descubrir la verdad… creo que puedes esperar unos cuantos días más. Por favor, Adria, date un respiro para ponerte de nuevo en forma.

Ella quería discutirle, decirle que él no podía manejar su vida, pero no era capaz de encontrar las palabras. Y estaba asustada. Más asustada de lo que jamás lo había estado en toda su vida.

– Pero se trata solo de algo temporal, ¿de acuerdo? Una lenta y provocativa sonrisa se formó en medio de su oscura cara sin afeitar.

– No pienso secuestrarte, si es a eso a lo que te refieres.

Nerviosa, ella se pasó la lengua por los labios.

– Eso quería decir -dijo ella.

– Podrás ir y venir cuanto te plazca.

– Pero mi coche…

– Mandaré a alguien a buscar todas tus cosas. Incluido ese montón de chatarra al que llamas coche… después de que lo haya revisado un mecánico. -Está perfecto -protestó ella. -Está en las últimas. -Por favor, necesito un coche… -Haré que te lo lleven allí. En un par de días. Entretanto, hay montones de vehículos en el rancho: coches, camionetas, hasta tenemos un tractor, por si te sientes desesperada.

– Muy divertido.

– Eso me parece -dijo él, pero la risa no llegó a reflejarse en sus ojos-. Vamos, Adria, date unos días de descanso.

Ella se sintió impresionada por su amabilidad y se preguntó durante un segundo si su preocupación sería verdadera o si tan solo estaba haciendo su trabajo, protegiéndola y manteniéndola alejada de los problemas.

– Tú… bueno… no tienes por qué hacer esto, ¿lo sabes?

Él le soltó la muñeca y agarró el volante con ambas manos. En su frente aparecieron arrugas de preocupación.

– Por supuesto que sí.

No añadió que tenía pensado pegarse a ella como la cola, que temía por su vida, que se sentía enfermo de culpabilidad por no haber hecho caso a sus instintos, cuando sabía -él lo sabía- que no debería haberla dejado que se alejara de su vista.

El sol, saliendo sobre las escarpadas montañas cubiertas de nieve, lanzaba sus dorados rayos sobre el valle. Zach puso en marcha la radio y miró hacia el asiento del acompañante del jeep, donde Adria, envuelta en la manta, descansaba la cabeza contra la ventanilla y respiraba a ritmo constante, como si estuviera a punto de caer exhausta en un sueño reparador.

Bien. Apretó el pedal del acelerador y el jeep se lanzó hacia delante. Tenía las mandíbulas tan fuertemente apretadas que las sentía duras como el granito y se juró en silencio que, si algún día llegaba a encontrar a quien le había hecho aquello a Adria, mataría a aquel bastardo con sus propias manos.

21

– ¡Idiota! ¿Qué pensabas que estabas haciendo? -Anthony Polidori tenía ganas de golpear con el bastón a su hijo en la cabeza.

No había vuelto a pegarle desde que este le anunciara, años atrás, que había dejado embarazada a la chica de los Danvers, pero en aquel momento se merecía una paliza, una buena dosis de realidad; le hubiera dado de puntapiés. Apretando las mandíbulas, Anthony clavó su bastón en la blanda tierra del jardín.

– Solo la estaba tanteando…

– Debería haberlo supuesto. Ese es tu problema. Las mujeres. Cualquier mujer. Por el amor de Dios, mantente alejado de ella… ¡no haces más que causarme problemas!

Anthony se preguntó qué había hecho para merecerse un hijo tan estúpido. Rígido, cruzó el jardín e intentó no dar rienda suelta a aquel enfado que lo había mantenido despierto toda la noche desde que sonó el teléfono y habló con el informante que estaba vigilando a la señorita Nash. Sabía que podía haber problemas y había intentado anticiparse a ellos.

Se acercó a la pista de tenis, donde había pasado tantas horas jugando con su único hijo. Ahora la hierba y los dientes de león crecían entre el agrietado cemento de la pista. Un alto rosal salvaje, que no había sido podado en años, ascendía por la valla enredándose en el enrejado. Dios bendito, ¡cómo había pasado el tiempo! ¿Acaso lo había perdido empeñado en alimentar a esa odiosa bestia llamada «enemistad familiar»? ¿Habría perdido el sentido de la realidad? Recordó los años en que había esperado que su hijo creciera y se convirtiera en un sagaz nombre de negocios, un líder capaz de manejar los muchos negocios que su propio padre le había pasado a él, y que él esperaba que heredara su hijo, pero Mario nunca había estado demasiado interesado por los negocios. Había sido un atleta, y ya desde que iba al colegio se había dado cuenta de que tenía evidentes lagunas cerebrales… o de disciplina. Ese era el problema: el chico -bueno, ahora ya un hombre- solo tenía materia gris si sabía cómo utilizarla o si quería aplicarla a algo. Pero no quería. Aparte de un pequeño negocio de inversiones en bolsa que había dirigido durante algún tiempo, Mario no había trabajado ni un solo día de su vida. Guapo según los estándares de Hollywood, experto jugando al tenis y en la práctica del esquí, Mano no había visto ninguna razón para estudiar y aprender algo; sus resultados en la escuela solo podían calificarse de pobres, pero había hecho carrera con las chicas. Todas las chicas. Incluida Trisha Danvers.

Cuando Trisha se quedó embarazada -lo cual posiblemente no había sido más que una estratagema de aquella guarra para atrapar a Mario y hacerle la vida imposible a su padre-, Anthony se había enfurecido con su hijo, pero le había echado la culpa a la poca sensatez que este había demostrado en su juventud. Pero esto… esa manera de cortejar a esa Nash era estar buscando -no, mendigando- problemas, especialmente desde el momento en que la chica había sido atacada la noche anterior. Ya se le había pasado a Mario la edad en la que Anthony podía disculpar sus estupideces, achacándolas a su insensatez juvenil.

– La policía ya ha estado aquí, haciendo preguntas; y ¿a que no adivinas de quién he recibido una llamada? ¿Recuerdas a Jack Logan, el capitán de la policía hoy retirado? Era sargento detective cuando secuestraron a la pequeña de los Danvers. Parece ser que aún sigue trabajando para la familia Danvers y está más que contento de empezar a investigarnos de nuevo -dijo Anthony, dejando escapar un profundo suspiro.

Mario parecía sereno. No mostraba signos exteriores de remordimientos.

– ¿Cómo voy a saber yo quién la atacó? Por Dios, papá, ¡no tengo ni idea! ¿Cómo iba a saberlo? -Sus oscuras cejas se alzaron-. ¡No rne digas que uno de tus hombres está detrás de esto!

– ¡Por supuesto que no! -contestó Anthony y sintió un punzante dolor en el pecho, el mismo que sentía siempre que se veía sometido a un gran estrés. Respiró profundamente, tratando de calmarse, e ignoró la irritante molestia-. Estamos negociando con ella, ¿no es así?

El labio superior de Mario sobresalió pensativamente y luego negó con la cabeza.

– Aparentemente no. Afirma no estar interesada.

– Pero lo estará, si sabemos hacerle ver que merece la pena. -Anthony estaba seguro de sí mismo. Ya había jugado antes a ese juego. Muchas veces. Y siempre había ganado-. Pero debemos actuar con precaución -dijo, gesticulando con las manos-. Tenemos que poner de nuestra parte un poco de decoro, y ser cautos y pacientes para no pillarnos los dedos.

– ¿Adonde quieres llegar? Ella ya sabe lo que queremos. Tú mismo le dijiste que estabas interesado en el hotel. Yo no me he pillado los dedos.

– ¿No?

Echaron a andar por el camino que conducía desde el jardín de rosas hasta la parte de atrás de la casa. Mario mantuvo la puerta abierta para que pasara su padre, quien -ahora que se había calmado y ya podía respirar mejor- subió por la escalera. Se sentó en su butaca habitual, echó un poco de azúcar en su café y lanzó la edición matinal del Oregonian sobre el plato de Mario. El periódico aterrizó doblado encima de las rodajas de pomelo cuidadosamente peladas.

– ¡Pero qué…!

Mario se calló cuando vio la foto de un motel barato y al lado una pequeña fotografía de Adria. Incluso en blanco y negro era hermosa; las oscuras líneas de su rostro y sus enormes ojos le hicieron recordar que la deseaba.

– ¡Léelo! -le ordenó Anthony mientras golpeaba la servilleta sobre su regazo y esperaba impaciente a que la camarera le trajera el zumo y el café-. Encontrarás tu nombre en el tercer párrafo, creo. Una tal detective Stanton vendrá esta mañana para tomarte declaración. Pertenece al Departamento de Policía de Portland y está encargada del caso, porque la señorita Nash parece haber recibido ya varios anónimos desagradables. -Removió el café con la cucharilla.

Los ojos de Mario se convirtieron en una delgada línea de desaprobación mientras leía el artículo y se daba cuenta de que él había sido la última persona que había estado con Adria antes de que fuera asaltada.

– Esto no es más que una suposición bien fundamentada -dijo Anthony, sacando la cucharilla y acercándose la taza de café a los labios-. Pero creo que es probable que aparezcas también en las noticias de la tele de la mañana.