Los ojos de Zach adoptaron el color del sílex, sus cejas estaban apretadas juntas con un gesto de decepción, aunque ella no sabía si estaba irritado con ella, consigo mismo, con su familia o con el mundo en general. Estaban lo suficientemente cerca para llegar a tocarse, pero él se acercó aún más, avanzando hacia ella con una expresión súbitamente dura y cruel. Cuando la sombra de él cruzó por su cara, sus dedos se curvaron sobre las solapas de su gastada chaqueta de piel.
– ¿Ya no recuerdas que alguien ha tratado de matarte? -le preguntó él con un susurro ronco-. Fue hace menos de cuarenta y ocho horas.
– No puedo salir corriendo asustada. -Pero su respiración era rápida y entrecortada. El olor a café, cuero y colonia masculina la envolvió.
Él le dio una leve sacudida mirándola con ojos furiosos.
– ¿Recuerdas qué se siente cuando a uno lo muelen a golpes?
– Por supuesto -contestó ella, palideciendo.
– ¿Por qué crees tú que lo hizo?
– Yo… no lo sé.
– Yo tampoco, pero ese tipo aún está por ahí, y me parece que no se va a dar por vencido fácilmente.
– Ni yo tampoco.
– De acuerdo -dijo él, acercando su cara lo suficiente como para que ella pudiera llegar a ver unas estrías oscuras en sus ojos grises-. Hablemos de las sábanas, las de tu cama en el motel. ¿Les echaste un vistazo?
Ella tragó saliva con dificultad, pero no se dejó llevar por el impulso de dar un paso atrás. Sus dedos tiraban de ella con más fuerza.
– Estaban hechas trizas, como si un animal furioso, con dientes de veinte centímetros como afiladas cuchillas, las hubiera estado destrozando con maniático frenesí, sin poder detenerse.
Él tiró de las solapas de ella, haciendo que se pusiera de puntillas y acercándose hasta que sus narices casi se tocaron.
– Mientras estabas allí tirada, ¿no se te ocurrió leer el mensaje que te dejaron en el espejo? ¿Qué es lo que ponía?
– Eso no impor…
– ¿Qué ponía? -repitió él, alzando la voz.
– Algo sobre…
– No «algo sobre»… Ponía: «Muerte a la puta». Bastante claro, diría yo. De hecho, jodidamente claro. ¿No sabes qué tipo de psicópata es capaz de hacer una cosa así, sin olvidar lo que hizo con tus bragas? ¿Y si tu atacante hubiera utilizado esa cuchilla contigo en lugar de con las sábanas?
– Yo… no tengo ganas de pensar en eso.
– Bien, pues yo tampoco, pero me obligo a hacerlo, porque esto todavía no ha acabado.
Ella levantó la barbilla y se quedó mirando unos ojos que brillaban con determinación.
– No puedo salir huyendo sin más, Zachary. Yo empecé con esto y yo lo terminaré.
– También puedes esperar hasta que esto acabe contigo -gruñó él y se quedó mirando su boca de una manera que la hizo sentir que se deshacía como la gelatina. Con la misma rapidez con que la había agarrado por las solapas, la soltó y ella estuvo a punto de caerse cuando sus talones tocaron de nuevo el suelo.
Adria se sintió decepcionada cuando él volvió a alejarse de ella.
– Tal y como yo lo veo, no tienes otra opción más que quedarte quieta por un tiempo, al menos hasta que la policía atrape a ese tipo o hasta que la historia se olvide. Por el momento, eres un objetivo, no solo para el psicópata que te atacó, sino para cualquier otro loco que tenga ganas de pasar un rato divertido y que su nombre salga en la prensa. La persona con la que te estás enfrentando no es nada amable, Adria. De manera que no te muevas. -Él se la quedó mirando durante unos silenciosos y tensos segundos, y luego maldijo en voz alta y se encaminó hacia los establos.
Con el corazón latiéndole con fuerza, ella corrió hasta ponerse a su lado. Aprisionó el miedo que él había hecho salir a la superficie de su mente y se dijo que debía ignorar el mensaje erótico que parecía irradiar de sus ojos.
– No pienso dejar que nadie, ni tú ni nadie que se dedique a desgarrar ropa de cama, me intimide -insistió ella.
– Pues entonces es que no eres tan lista como yo había supuesto -dijo él, abriendo la puerta y entrando en el establo. La puerta debería haberse cerrado de un golpe detrás de él, pero ella la agarró y, apretando los puños con determinación, le siguió hasta el interior.
Varios caballos relincharon. Sus botas resonaron en el gastado suelo de tablas de madera y los olores a caballo y estiércol, aceite y cuero, heno y polvo se mezclaron e invadieron sus fosas nasales, haciéndole recordar la granja que había dejado atrás para llevar a cabo su investigación aquí, ¡en este maldito lugar! Tocó un áspero poste de abeto que sostenía el techo, en el que una lámpara de queroseno deslustrada, oxidada y cubierta de telarañas empezó a tambalearse.
Zach recorrió la longitud del edificio y abrió con los hombros una puerta al otro extremo del mismo. Las viejas bisagras chirriaron y él desapareció tras la puerta. Ella pensó si debería seguirle, pero supuso que era mejor dejarlo correr y se quedó observando a los caballos, acariciando cada uno de los curiosos y suaves hocicos que se asomaban en dirección a ella, sintiendo los calientes chorros de aliento contra las palmas de sus manos.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué estaba intentando demostrar? Debería volver a la casa, y dejar allí a Zach y su mal humor. Mejor todavía, debería tomar prestada su maldita camioneta y volver a Portland, donde se escondían las respuestas a su vida.
Pero se no se movió de allí, con la excusa de que sus heridas eran una razón para seguir alejada de la civilización, a solas con un hombre que le había arrebatado el corazón. Durante años había sabido dominarse y dominar sus emociones, pero con Zach había bajado la guardia, dejándose cuidar de buena gana por… oh, Dios…
Sus pasos resonaron por la vieja construcción y ella miró en aquella dirección descaradamente. Lanzando una sola mirada fugaz en su dirección, Zach sacó una silla de montar, una brida y una manta, y abrió de una patada la puerta del primer pesebre, en el que estaba atado un alto y esbelto potro de pelo oscuro. El caballo relinchó y meneó su gran cabeza, pero Zach se las apañó para esquivar el golpe y le colocó la brida. Con voluntad de hierro ganó la batalla entre el hombre y la bestia.
Adria supuso que estaba acostumbrado a ganar; que era un hombre que sabía lo que quería de la vida y siempre iba a por ello. Más o menos como Witt Danvers. Su padre. Y el padre de ella.
Zach echó la manta sobre el lomo del caballo, le colocó la silla de montar encima y apretó las cinchas. Estaba concentrado en lo que hacía, como si se hubiera olvidado de ella. El silencio, aparte de por el ruido de los caballos que se movían en sus pesebres, era ensordecedor.
– ¿Vas a cabalgar?
– ¿No lo parece? -dijo él.
– ¿Adonde?
La pregunta cayó de sus labios. Él miró por encima de su hombro y sus miradas se cruzaron en la penumbra del establo. Sus ojos estaban sombríos y todavía reflejaban una furia silenciosa. Durante un instante él le mantuvo la mirada y ella sintió que le faltaba el aire.
– ¿Porqué?
Ella levantó un hombro, pero no se movió. Él la estaba mirando de una manera tan intensa que ella sintió como si la estuviera desnudando con aquella dura mirada, quitándole la ropa prenda a prenda. Apenas podía respirar y el corazón le latía desbocado.
Sus ojos bajaron hasta la base de su cuello, donde su pulso estaba palpitando de forma insistente. Cuando la volvió a tocar con la mirada, ella sintió un latigazo de pura seducción.
– ¿Quieres venir? -le sugirió él con una voz tan baja que apenas se podía oír por encima del ruido de los relinchos y de las pezuñas de los caballos repicando contra el suelo.
«Oh, Dios» Casi incapaz de respirar, ella metió el dedo en una cuerda que estaba atada alrededor de un poste. El corazón se le salía del pecho. Se quedó mirando aquellos intensos y cálidos ojos, y sintió que se le deshacían las piernas.
– ¿Cómo?
– ¿Quieres que cabalguemos juntos? -repitió él lentamente, dejando que el doble sentido quedara suspendido en el aire que los separaba.
Ella no podía pensar y apenas podía respirar. -¿Y bien? -preguntó él-. ¿Te encuentras en forma? ¿O todavía estás demasiado dolorida por la paliza?
Ninguna paliza le iba a impedir hacer lo que quería hacer. Ella inclinó la cabeza sin apartar la vista de sus ojos oscuros. La estaba mirando con tanta fuerza que apenas podía tomar aire. Se pasó la lengua por los labios, que de repente se le habían quedado resecos, y oyó el viento que soplaba por entre las gastadas vigas.
– Creo que sí -dijo ella con una voz tan sin aliento que apenas pudo reconocer como suya.
– ¿Estás segura? -Una ceja oscura se alzó dubitativa en el rostro de Zach, y luego enganchó un pulgar en la hebilla de su cinturón, con los otros dedos apuntando hacia su bragueta-. Puede que sea una cabalgada muy dura.
Ella sintió las rodillas tan blandas como si fueran de goma y tuvo que apoyar la cadera contra la puerta del pesebre para no caerse.
– Lo sé.
– Puede que sea peligrosa.
Adria tragó saliva con dificultad y sintió una gota de sudor que descendía por entre sus pechos.
– No tengo miedo -dijo ella, aunque solo fuera para convencerse a sí misma. Su corazón iba al galope y su mente daba vueltas alrededor de imágenes eróticas.
– Entonces estás loca, Adria -dijo Zach, maldiciendo entre dientes. Chasqueando la lengua, sacó el caballo del pesebre y lo llevó hacia la puerta trasera del establo.
Adria, sintiéndose como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies, salió detrás de él. Había estado jugando con ella, poniéndola a prueba, y sintió que una nueva rabia profunda corría por sus venas.
– ¡Espera un momento! -le gritó Adria mientras él saltaba sobre la silla.
Él la ignoró y golpeó los flancos del caballo con los talones. El animal empezó a moverse y empezó a correr.
– ¡Espera, Zach, por favor…! -gritó ella con todas sus fuerzas.
Él tiró de las riendas. El caballo se detuvo y dio media vuelta. Los ojos de Zach centelleaban como un chisporroteo de hoguera en medio de una noche negra y sus labios estaban apretados con furia. Un vaquero rudo, dispuesto a hacer las cosas a su manera.
– Seguro que no quieres esto -dijo él con las fosas nasales dilatándose y el rostro duro como una roca.
– ¡Tú no sabes qué es lo que quiero!
– Claro que lo sé. Lo único que quieres… lo que siempre has querido, es meter las manos en el dinero de la familia. Pues bien, eso no va a pasar por mí.
El viento estaba empezando a soplar con fuerza y hacía que el cabello se le fuera a la cara rozándole las mejillas.
– No se trata de eso, y tú lo sabes. ¿Por qué no me dices a qué le tienes tanto miedo?
– ¿Miedo?
– Exactamente. Sales corriendo asustado por algo que no tiene nada que ver con lo que pasó la otra noche en el hotel.
Su boca se curvó en una sonrisa de desaprobación. -¿Tan obvio es de qué tengo miedo? -Se quedó mirándola como si pudiera desnudarle el alma con los ojos. Con un silbido hizo que el caballo diera media vuelta y se echó hacia delante en la silla. El animal salió galopando sobre la hierba seca, dejando tras él una nube de polvo rojo, y ella se quedó allí, sola.
Adria se apoyó en el muro exterior del establo. Cerrando los ojos echó la cabeza hacia atrás y sintió la presión de los tablones de cedro rugoso contra sus hombros. Apretó los puños enfurecida contra la madera y varias astillas se clavaron en sus desnudos nudillos.
«No tengas miedo, Zach.» Aquel hombre era tan endemoniadamente exasperante e incluso así… ¡Oh, Dios!…, aun así sentía que estaba empezando a enamorarse de él.
«¡No puedes hacerlo!» Pero no puedo detenerme a mí misma. «¡Él estaba enamorado de Kat!» Eso fue hace mucho tiempo. «¡Es tu hermano!» Eso no lo sé. No estoy segura. «¡Pero no puedes permitirte correr ese riesgo! ¡No ahora que está en juego todo aquello por lo que has estado luchando!» ¡Es cierto!
«Él tiene razón -se dijo furiosa consigo misma-. Eres una estúpida.» Se separó de la pared y se dirigió hacia la casa. Tenía la intención de dejarlo correr, de encontrar una manera de escapar de allí, de poner tanta distancia entre su cuerpo y el de él como le fuera posible. Podía tomar prestado el jeep o la furgoneta, o llamar a alguien para que viniera a buscarla…
O podía salir corriendo tras él. Un coyote aulló en la distancia y el sol se ocultó detrás de una nube. Sus pasos dudaron durante un instante antes de que se diera cuenta de que no podía dejar las cosas así. Darse medía vuelta y hacer ver que no pasaba nada no iba con su naturaleza, y había llegado ya demasiado lejos, había sufrido ya demasiadas luchas emocionales para echarse ahora a un lado y dejarlo correr.
Dirigiéndose de nuevo hacia el establo, decidió tentar a la suerte. Abrió la puerta de un golpe. Sus piernas se movían solas, sus botas resonaban sobre el gastado suelo de madera de camino al almacén de los arreos. Encontró una brida y volvió al establo. Una yegua de pelo negro sacó la nariz por encima de la puerta de su pesebre y Adria no se lo pensó dos veces. Colocó la brida en la cabeza del animal y a continuación, ignorando el persistente dolor que sentía por todo el cuerpo, sacó al animal del establo. La yegua se puso al trote; Zach ya casi se había perdido de vista, no era más que un punto en el horizonte, pero Adria no pensaba dejarlo escapar. Se apretó al lomo del animal, se echó hacia delante y chasqueó la lengua.
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