Adria se sintió enferma.
– Así que si vosotros dos habéis estado flirteando, será mejor que recordéis que sois parientes más cercanos de lo que podíais imaginar.
– ¡Cállate, Trisha!
– Es enfermizo, Zach. Evidentemente enfermizo.
– Vamonos… -dijo Zach, empujando a Adria hacia el extremo del banco.
– Seguro que a la prensa le encantaría hacerse eco de esta pequeña novedad -dijo Trisha-. Me puedo imaginar lo que podrían decir al respecto de este… bueno, incesto es una palabra muy fea. Puede ser un asunto complicado -añadió antes de extraer otro cigarrillo del paquete que tenía abierto sobre la mesa.
– Haz algo por el estilo y te juro que te romperé el cuello -le advirtió Zach.
– Seguro que lo harías. Por favor, Zach, deja de ponerte melodramático. No va con tu carácter.
– Ponme a prueba -le conminó-. Aunque yo en tú lugar no lo haría.
Adria no podía seguir allí ni un minuto más. Tenía que marcharse, intentar pensar, respirar aire fresco, poner distancia entre ella y todas aquellas horribles y contradictorias emociones. Se levantó del banco, casi sin poder mantenerse en pie. Empezó a correr, atravesando la alfombra, cruzando las puertas, pasando el vestíbulo y saliendo afuera, a la noche. La lluvia que caía desde el cielo salpicando la calle era engullida por los desagües. La gente iba por las aceras con paraguas, con los cuellos de los abrigos levantados contra el viento, mientras avanzaban depnsa, de esquina a esquina, bajo la brillante luz de las farolas.
Adria siguió corriendo a lo largo de la calle, atravesando el tráfico sin hacer caso a los cláxones que sonaban a su alrededor, sintiendo las frías gotas que caían sobre su pelo y descendían por su rostro, para meterse por el cuello de su chaqueta. Le dolía todo el cuerpo, notaba que el corazón se le salía del pecho y se sentía tan sola y tan alejada del mundo como nunca antes se había sentido en su vida. ¡Oh, Dios!, ¿cómo había llegado a confiar en él? ¿Cómo había llegado a acariciarlo, a hacer el amor con él? La ciudad era empalagosa; y la noche era tan negra como la verdad acerca de la familia Danvers.
– ¡Adria! -La voz de Zach resonó desde algún lugar detrás de ella, y Adria estuvo a punto de caer sobre un hombre que se había sentado en un bordillo con las piernas sobresaliendo hacia la acera.
– ¿Le sobra una moneda? -le pidió el hombre, mientras ella seguía corriendo hacia delante, a ciegas, hacia un destino desconocido, lejos de la rabia, del dolor, del error fatal de amar al hombre equivocado.
Desde sus ojos empezaron a caer lágrimas, que se mezclaban con la lluvia que resbalaba por sus mejillas. ¿Por qué había venido a Portland? ¿Por qué? ¿Qué importancia tenía ser o no ser London?
– ¡Espera! ¡Adria!
Él se estaba acercando; ella ya podía oír las suelas de sus zapatos salpicando contra el pavimento mojado, mientras trataba de mover las piernas más rápido. «¡Corre, corre, corre! Márchate. Vuelve a donde perteneces, Adria Nash. Abandona ese sueño de ser London Danvers. ¡Aléjate de Zachary para siempre!»
En el paso de peatones, Adria se detuvo de golpe, con un pie ya en la calzada, ante un semáforo en rojo.
Un coche pasó velozmente a su lado, casi rozándole la pierna y levantando una cortina de agua que la empapó de medio cuerpo para abajo.
Los brazos de Zach la rodearon y ella gritó.
– ¡No!
– Tranquila, todo va a ir bien -dijo él, apretándola contra él y haciéndola subir de nuevo a la acera; la dejó que se desahogara llorando y sollozando. Ella gemía como un animal herido, apretándose a él como una posesa, abandonándose a la rabia que la consumía.
Varias personas se pararon a mirar y luego siguieron su camino andando deprisa.
– Adria, por favor, cálmate… Todo va a ir bien. No pasa nada.
– ¿Cómo puedes decir eso? -chilló ella desconsolada mientras la lluvia seguía cayendo sobre sus mejillas-. ¡Nada va a ir bien!
Pero el olor de Zach, la sensación de su cálido cuerpo presionando contra el de ella y la húmeda y suave tela de su chaqueta rozándole las mejillas la calmaba. Sollozando, con el corazón destrozado, ella se agarró a las solapas de su chaqueta mientras él la conducía hacia el hotel, bajo la luz de las farolas, besándola en la cabeza y prometiéndole que todo se iba a arreglar.
– Yo no quería que pasara esto -dijo ella con un hablar entrecortado, dejando escapar sollozos que le salían del alma-. Yo no quería enamorarme de ti.
– Lo sé, calla.
– Y ahora… ahora.
Y entonces él la besó, silenciando los labios de ella con los suyos. Sus labios tenían gusto a lágrimas dulces y a lluvia, y cuando ella lo miró a los ojos pudo ver en ellos un tormento tan profundo como el suyo, una angustia igual de desgarradora que la suya.
Su negro cabello estaba empapado y lacio, y se le pegaba a la cara. Zach se separó de ella y susurró su nombre con la voz rota.
Si al menos pudieran escapar a algún lugar donde la verdad, la prensa y la familia Danvers nunca los pudieran encontrar. Ella vio cómo su garganta tragaba saliva.
– Vamos -dijo él de repente.
– ¿Adonde…?
Sus labios se apretaron peligrosamente mientras se dirigía con ella de nuevo hacia el hotel.
– Tenemos que ir a San Francisco. Esto todavía no ha acabado.
Mientras se acercaban a la casa situada en Nob Hill, San Francisco, los nervios de Adria estaban tan tensos como cuerdas de piano. Después de haber pasado la noche en el aeropuerto de Portland, habían tomado el primer avión a la zona de la bahía. En la terminal del aeropuerto, Zach había alquilado un coche y había reservado dos habitaciones separadas en un hotel, pero con una puerta que las comunicaba. Como antes. Solo que esta vez ella sabía que ya no sería capaz de estar con él de nuevo; nunca podría volver a recorrer con su dedo la cicatriz que tenía en la cara, ni volvería a tocar sus masculinos pezones erectos y el mullido vello de su pecho.
Nunca más volvería a hacer el amor con él.
Cielos, se volvía loca solo por estar a su lado.
De alguna manera, completamente exhausta, Adria había conseguido echar un sueñecito de varias horas en el hotel, mientras Zach había empezado a buscar a Ginny Slade. En primer lugar, había llamado a! número que le había dado Sweeny, y cuando le dijeron que la mujer llamada Ginny -o Virginia- ya no trabajaba allí, había conseguido que le dieran otras posibilidades de localizarla, y había estado llamando a otros números de personas que habían tenido contacto con ella, había estado investigando las referencias de Virginia y hablando con todos los que la habían conocido en aquella ciudad.
Le había llevado horas, pero al final había tenido suerte y había dado con el actual jefe de Virginia, Velma Basset. Ahora estaban subiendo la escalera de una gran casa de estilo Victoriano, con la fachada pintada de gris con adornos en blanco. Unos anchos escalones de ladrillo conducían hasta un amplio porche y una puerta de roble rodeada por un marco de vidrieras.
Zach pulsó el timbre.
Le respondió un suave y dulce repique de campana.
A Adria se le encogió el estómago.
Al cabo de un instante, una esbelta mujer de unos treinta años -con mirada preocupada y unos dedos que iban de su garganta al marco de la puerta- les abrió.
– ¿Señora Basset? -preguntó Zach-. Yo soy…
– El señor Danvers, sí, lo sé. Y ella es la señorita Nash -conjeturó ella. Su sonrisa era amigable pero nerviosa-. Por favor, pasen. Hice lo que usted me sugirió y llamé a Portland. Me han mandado un fax con fotografías de ustedes dos, junto con varios artículos sobre el asunto de London. Espero que me sepan disculpar -añadió ella, haciéndoles pasar a través de un vestíbulo presidido por un enorme carillón hasta una pequeña habitación que en otro tiempo debió de ser la sala de juegos-. No prestamos demasiada atención a las noticias que no son locales. Mi marido es banquero y está más informado que yo, pero la verdad es que no sabía nada del secuestro. Yo no era más que una niña cuando sucedió y entonces vivía en Nueva York… Ah, bueno, creo que iré a dar un paseo, ¿nos les parece? Haré que baje Virginia y ustedes podrán hablar con ella aquí. Por favor, siéntense. Le diré a Martha que les traiga algo de beber… ¿Té, limonada o algo más fuerte?
– No hace falta que se moleste -le contestó Zach.
– Sí, bueno. Haré que les traigan algo, de todas formas. Y si resulta que la mujer es esa Slade… oh, caramba, bueno, no creo que pueda seguir cuidando de Chloe, ¿no les parece? -Sin parar de mover las manos, los dejó solos en aquella habitación decorada con bastidores de sombras chinescas.
Adria se sentó en el borde de un canapé y Zach se quedó de pie al lado de la ventana, mirando hacia la bahía.
Mientras la señora Basset estaba fuera, entró en la sala una camarera que les dejó un servicio de té sobre la mesilla de café acristalada.
Adria escuchó pasos en el pasillo y se cruzó de brazos nerviosa. ¿Sería capaz de reconocer a la mujer que la había apartado de sus padres naturales, a la mujer que había cambiado el curso de su vida para siempre?
– …pero yo no espero ninguna visita -protestó una vocecita aguda.
– Lo sé, pero me han dicho que son amigos suyos, conocidos de hace mucho tiempo.
– De verdad, señora Basset, yo no tengo ningún conocido…
Aquella voz, como una bolsita de perfume olvidada durante años en un cajón, entró en la habitación e hizo que a Adria se le parara el corazón. Cuando la mujer entró en la sala, el suelo pareció abrirse bajo sus pies. Era bajita, enjuta, con el pelo gris y rasgos muy poco atractivos, y cuando su mirada se posó en Adria, se quedó parada en seco.
– No -musitó casi sin llegar a emitir sonido alguno. El poco color de su rostro desapareció al momento-. Oh, Dios santo -susurró en voz baja. Recuperándose de la sorpresa, preguntó-: ¿Quién… quién es usted? -Intentó forzar una leve sonrisa, pero su labio inferior no dejaba de temblar.
– A ver si lo imaginas -le sugirió Zach.
– No lo sé…
– Creo que sí lo sabes, Ginny. Esta es London.
Los ojos de Virginia iban de uno a otro.
– ¿London?
– London Danvers, la niña a la que llevaste a Montana para que viviera con Victor y Sharon Nash, la niña a la que hiciste pasar por tu propia hija, que había muerto años atrás.
– ¡No! -dijo ella mientras se mordía los labios nerviosamente-. Señora Basset, no sé qué tipo de mentiras le habrán estado contando estas personas, pero…
– He llamado a la policía, Virginia -dijo Velma con calma-. Si están mintiendo…
– ¡Oh, Virgen santa! -Se echó las manos al pecho, cubriéndose el corazón-. No habrá usted…
– ¿Por qué no nos lo explicas todo? -dijo Zach, señalando una silla-. Quizá podamos llegar a un acuerdo.
– Oh, Dios mío… -protestó ella, pero se dejó caer en el sofá y se quedó mirando por la ventana las nubes que pasaban sobre las verdes aguas de la bahía. Empezaron a aparecerle lágrimas en las comisuras de los ojos y bajó lentamente la cara en señal de aceptación de lo que había hecho-. Lo siento, no saben cuánto lo siento.
– Cuéntanos, Ginny -insistió Zach, mientras a Adria se le partía el corazón al escuchar a aquella mujer, que parecía haber envejecido veinte años desde el momento en que había entrado en la habitación.
Velma Basset se quedó de pie junto al pasillo, apoyada a la madera barnizada de la puerta, mientras observaba a la niñera a la que había confiado a su hija desde que tenía apenas dieciocho meses.
– Yo… yo no quería hacerlo -dijo Ginny, metiendo una mano en el bolsillo y sacando de él un pañuelo con el que se secó los ojos-. Pero se trataba de mucho dinero.
– ¿De qué se trataba?
– Me habían prometido cincuenta mil dólares si me llevaba a London.
A Adria se le encogió el corazón de emoción.
– Sabía que estaba mal, pero no pude resistirme. Todo lo que tenía que hacer era desaparecer con la niña.
– Pero ¿por qué? ¿Para quién? -preguntó Zach.
– No lo sé.
– Pero alguien te pagó, te tuviste que encontrar con él… -dijo Adria sin poder permanecer callada más tiempo.
– Lo acordamos todo por teléfono. Al principio creí que se trataba de una broma. Pero entonces recibí un paquete. Diez mil dólares. Más dinero del que jamás había visto junto en toda mi vida, y me llamaron de nuevo, ofreciéndome otros cuarenta mil dólares. Lo único que tenía que hacer era marcharme de la ciudad. Me enviaron otros cinco mil dólares a un apartado de correos y el resto me lo mandarían cuando llegara a Denver. Desde allí, podría dirigirme a donde quisiera, intentando siempre alejarme todo lo que me fuera posible de Portland. Tendría que haberlo hecho más temprano, pero aquel día London no quería irse a la cama y al final tuve que hacerlo en el último momento. Estaba tan asustada, tan desesperada. Oh, Dios, ¿qué será de mí ahora?
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