– Bueno, puedes estar segura de que no vas a tener a mi hija a tu cuidado ni un minuto más -le dijo la señora Basset-. Te pagaré lo que cueste el despido, sea lo que sea, pero, créeme, ¡no vas a pasar ni una noche más en esta casa! -Estaba tan enfadada que temblaba; salió corriendo de la habitación y los delgados tacones de sus zapatos rojos resonaron con fuerza mientras subía las escaleras-. ¿Chloe? ¿Estás ahí?


Ginny se apartó con una mano temblorosa un mechón de cabello de la cara.

– ¿Cómo me han encontrado?

– Nos ha costado bastante -admitió Zach.

– Pero ¿estás segura de que no sabes quién te pagó? -preguntó Adria, acercándose más a ella.

Ella meneó la cabeza y dirigió unos ojos teñidos de culpabilidad hacia Adria.

– No tengo ni idea.

– ¿Hombre? ¿Mujer?

– La verdad es que no lo sé. No me encontré jamás con nadie y el dinero siempre me lo mandaba en efectivo, en billetes pequeños.

Parecía tan abatida, con las mejillas hundidas y la mirada vacía mientras sus ojos iban de uno a otro, que Adria la creyó.

– Alguien te pagó.

– Sí.

– Alguien con mucho dinero.

Ella asintió con la cabeza, pero a Adria le pareció que la mujer no estaba escuchándola, sino recordando el pasado y la manera como se había fugado con la hija de otra persona.

– Tienes que hablar con la policía -dijo Zach.

– Lo sé.

– No va a ser fácil.

Ella miró a Zach con ojos angustiados.

– Nunca lo ha sido -admitió-. Durante veinte años he estado mirando hacia atrás por encima del hombro, temiendo que llegara un día como este. Ya sabía que usted había vuelto a Portland -añadió, mirando a Adria-. Lo oí en las noticias. Vi su foto, leí su historia, sabía que se había reunido con su familia.

– Podría haber escapado -dijo Adria.

Ginny soltó una risita de desprecio hacia sí misma.

– ¿Adonde? La verdad es que no supuse que me encontrarían. -Se enderezó en su asiento-. Se parece mucho a ella, sabe. Es…, bueno, tanto que da miedo.

– Eso he oído decir.

– ¿Por qué no volvió para pedir la recompensa? -preguntó Zach.

Ella se lo quedó mirando durante un buen rato.

– Porque Witt Danvers me habría matado por haberme llevado a su hija -dijo y luego carraspeó-. ¿Me pueden esperar unos minutos para que recoja mis cosas? -preguntó con una débil sonrisa-. Y luego me iré con ustedes para entregarme a la policía.

– Por supuesto -dijo Adria.

– No creo que debamos perderla de vista -la cortó Zach.

– No se preocupe, señor Danvers -dijo Ginny, estudiando el rostro de Zachary como si fuera la primera vez que lo veía, intentando hacerse una idea de cómo sería hoy aquel hombre que había crecido como el hijo rebelde del hombre más rico de Portland-. Ya es hora de que esto acabe.

Ella se levantó y se dirigió hacia una puerta que había bajo el hueco de la escalera.


De modo que esto era todo, pensó Ginny bajando lentamente las escaleras. En algún lugar profundo de su corazón, siempre había sabido que acabarían por encontrarla y que tendría que admitir su complicidad en el secuestro de la pequeña Londón. Y el dinero que había imaginado que le iba a durar toda la vida, se había esfumado poco a poco.

Al entrar en su pequeña habitación se sintió cansada. Había esperado liberarse para siempre de las personas ricas y de tener que cumplir sus caprichos, cuidando de unos niños que deberían cuidar ellos mismos, pero cuando sus finanzas menguaron, tuvo que volver a ganarse la vida con la única cosa que sabía hacer. Ni siquiera el dinero que recibió de los Nash le había servido de mucho. Y así, había pasado la mayor parte de su edad adulta siendo una criada. Echó una ojeada a su pequeña habitación con unas cortinas de color cereza que colgaban sobre unas imposiblemente estrechas ventanas y casi se rió de su ingenuidad. Cincuenta mil dólares. Tendría que haber pedido el doble o el triple. Y aun así, no habría sido suficiente. El dinero siempre se le había escurrido entre los dedos como si fuera agua.

En el suelo había una alfombrilla trenzada, una de las que habían tirado sus jefes. El edredón se lo había hecho ella misma, pero ya estaba viejo y gastado. Como ella misma.

Cerró los ojos y se sentó sobre el colchón, preguntándose si no sería mejor acabar de una vez con todo aquello. Enfrentarse a la policía. A la prensa. A la familia Danvers.

No podría soportarlo.

Pero sabía que no tenía valor para quitarse la vida. No como Katherine Danvers… aunque a ella le hubiera parecido imposible. La segunda esposa de Witt era la última persona en el mundo de quien Ginny hubiera sospechado que acabaría suicidándose. Estaba tan llena de vida, tan rebosante de energía.

«Pero perdió a su hija. Por tu culpa, y tú sabes lo que se siente, lo desesperado que puede llegar a sentirse uno.»

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Oyó el crujido de un peldaño y pensó que venía de las escaleras. La estaban esperando. Probablemente impacientes. Debería recoger sus cosas, aunque sabía que acabaría en la cárcel y que allí le confiscarían todas las pertenencias.

Se secó una lágrima que le caía por la comisura de un ojo.

Oyó de nuevo pasos que parecían acercarse por el pasillo.

Decidió recoger de una vez sus cosas, antes de que Zachary la descubriera allí lloriqueando como una niña. Enfadada consigo misma, se pasó una mano por los ojos y los volvió a abrir. Bajó la maleta que tenía encima del armario y abrió los cajones de la cómoda. Con el estómago tan duro como un puño apretado, empezó a meter su ropa en la maleta de cualquier manera. «Prisión.»

Se estremeció. No podía imaginarse a sí misma allí. Pestañeó varias veces, llorando sin hacer ruido, intentando retener los sollozos mientras se dirigía a su pequeño cuarto de baño a buscar un pañuelo de papel. Mientras se secaba los ojos, le pareció ver un reflejo que cruzaba tras ella y vio que la cortina del baño se movía. De repente sintió frío y se dio cuenta de que la ventana del baño estaba abierta. ¿Se la habría dejado ella así? No…

«Oh, Dios.»

Entre la bruma de las lágrimas divisó una figura oscura, justo antes de que se abriera la cortina del baño y su asaltante diera un paso por encima del borde de la bañera.

Ella jadeó.

Antes de que pudiera gritar, una mano enguantada le había tapado la boca. «¡Oh, Dios!» Su visión se aclaró.

Estaba mirando unos ojos que reconocía. Se le heló el corazón. Sin duda se trataba de la persona que le había pagado, que ahora estaba decidida a que jamás contara la verdad.

Forcejeó salvajemente mientras sus venas bombeaban adrenalina. Pateó, arañó y luchó, pero ya era demasiado tarde. Y ella estaba demasiado cansada. La empujaron contra la pared y se golpeó la espalda con la barra del toallero.

Y entonces vio el cuchillo.

Pequeño.

Mortal.

Afilado.

Brillaba a la tenue luz de la habitación.

¡No! Trató de defenderse, pero no era suficiente contrincante para su atacante, que llevaba una pequeña almohada en la mano con la que le tapaba ahora la cara. Intentó tragar aire, gritar, salvarse, pero era demasiado tarde. Su atacante era demasiado fuerte. Demasiado determinado. Sus vanos esfuerzos por empujar y golpear eran lamentablemente débiles.

Tenía los pulmones ardiendo.

Pero no podía hacer nada.

De repente, Ginny Slade se dio cuenta de manera espeluznante de que estaba a punto de morir.


– ¿Y cómo tengo que llamarte ahora? -dijo Zach mientras avanzaba hacia la ventana-. ¿ Adria o London?

– Adria -dijo ella con un nudo en la garganta y los ojos llorosos. Este era el principio de su despedida-. Espero que para ti siempre seré Adria.

Los minutos que marcaba el reloj de carillón del vestíbulo seguían pasando; afuera, el siempre presente tráfico se movía lentamente ascendiendo por las colinas.

Adria se preguntó cuánto tiempo más le quedaba para estar con Zach, cuántos minutos. Sintió que el corazón se le rompía en mil pedazos mientras lo miraba fijamente. Sus fuertes hombros estaban tensos y rígidos; uno de sus pulgares estaba metido en la trabilla del pantalón con la mano colgando cerca de la tela de su bragueta. Sus mandíbulas estaban oscurecidas por la barba incipiente y sus ojos, bajo espesas cejas negras, estaban recelosamente entornados. Cambió de posición, apoyándose en el otro pie y aparentando interés por la vista a través de la ventana, antes de mirar de nuevo hacia la escalera.

– Mierda, está tardando mucho, ¿no te parece?

– Está recogiendo sus cosas -dijo Adria, aunque también era consciente de que tardaba demasiado.

La señora Basset bajó corriendo la escalera y entró en la habitación con una niña de cabello rubio de unos siete años tras ella.

– Nunca podré agradecérselo lo suficiente -dijo la señora Basset, mirando de reojo hacia la escalera-. Y yo que le había confiado a mi pequeña Chloe. Oh, Dios, solo de pensarlo me dan escalofríos. He llamado a Harry y quiere presentar una denuncia contra ella por falsedad de identidad o cómo lo llamen. Ahora mismo está hablando por teléfono con nuestro abogado. Oh, cielos. -Besando a su hija en la cabeza, dijo-: ¿Por qué no vas un rato a tocar el piano, querida?

– No quiero -dijo la niña groseramente, mientras su madre la llevaba hacia el piano vertical que había al lado de la chimenea. Chloe cruzó los brazos por delante del pecho de manera obstinada.

– Bueno… -dijo la señora Basset, retorciéndose las manos, mientras echaba un vistazo a la cesta de pas-telitos que estaba junto al servicio de té-. Ven aquí, entonces, ¿qué me dices de un dulce? -Colocó la bandeja frente a la niña-. Oh, caramba, he olvidado completamente mis modales. ¿Puedo ofrecerles una taza de té? Creo que es lo mínimo que puedo hacer.

– Gracias -dijo Adria, pero Zach tan solo negó con la cabeza y volvió a mirar hacia la escalera como si temiera que Ginny fuera a desaparecer de nuevo.

– Supongo que habrán llamado a la policía -dijo la señora Basset, frunciendo de pronto el entrecejo.

– Lo hemos hecho. Estarán aquí en un minuto… -dijo Adria.

– ¿Hay alguna otra salida en los sótanos? -preguntó Zach de repente.

– Oh, no… bueno, hay una trampilla para el carbón, pero ha estado cerrada durante años, y las escaleras de las antiguas bodegas, pero ahora están tapiadas. Si hubiera un incendio, las ventanas son lo suficientemente grandes…

– ¡Cielos! -Moviéndose con la rapidez de un guepardo, Zach salió del salón, cruzó el vestíbulo y echó a correr escaleras abajo.

¿Cómo había podido ser tan estúpido? Saltando sobre el pasamanos de la escalera, aterrizó en el suelo de cemento y notó una corriente de aire frío, antes de ver que las cortinas se movían sin ruido a causa de la brisa. El sótano estaba a oscuras y se dirigió a ciegas hacia la pequeña habitación que había en una esquina, donde vio un dormitorio iluminado por una luz escasa.

– ¿Ginny? -llamó, sintiendo una brisa escalofriante, como la premonición de una tragedia, que le corría por la base de la nuca.

Con los músculos rígidos, Zach entró en la habitación. Había una maleta abierta sobre la cama. En el armario había ropa colgando de las perchas. En el pequeño escritorio había un cajón abierto y ropa interior y de noche caída por el suelo.

– ¿ Ginny? -llamó de nuevo, pero nadie respondió.

Cuando cruzó la habitación y se dirigió hacia la puerta de un diminuto cuarto de baño, el vello de la nuca se le erizó. Había sangre cubriendo las paredes, el lavabo y el lavamanos. Ginny Slade estaba tirada sobre el suelo de baldosas desgastadas. La lengua le sobresalía por la boca y sus ojos miraban en blanco hacia el techo. Tenía varios navajazos en el pecho y de algunos todavía manaba la sangre. En su mano derecha sostenía una afilada navaja.


Zach se echó atrás, saliendo de la habitación llena de sangre y de aquellos ojos sin vida que parecían mirarle.

– ¡ Llama al 911! -gritó mientras subía la escalera-. ¡Adria, llama a la policía! Necesitamos una ambulancia.

Oyó el estruendo de pisadas y se dio media vuelta para encontrarse con Adria en el descansillo.

– No bajes aquí. Y, por el amor de Dios, manten a la niña alejada de la escalera -le ordenó.

– Qué… -Ella miró más allá de él y vio la sangre que salía del baño y empezaba a empapar la alfombra del dormitorio-.

¡Oh, Dios!

– Es Ginny… ¡ Llama al 911!

– La señora Basset está llamando.

Pero Zach ya no la escuchaba. Se obligó a volver al baño para tomarle el pulso a Ginny, buscando algún signo de vida, aunque sabía que era inútil. Ginny Slade, el único testigo de lo que le había pasado a London hacía tantos años, estaba muerta.

24

– ¿Está diciendo que no se ha suicidado? -preguntó Adria después de haber declarado ante la policía.