Dios, ¿no iba a aprender nunca? ¿Por qué se había tenido que liar con su propia madrastra y con la hija de esta? ¡Su hermana! Eunice sintió que aquellos pensamientos le daban ganas de vomitar y empezó a sacudirse violentamente.

«Cálmate, mujer… no tienes que perder la calma. Esa es la única manera. Tendrás que enfrentarte con Zach. Pronto. ¡Y posiblemente también con London!» Maldita sea, ¿por qué no había cumplido Ginny Slade el trato hasta el final? No había duda de que Zach conocía todos los detalles del secuestro y seguramente habría deducido que su propia madre estaba detrás de aquel crimen.

Por un momento pensó en escapar. Posiblemente aún estaba a tiempo de llegar hasta Canadá o hasta México.

«¿Y luego qué?»

«Ganaría Katherine.»

«Ganaría London.»

«No», gruñó, apretando los puños tan fuerte que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

Tenía que acabar lo que había empezado.

El siguiente paso era convencer a Zach.

Ella conocía bien a sus hijos y entendía mucho mejor a Zach que a los demás. Ahora mismo, ya habría descubierto que ella estaba detrás de los ataques a su preciosa Adria y seguramente querría enfrentarse con ella.

Salió de la cocina y se dirigió al baño, donde abrió el armario de las medicinas. Había un montón de frascos y botes alineados sobre los estantes de cristal, resultado de su intento de luchar contra aquellos insistentes dolores que ningún doctor había podido identificar. Porque no debería sentir ningún dolor. Gracias a la ayuda de la profesión médica, se encontraba tan sana y fuerte como si tuviera treinta y cinco años, y puede que incluso más fuerte. Había ido acumulando medicinas y recetas de al menos una docena de médicos, y combinadas con sus propios conocimientos básicos de química, anatomía y medicina, había sido capaz de fabricar sus propios «cócteles».

Se recordaba colocando una mezcla de Valium y somníferos en el vodka de Kat, en la habitación de su hotel, la noche en que esta falleció. Kat había salido y Eunice se había colado en la habitación, con la ayuda de una llave que le había quitado del bolso a Kat, cuando ella estaba en el bar del hotel. Mientras Kat estaba todavía bebiendo en el bar, ella se había metido en su habitación. Había sido tan fácil colocar el fármaco en su bebida, y luego esperar en el balcón a que Kat regresara y se sirviera otra copa antes de meterse en la ducha. Kat estaba muy débil.

La pérdida de London casi había llegado a matar a aquella zorra. Pero no del todo.

Había necesitado un pequeño empujoncito. Literalmente hablando.

Y Eunice se lo había proporcionado con mucha alegría. Había sido tan fácil ayudar a caer a aquella patética mujer desde la terraza.

«Mamá», dijo ahora Eunice, con la misma voz que había utilizado para atraer a su enemiga hasta el balcón. «Mamá.» Kat estaba tan desorientada que no se había dado cuenta de la trampa hasta que sus ojos se abrieron aterrorizados con sorpresa al ver a Eunice, justo antes i de que esta la empujara por encima del borde del muro de la terraza.

Eunice había imaginado que podría salvarse de la acusación de asesinato.

La investigación policial había concluido que la muerte de Kat había sido un suicidio, debido a la depresión y a una sobredosis de barbitúricos.

Pero alguien más sabía la verdad, dedujo Eunice mientras tomaba un frasquito y una aguja hipodérmica y cerraba el armario. La puerta de espejo se cerró de golpe y ella se encontró mirando sus propios ojos vacíos.

Sí, deseaba la muerte de Kat.

Pero había tenido que seguir viviendo con el sentimiento de culpa.

Y ahora, sospechaba, alguien más sabía que ella era una asesina y estaba esperando que la culparan también de la muerte de Ginny Slade.

¿Quién?

Si no era uno de sus hijos -y eso era algo que no podía aceptar-, ¿acaso Anthony o alguno del clan Polidori? Acaso esa era la recompensa por el hecho de que Ginny hubiera dejado que los culparan a ellos por el secuestro… no…

Frunció el entrecejo; en su frente y alrededor de sus labios aparecieron profundas arrugas. No era el momento de especular. Todavía tenía que enfrentarse con Adria -la única persona que se interponía entre la fortuna de Witt y sus hijos. Y si no había ninguna manera de asustarla, entonces tendría que morir.

Incluso aunque Zach tratara de impedirlo.

Muy mal.

Eunice no tenía miedo a morir, pero, por Dios, al menos sus hijos iban a heredar el legado y la herencia que les pertenecían por derecho propio.

Incluso si para eso Eunice tenía que volver a matar.

Incluso si esta vez no podía escapar de las consecuencias.

Incluso aunque Zach intentara detenerla.

De una manera o de otra, London Danvers iba a morir.


No fue fácil, pero Adria y Zach se las apañaron para evitar a la prensa, aunque ya se había hecho pública la noticia: Adria Nash era London Danvers. Los periódicos, la radio y la televisión ya habían aireado la historia a lo largo de toda la costa Oeste, y cuando Adria y Zach llegaron a Portland, los medios de comunicación habían tomado ya el aeropuerto, el hotel Danvers, la casa de Jason e incluso los alrededores del rancho en Bend.

Zach se había mantenido frío, cogiendo a Adria de la mano, y empujándola a través de la muchedumbre de periodistas y cámaras que había en el vestíbulo del aeropuerto de Portland. Ella se había metido en el jeep y no había llegado a hacer ninguna declaración. Y si algún periodista había tratado de seguirlos hasta la ciudad, Zach había conseguido despistarlo.

Más tarde o más temprano, se verían obligados a enfrentarse a ellos, pensó Adria mientras el jeep tomaba la carretera 1-84 que les llevaría directos al centro de la ciudad.

– ¿Crees que me darán un minuto de respiro? -preguntó ella, mirando por el espejo retrovisor de su lado y observando el tráfico que avanzaba detrás de ellos.

– Oh, por supuesto. -La miró de reojo mientras se metía en un carril de la autopista que iba hacia el sur-. Tú misma se lo pediste con aquella rueda de prensa.

– Supongo que tienes razón.

– Será mejor que empieces a acostumbrarte -le advirtió Zach-. Eres una gran noticia, querida. Y, a menos hasta que aparezca alguien con más interés periodístico, vas a provocar más atención que un ratón solitario en un nido de serpientes.

– Buena comparación.

– Eso creo. -Le lanzó una media sonrisa-. Enfréntate a esto: durante las próximas dos semanas vas a estar rodeada de más gente de la que jamás hubieras imaginado junta.

– Bravo -murmuró ella, pero se dijo que eso era lo que quería, ser aceptada como London Danvers, descubrir la verdad sobre su pasado.

Él cogió su teléfono móvil y escuchó los mensajes mientras se dirigía hacia la 1-5. La sonrisa desapareció de su cara.

– ¿Qué sucede? -preguntó Adria cuando él dejó el teléfono.

– Hay un cambio de planes. Tengo que hacer algo importante. Solo. Tendré que dejarte en la comisaría.

– ¿Quién te ha llamado?

El no contestó mientras avanzaba entre el tráfico hacia una salida que conducía hasta la avenida Macadam.

– Zach, ¿quién te ha llamado y qué te ha dicho?

– Ten paciencia. -El marcó un número, maldijo entre dientes y dejó un breve mensaje-. «Len, soy Zach Danvers. Necesito protección policial para Adria. Llámame.»

– Espera un momento -insistió ella mientras él se metía en el aparcamiento de un restaurante al lado del río Willamette-. ¿Qué está pasando, Zach? No puedes dejarme ahí y marcharte sin más. ¿Quién demonios te ha llamado?

Los labios de Zach estaban apretados por los bordes y rehuyó la mirada de ella.

– Oh, Dios -murmuró ella, comprendiendo de golpe- Eunice.

– Esperaremos aquí hasta que llame Len.

– ¿Por qué? ¿Qué quería? -Se le secó la garganta a causa del miedo-. ¡Oh, cielos! Quiere que vayas a verla, ¿no es así?

– Tú quédate aquí, donde estarás a salvo; yo volveré muy pronto.

– ¿Está loco? No pienso quedarme aquí sentada, mientras vas tú solo a enfrentarte con ella.

– Es mi madre -dijo él sin ninguna emoción.

– Y una asesina.

– No estamos seguros.

– ¡Lo sabemos, Zach! -Adria lo agarró del brazo-. No pienso dejarte ir solo. Iré contigo.

– No.

– Todo esto ha sido culpa mía.

– Y si tenemos razón, y ella está detrás de todo, tú estarás en peligro, pero yo no. Quédate aquí. Te llamaré. Llamaré a Len para decirle dónde estás. Mandará aquí a la policía o yo habré vuelto antes, y estarás a salvo.

– Oh, sí, claro -le soltó mientras empezaban a caer gotas sobre el parabrisas-. ¿No eras tú el que decía que necesito un guardaespaldas, protección las veinticuatro horas del día? ¿Qué pasará si alguien nos ha seguido hasta aquí? ¿Qué pasa si Eunice o alguien más nos ha estado espiando? ¿Y si tiene algún cómplice y la llamada de teléfono no era más que un cebo para alejarte de aquí?

– Maldita sea. -Obviamente esos mismos pensamientos se le habían pasado a él por la cabeza-. ¿Hay alguien en quien puedas confiar?

– ¿Para que me puedas aparcar allí? ¡No lo creo! ¿Quién podría ser? ¿Alguien de tu familia? ¿Jason? ¿Trisha? ¿O los Polidori?

– De acuerdo, de acuerdo. Lo he entendido. -Mientras el jeep se ponía en marcha, Zach golpeó impaciente el volante con los dedos.

– Creo que lo mejor es que no nos separemos. En lugar de discutirle, Zach metió la mano debajo del asiento y sacó una cartuchera con una pistola.

– ¿Tienes pistola? -preguntó ella sorprendida.

– Sí. He estado en algunos trabajos en los que pensé que necesitaba protección. Nunca la he utilizado. Pero tengo permiso para pequeñas armas de fuego. ¿Sabes cómo usarla?

– Crecí en Montana -contestó ella, mientras él le pasaba el arma.

– ¿Eres capaz de disparar si es necesario?

– Sí. -Pero no estaba segura. Por supuesto que si alguien amenazaba su vida o la de Zach… Solo pensarlo hizo que se le helara la sangre.

– Bien.

– ¿No sería mejor que la llevaras tú? -Notó el peso y el frío de la pistola entre sus manos.

El movió la mandíbula inferior hacia un lado mientras daba media vuelta en redondo para salir del aparcamiento.

– Estaba pensando que, en caso de que sucediera algo imprevisto y nos tuviéramos que separar… o… si me pasara algo a mí… tú deberías tener el arma.

– ¿Qué quieres decir con «me pasara algo a mí»? Salió del aparcamiento y se dirigió hacia el sur del río.

– No lo sé. Ese es el problema. No sé qué puede intentar hacer ahora Eunice si se siente acorralada. Me ha pedido que vaya solo, para hablar en privado conmigo, pero no me fío de ella.

– ¿Por qué no llamas a la policía?

– Lo haré. Cuando lleguemos allí. No quiero que se presenten antes de tiempo. Por si acaso tiene realmente algo que decirme a mí a solas… o a los dos.

– Muy amable. -Con el corazón latiéndole con fuerza, Adria cerró los dedos alrededor de la fría arma.

Se quedó mirando las colinas arboladas que se elevaban a un lado de la carretera y las aguas de color gris metálico que se extendían al otro lado. Había lujosas villas construidas junto al lago y entre los frondosos bosques.

Los nudillos de Zach estaban blancos, mientras apretaba el volante dirigiéndose hacia el centro comercial del pueblo. Luego giró por un estrecho camino que seguía la sinuosa orilla del lago. Se podían ver trozos de agua verdosa entre los altos árboles, donde las villas se alineaban a lo largo de la orilla.

Adria intentó recuperar el ánimo y se metió la pistola en un bolsillo de la chaqueta. Él miró a través del parabrisas, con las mandíbulas apretadas y los labios cerrados, formando una fina línea.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó ella.

– Llamaré a la puerta y le pediré explicaciones.

– Conmigo.

– Tú te quedas en el jeep. Aparcaré unas cuantas casas más allá. -Él echó una ojeada por el retrovisor-. Nadie nos ha seguido, de modo que estarás a salvo. Mientras tengas la pistola contigo.

– He dicho que voy a ir contigo. Posiblemente Eunice está esperando que hagas lo que acabas de decir.

– Escucha, Adria, no me gusta este…

– A mí tampoco, pero prefiero estar contigo en lugar de quedarme esperando en cualquier parte, sin saber qué está pasando.

– De acuerdo. -Un músculo se tensó en su mandíbula.

– Además, creo que estoy más segura contigo.

– Esperemos que tengas razón -gruñó él entre dientes, mientras metía el coche por un camino flanqueado por dos pequeñas casas de paredes blancas, con buhardillas y negras contraventanas. Aunque era primera hora de la tarde, el día era gris y húmedo, y podían verse las luces del interior encendidas a través de las ventanas-. Acogedor, ¿no te parece? -se burló Zach mientras agarraba su teléfono, marcaba un número y explicaba a Len Barry, de la policía de Portland, en pocas palabras cuál era la situación. Luego colgó-. De acuerdo, esto nos dará suficiente tiempo -dijo él mientras salía del coche.