Mientras avanzaba detrás de Zach por el camino empedrado hacia un pequeño porche cubierto, a Adria le sudaban las manos y el corazón le latía a toda prisa. La fachada de la casa estaba cubierta por un manto de flores de todos los colores, bien podadas y arregladas, como merece cualquier casa de una prestigiosa vecindad.

La casa de un asesino.

Zach llamó con los nudillos a la puerta sin esperar a que Adria hubiera llegado a su lado. Adria sintió el peso de la pistola en su bolsillo mientras el corazón se le desbocaba.

¿Cómo podría enfrentarse a la mujer que había intentado matarla?

¿La asesina de Ginny Slade?


Se abrió la puerta y Eunice Danvers Smythe, vestida con un chándal azul y negro, apareció al otro lado. El sudor cubría su frente, y sus mejillas estaban coloradas como si acabara de salir del gimnasio.

– ¡Zach! -dijo ella antes de que su mirada se posara en Adria-. Oh…, me preguntaba si la habrías dejado sola. -Forzó una sonrisa tan fría como el fondo del río Columbia-. Entrad, entrad los dos.

– ¿De qué va todo esto, Eunice? -preguntó él sin moverse.

– Creo que va siendo hora de explicar unas cuantas cosas.

– ¿Como por ejemplo?

– Empezaré con Kat.

Los músculos de Adria se tensaron al oír el nombre de su madre y la dura expresión de Zach se volvió aún más severa.

– ¿Y por qué no Ginny? -preguntó él.

– Porque es mejor empezar por el principio, ¿no te parece?

– No tenemos mucho tiempo.

– No me lo digas. Has llamado a la policía. -Ella empezó a avanzar por el pasillo, con sus zapatillas de deporte rozando sin ruido el suelo de madera, cojeando levemente y dejando tras ella un olor a perfume de jazmín-. ¡Oh, Zach! Eres tan predecible. Me habría gustado que hubieras hablado antes conmigo. -Miró por encima del hombro hacia atrás y sus ojos se detuvieron de nuevo en Adria-. Después de todo, puede que sea mejor que hayas venido. ¿Te importaría cerrar la puerta?

Adria, sintiéndose realmente como si entrara en la guarida de un león, cerró la puerta. Zach la esperó y echaron a andar juntos hacia la cocina, donde Eunice ya estaba metiendo una bolsita de té en una taza con agua caliente. A su lado había otras dos tazas de porcelana que esperaban humeantes.

– ¿Queréis un poco de té? -preguntó Eunice, sumergiendo la bolsita en la taza.

Zach negó con la cabeza…

– ¿Y tú? -preguntó ella, mirando a Adria, quien vio en los ojos de Eunice una luz que hizo que se le helara la sangre.

Allí pasaba algo raro. El olor de jazmín que salía de la taza se extendía por la habitación, y un escalofrío tan helado como un mes de diciembre hizo que a Adria le temblaran los huesos.

– No, gracias -contestó Adria, pensando en qué podía haber puesto en el té.

– ¿Qué me querías contar, Eunice? -Zach estaba de pie, al lado de la mesa de la cocina, y no apartaba su recelosa mirada de su madre, mientras esta se preparaba la taza de té.

A Adria aquella situación le parecía irreal. Se quedó de pie al lado de Zach, esperando oír lo peor, observando a aquella mujer, que posiblemente era una asesina a sangre fría, mientras preparaba su taza de té.

– Siéntate, Zach. Y tómate una taza de té o un café conmigo -dijo ella, dejándose caer sobre una silla-. Creo que será lo último que podamos compartir en muchos años.

– Paso.

– Zach…

– Suéltalo ya, Eunice -dijo él, mirando su reloj-. La policía llegará dentro de unos minutos. Será mejor que me digas lo que quieres contarme, antes de que se lo tengas que explicar a un detective.

– Tú crees que yo maté a Ginny -dijo Eunice.

– Te me has adelantado.

– Pero yo no lo hice. -Eunice levantó los ojos y dejó la bolsa de té sobre la mesa.

– De acuerdo.

– Es verdad. Pero ya te he dicho qué debería empezar con Kat… o más concretamente con London. Yo la secuestré y pagué a Ginny para que se asegurara de que jamás aparecería. Pero ella falló. -Sus labios se alisaron mientras lanzaba una mirada a Adria.

– Así que decidiste deshacerte de Ginny.

– No… Alguien se me adelantó y ahora intenta que me culpen a mí de lo sucedido.

– Deja de decir sandeces -dijo Zach, avanzando desde la pared, acortando el espacio entre él y la mujer que lo había traído al mundo-. He venido aquí para encontrar respuestas, no cortinas de humo ni excusas ni mentiras.

– Pero es verdad -insistió ella con ojos suplicantes, mientras él se acercaba y se apoyaba en la mesa: un hombre grande y con músculos fuertes, y con una furia intensa dibujada en unos labios que se apretaban contra sus dientes.

– Suéltalo, Eunice. No tenemos mucho tiempo. Como te he dicho, la policía está en camino.

– Te estoy diciendo la verdad, Zach -le aseguró ella, casi desesperada, con la taza de té temblando entre sus manos. Tomó un largo trago y se rió como si hubiera hecho un chiste-. Yo no maté a Ginny.

Adria no se lo tragaba; sabía lo maligna que era aquella mujer.

– ¿No? -dijo Zach, entornando los ojos.

– No -contestó ella, dando otro sorbo a su infusión.

– ¿Y qué pasa con Kat?

– ¿Kat? -musitó Eunice pasmada. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron, pero los forzó a relajarse de nuevo. Sus ojos parpadeaban con incertidumbre-. Se suicidó. Eso es lo que dijo la policía. -Tomó un nuevo sorbo de té. Adria seguía pensando que había allí algo que no cuadraba…

– Yo no estoy tan seguro -dijo él, mirando a su madre inquisitivamente-. A la luz de lo que ha pasado estos últimos días, le pediré a la policía que vuelva a revisar la investigación sobre su muerte. He llegado a creer que fue asesinada. Alguien se aseguró de que se hartara de pildoras y alcohol, y después la ayudó a saltar desde la terraza de su habitación. Y me parece que tú eres la candidata más probable.

– Por el amor de Dios, Zach, ¿te has vuelto loco? -susurró Eunice sin poder evitar morderse los labios con nerviosismo.

– Yo no.

– Así que me estás acusando a mí de estar loca.

– De ser una psicópata.

Ella estuvo a punto de dejar caer la taza. Toda su compostura se evaporó.

– ¿Me estás acusando a mí? -preguntó con cara furiosa-. Eso es una locura.

– Exactamente.

Ella estaba temblando, desmoronándose ante la mirada de Adria.

– De modo que ahora has decidido convertirte en policía, juez y jurado. Y ni siquiera eres capaz de entender los hechos. Te tenía por más listo, Zach.

– Lo único que tienes que hacer es demostrar que tú no drogaste a Kat con barbitúricos y después la empujaste desde la terraza.

– ¿No puedes dejarlo correr de una vez? Primero te liaste con aquella puta y ahora con esta… con esta mujer que es tu hermana.

Adria se encogió por dentro.

– ¿No sabes lo terrible que es esto? ¿Lo enfermizo que es? Es algo pervertido -vociferó Eunice, quien había perdido ya sus modales, con las pupilas completamente dilatadas.

– Hablemos de ella, pues. De Adria. De London -dijo él sin retroceder ni un paso-. Y de paso que intentas demostrar que no mataste a Kat y a Ginny, puedes intentar también convencernos de que no has estado persiguiendo a Adria.

– No sé de qué me estás hablando -soltó ella con las fosas nasales dilatadas.

– Corta el rollo, ¿vale? Déjame ver tu mano.

– ¿Qué?

– Tu mano. La que Adria te mordió cuando intentabas matarla en el motel de Estacada.

Eunice se quedó completamente pálida. -Esto es ridículo.

A lo lejos se oyó el sonido de las sirenas de la policía.

Eunice cerró los ojos durante un momento; cuando los volvió a abrir, Adria se dio cuenta de que en sus pupilas brillaba una nueva y acerada determinación.

– Te estás volviendo contra tu propia madre, ¿no es así, Zach? Y todo por algo que ella ha… -Eunice hizo un gesto de desprecio en dirección a Adria- inventado.

– Yo no he inventado nada.

– Hemos descubierto que ella es London, Eunice. Y tú has intentado matarla. Pero no te saliste con la tuya, no como hiciste con Ginny.

– Por última vez, Zach, yo no maté a Ginny. -Señaló hacia la silla que estaba al lado de la suya y le dijo en una voz que era casi un susurro-: Ahora, por favor, siéntate.

– No, gracias.

– Siéntate y tómate una taza de té conmigo -dijo ella, alzando engreídamente la barbilla.

Las sirenas se oían ya más cerca. Muy cerca. Eunice tragó saliva. Estaba asustada, sí, pero había algo más en su mirada. ¿Triunfo?

¿Porqué?

Adria se quedó mirando a aquella mujer y sus ojos se cruzaron con la estremecedora mirada de Eunice.

«Está a punto de atacarnos… de alguna manera.» Adria se dio cuenta de eso de repente. Pero ¿cómo? El miedo crepitaba en sus venas, mientras que Zach no parecía en absoluto intimidado por aquella mujer que era su madre, aquel monstruo que había intentado asesinarla.

– Tú intentaste matarme -señaló Adria.

– Te metiste en medio.

Adria pudo sentir entonces el frío odio que susurraba a través del aire. La furiosa mirada de Eunice se clavó en ella.

– ¿De qué?

– De los derechos de mis hijos, por supuesto. De su reclamación de las propiedades de su padre.

– Así que todo se reduce a una cuestión de dinero -dijo Adria.

– El dinero solo es una parte. El prestigio. Los derechos de nacimiento. Todo eso va junto. -Ya no se molestó en seguir disimulando-. Si hubieras dejado esos derechos aparte, nada de esto habría sucedido. Nada. Los chicos, mis hijos, habrían tenido lo que se merecen de la fortuna de su padre, pero tú no te podías quedar fuera, ¿verdad? Oh, no. -Los labios se le aplastaron contra los dientes-. He hecho un montón de cosas de las que no estoy orgullosa. Un montón.

– Incluyendo el secuestro -intervino Zach.

Eunice dudó.

– Tú lo hiciste, ¿no es así?, ¡y dejaste que me acusaran a mí! -insistió él.

– Aquello no formaba parte del plan.

– Bien, pero eso fue lo que pasó, Eunice.

– Oh, Zach.

– Dios, eres increíble. Lo hiciste tú, ¿no es así? ¡Tú secuestraste a una niña!

– ¡No a una niña! ¡A una intrusa! -Se puso en pie de golpe y pareció perder un poco el equilibrio.

– ¡Y después mataste a Kat!

– No… yo. -Se agarró al mostrador de la cocina como si de repente las piernas no la pudieran sostener.

– Siempre la odiaste. Odiabas a London. -El acercó la cara a menos de un palmo de la de ella-. Lo estuve pensando mucho y al final comprendí que Kat no se había quitado la vida. Imposible. Era demasiado vital, demasiado fuerte. Por muy desesperada que hubiera estado, jamás se habría suicidado. Así que o bien fue un accidente, lo cual es difícil de creer, o alguien la ayudó a caer desde la terraza. -Sus labios estaban blancos y sus ojos se ensombrecieron al comprender-. Tú eres la única persona que la odiaba lo suficiente para hacerlo. Posiblemente en nombre de tus hijos y de su herencia, por la misma razón por la que secuestraste a London.

– No -dijo Eunice con voz débil.

– Venga, madre, querías que viniera para escuchar tu confesión, ¿no? Pues deja que la oiga.

– Pero yo no…

¡Bam! Su puño golpeó contra la mesa. La taza de té se volcó. Adria se quedó parada. Las sirenas de la policía aullaban en la distancia.

– ¡Oh, Dios! -murmuró Eunice de una forma lastimosa-. Yo no quería hacer daño a nadie.

– ¡Y una mierda! ¡Tú la mataste!

– ¡Sí, vale, vale, sí! -Los ojos de Eunice se llenaron de lágrimas y empezó a parpadear.

Adria, aunque ya esperaba oír esa confesión, se quedó estupefacta al escuchar aquellas palabras.

– ¿Tú la empujaste?

– ¡Por supuesto que lo hice! -Algo del carácter duro de Eunice retornó a ella-. Por destrozada que estuviera tras la desaparición de su hija, no era una suicida. Kat, no. Dios, era una persona repugnante. -Ella volvió la mirada hacia Zach-. ¿Te sorprende? ¿El que tu propia madre pueda llegar a matar?

La mandíbula de Zach empezó a palpitar mientras se quedaba pálido.

– La verdad es que fue fácil. Colarse en su habitación. Meter barbitúricos en su bebida. Hacerla salir a la terraza… -La voz de Eunice volvió a ser casi un susurro-. Y lo único que tuve que hacer fue poner voz de niña pequeña… -Entonces empezó a hablar como si fuera una niña-. Mamá… Mamá… -Los ojos de Eunice brillaron por un instante, con su mente volviendo a recordar aquella horrible escena-. Ella estaba desorientada, creyó que yo era London y yo estaba escondida bajo la barandilla…

– Maldita asesina -gritó Adria, temblando de los pies a la cabeza.

Eunice volvió al presente.

– Y lo volvería a hacer. Por mis hijos.

A Adria se le heló la sangre. De modo que eso era todo.

– Ahórratelo, Eunice. Nadie se va a tragar tu gesto altruista -afirmó Zach.

– No espero que lo hagas, Zach, pero créeme una cosa -insistió ella-: yo no maté a Ginny.