– Va a heredar usted una buena cantidad de dinero, ¿no es así? ¿Cuáles son sus planes? -Todavía no tengo ninguno. Zach intentó meterse en medio, pero Adria lo agarró de un brazo.
– Miren -dijo ella, hablando a los micrófonos que la estaban apuntando-, ahora mismo estoy muy cansada. Por supuesto, estoy muy contenta de saber que soy London -dijo, intentando no cruzar su mirada con la de Zach, intentando no escuchar el dolor que sentía en el corazón al saber que él era su hermanastro-, pero no tengo planes concretos para el futuro.
– ¿Se quedará permanentemente en Portland?
– No lo sé.
– ¿Qué me dice de las acusaciones contra Eunice Smythe?
– No tengo nada que comentar.
– ¿Es cierto que la atacó en el motel de Estacada?
– No tengo nada más que decir en este momento.
– Pero ahora que es usted una de las mujeres más ricas del estado, seguramente…
– Discúlpenme.
Se abrió paso entre los periodistas y salió al lado de Zach. No podía mirarle a la cara; no quería pensar en el futuro. Durante casi un año había estado pensando que si podía llegar a demostrar que ella era London, si podía encontrar a su verdadera familia, su vida podría cambiar para mejor. Había estado pensando en el dinero, por supuesto, y se había visto como una astuta mujer de negocios que podría sentarse en las comidas de candad como manejar los asuntos de Danvers International. La pequeña princesa de Witt Danvers. El tesoro al que él había amado por encima de todas las cosas, incluyendo sus demás hijos.
Había sido una estúpida. Una tonta estúpida con sueños de adolescente.
Y no había previsto que podría enamorarse de Zachary.
Subieron al jeep y Zachary dirigió su Cherokee hacia la calle. Una docena y media de coches les seguían.
– Bravo -masculló él, mirando por el retrovisor-Perfecto.
Miró a Adria. Ella estaba exhausta, apoyada contra la ventanilla, mirándole con unos ojos que le llegaban al alma.
– Seguro que estarán también en el hotel -dijo él, girando de golpe y observando los faros que les seguían.
Conducía como un loco, cambiando de carril a cada momento y girando en las esquinas de forma imprevista. Ella se dio cuenta de que cambiaban de dirección y vio que las luces del centro de la ciudad empezaban a desaparecer a sus espaldas.
– ¿Adonde vamos?
– A algún lugar tranquilo.
– ¿Los dos solos?
Él dudó, apretando los dedos en el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y luego asintió con la cabeza. Algo en el interior de Adria -algo que ella prefería no reconocer- empezó a despertarse.
– Los dos solos.
Jack Logan era demasiado viejo para conducir a tanta velocidad, persiguiendo a un lunático en un jeep. Estaba cansado y de mal humor, y si no hubiera sido por la botella de whisky no habría podido seguir avanzando; tendría que haber llamado a Jason y haberle dicho que siguiera él mismo a su maldita familia. Pero le había pagado, y mucho, y pensó que más tarde podría pasarse todo el día durmiendo.
La jubilación no le había sentado bien; echaba de menos la acción y la excitación del trabajo en la policía. Era cierto que sufría una artritis que le hacía cojear y que ya no era tan rápido como antaño, pero aún tenía una mente despierta y podía hacer muchas más cosas que cuidar del jardín de su hija, o dedicarse a los pequeños arreglos de la casa; esas cosas que su hija Risa insistía en que eran una buena terapia. No, él echaba de menos la acción, sentirse vivo, y odiaba la idea de que, por el hecho de haber llegado a cierta edad, le hubieran apartado del terreno de juego.
De manera que seguía aceptando el dinero de los Danvers, que no era tanto como para no necesitar la pensión, pero sí lo suficiente para mantener su sangre en movimiento y hacerle sentirse vivo de nuevo. Seguía al otro coche, que tanto iba en una dirección como en la contraria, cambiaba continuamente de carril, y aunque estuvo a punto de perderlo de vista vanas veces, al final siempre lo volvía a encontrar.
Tenía un sentido innato para ese tipo de cosas, y había imaginado a dónde se dirigía aquel conductor loco -cambiando de calles continuamente, pero siempre conduciendo hacia el norte-, mientras cruzaban el puente de la carretera interestatal en dirección a las aguas que separaban la frontera sur de Washington con Oregón: el río Columbia y la marina en la que estaban amarrados los yates de los Danvers.
El jeep dio media vuelta en la interestatal y Logan siguió conduciendo, cruzando el puente desde el que casi no se divisaba el negro abismo que era el río Columbia. En la parte más alejada del río, en Vancouver, exactamente sobre la frontera de Washington, dio media vuelta y se metió en la autopista, esta vez dirección al sur. Para celebrarlo, tomó un trago de su botella y siguió conduciendo directo hacia la marina. Tras haber mostrado su pase caducado al guarda de la puerta, siguió avanzando lentamente hasta el aparcamiento y allí vio el jeep de Zachary, estacionado en un rincón oscuro.
Bingo.
«Todavía estás en forma, Logan», se dijo, y volvió a llevarse de nuevo la botella a los labios para calentarse el estómago y la sangre que corría por sus venas. No tenía teléfono móvil, pero sabía que allí cerca había una tienda de ultramarinos con dos cabinas de teléfono delante de la puerta. Pensó que iba a dejar que Jason siguiera sudando un poco más; se tomaría un par de copas en un bar de topless que no estaba muy lejos de allí y luego llamaría a aquel desgraciado. Y ya que estaba puesto, le pediría un aumento. Caramba, se lo merecía.
25
El olor del río ascendía desde el agua acariciando las fosas nasales de Adria, mientras caminaba a lo largo del embarcadero de madera que bordeaba las negras aguas. Sus pasos sonaban con fuerza sobre la corriente del río y el viento que corría a través de las gargantas del este. La marina estaba llena de barcos caros, amarrados con las velas enrolladas a los palos, con los motores en silencio, meciéndose sobre las aguas en constante movimiento.
Zach la ayudó a subir al yate de los Danvers, un barco reluciente que, según suponía, ahora debía de ser parcialmente suyo. Todo aquello era un despilfarro, pensó, considerando el odio que Eunice sentía por Katherine. Adria no tenía ninguna duda de que había sido Eunice quien la había estado amenazando, y quien había matado a Kat y a Ginny, a pesar de las afirmaciones en contra que vehementemente había hecho Nelson.
Miró a Zachary. Alto. Fornido. Preocupado. El tipo de hombre rudo y oscuro del que debería salir corriendo. Aquella iba ser la última vez en su vida que estaría a solas con él. Así tenía que ser.
El viento movía su cabello, y ella se dijo que aquel era el precio que debía pagar por descubrir la verdad. Había conseguido todo lo que quería y más de lo que hubiera esperado. Sintió un peso en lo más profundo de su corazón al pensar en su futuro, tan brillante por fuera y tan árido e inhóspito sin el amor de Zach.
«No le des más vueltas. Déjalo correr, por el amor de Dios. No es una cuestión de vida o muerte. Solo son penas de amor. Sobrevivirás.»
– ¿Una copa? -preguntó él una vez hubieron bajado la escalera que conducía al salón principal, una amplia sala decorada con madera de teca y metal.
– ¿Por qué no? -Se sentó en un sofá marino que estaba pegado a la pared. Un trago tampoco le haría daño. Había pasado dos largas y agotadoras semanas, pero estaba demasiado nerviosa para irse a dormir. Lo observó mientras rebuscaba entre las botellas y sintió un dolor agudo en el corazón. «Es un hombre prohibido.» «Más allá de lo permitido. Fuera de los límites.»
– ¿Qué quieres? -¿Cómo podía actuar como si no hubiera pasado nada?
– Ese es el problema -dijo ella-. No tengo ni idea de lo que quiero.
– ¿Qué te parece una copa de brandy?
– No estaba hablando de la bebida.
– Lo sé, pero he pensado que deberíamos dejar esa conversación para otro momento.
– Creo que eso es imposible -dijo ella, reclinándose sobre los cojines.
– Mira, tal y como yo lo veo, has conseguido todo lo que querías, London…
– ¡No me llames así!
– Es tu nombre. Aquel por el que tanto has luchado. Será mejor que te acostumbres a utilizarlo.
– Lo sé. -Se puso de pie y frunció el entrecejo-. Pero no tú, ¿de acuerdo? Solo… no me llames tú así.
Él se quedó callado, sirvió las copas y meneó la cabeza.
– No me parece lo correcto.
Zach atravesó el salón y se paró tan cerca de ella que Adria pudo sentir el calor de su cuerpo. Alto. Fornido. Sin afeitar. Con los vaqueros ajustados a las caderas. Como un maldito vaquero.
Le pasó la copa y sus dedos rozaron por un momento los de Adria. La misma electricidad que pasó por el cuerpo de ella pareció sacudirle a él.
Ella se apartó maldiciendo a los hados y frunció las cejas, mientras el líquido descendía quemando su garganta, pero acabó por tomarse la copa de un trago. Quizá el alcohol podría adormecer sus sentidos para que cuando lo mirase ya no sintiera aquella agonía que le desgarraba el corazón, y poder olvidar el erótico tacto de sus manos sobre ella y no perderse en su mirada.
Alzó el vaso para que se lo volviera a rellenar y levantó una ceja interrogativa. Pero la mirada de él era indescifrable.
– ¿Quieres emborracharte?
– Quizá.
– No creo que sea una buena idea.
– Yo creo que sí.
– No vas a reconsiderarlo.
– No.
– Adria, no creo que…
– No me des lecciones, ¿vale? No las necesito, ni de ti ni de nadie. -Adria se acercó al bar y se sirvió otro buen chorro de licor. Ya sentía el calor del alcohol corriendo por sus venas, y cuando tomó otro par de tragos empezó a sentirse más atrevida-. ¿Y qué es lo que vas a hacer ahora, Zach? Ya sabes, ahora que resulta que eres mi hermano.
– Salir corriendo.
Ella se rió, pero sentía un deseo secreto, profundo y prohibido que crecía en ella y la embriagaba. -Todavía estás aquí -observó ella.
– Porque todavía no estoy seguro de que no haya un asesino por ahí suelto.
– Creí que pensabas que tu madre era la culpable. -Así es… pero hay algo que no me parece convincente en toda esta historia.
– De manera que estás empezando a creerte su historia.
– Solo una parte.
Ella decidió hacer el papel de abogado del diablo. -De modo que a causa de la otra amenaza, del otro asesino, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Seguir pegado a mí hasta que lo metan entre rejas? ¿Ser mi guardaespaldas personal? -Ella bebió otro poco de brandy.
– Ese es el plan.
– Puede que yo no quiera un guardaespaldas -dijo ella, dejándose llevar por el impulso de decir exactamente lo que le pasaba por la mente-. Puede que quiera un amante.
– Entonces tendrás que buscarte uno tú misma, ¿no te parece? -Él se acabó su copa e ignoró el impulso de servirse otra. Achisparse no iba a mejorar aquella ya de por sí explosiva situación. Adria («no, London. Recuerda, es London ¡métetelo en la cabeza!») ya estaba empezando a perder el control, aunque no la culpaba por eso. Ambos habían estado demasiado unidos durante las últimas semanas.
Pero él no estaba convencido de que el peligro hubiera pasado. Había algo que no le cuadraba.
«¿O solo se trata de una excusa para seguir a su lado? ¿Para estar cerca de ella? ¿Para esperar que puedas olvidar quién es durante el tiempo suficiente para hacerle el amor?»
Se le hizo un nudo en el estómago mientras miraba con mala cara el fondo de su vaso, y luego sintió que ella le clavaba sus eróticos ojos azules.
– Pero yo te quiero a ti, Zach, solo a ti.
Él cerró los ojos y maldijo para sus adentros.
– No puedes. Sabes que eso es imposible.
– ¿Lo es?
Acabándose la bebida de un trago, ella dio un paso hacia él meneando la cabeza. Sus negros bucles se balancearon alrededor de su cara.
– Tú también me deseas.
– Por Dios, Adria, no me hagas esto -dijo él con voz crispada.
Ella no se detuvo hasta estar a su altura y luego se puso de puntillas, pasó las puntas de sus dedos por su pecho y apretó sus labios contra los de él.
– Ya lo hemos hecho antes.
– Pero no sabiendo que… oh, Dios.
Ella le acarició la nuez y luego le recorrió el borde de los labios con la lengua. A Zach se le deshacían los huesos y, con toda la fuerza de voluntad que pudo acumular, la agarró con fuerza por las muñecas.
– ¡No, Adria!
– Zach, por favor, te quiero…
– ¡Por el amor de Dios, no puedes! ¡Yo no puedo! -Su cerebro le discutía. «¿Por qué no? No será la primera vez que cruzas ese umbral. Una vez más y luego basta, adiós, para siempre. ¡Tómala, tómala ahora!» El deseo empezó a correrle por las venas y las sienes empezaron a palpitarle. La presión de su entrepierna empujaba ardientemente contra su bragueta. Cerró los ojos para apartar de sí el ansia de amor que brillaba en los ojos de ella-. Nos arrepentiremos de esto -gruñó él, sintiéndose como un barril de cerveza a punto de estallar.
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