Aunque Riley tenía ahora once años, su madre nunca había olvidado ni perdonado -no sólo el zumo de uva, sino muchas más cosas- y ahora ya era demasiado tarde. Diez días antes, un montón de gente había sido testigo de cómo su madre, Marli Moffatt, se caía al río Cumberland desde la cubierta del Old Glory. Al parecer se había golpeado la cabeza con algo al caer al agua, era de noche y tardaron en encontrarla. Ava, la enésima au-pair de Riley, la había despertado para darle la noticia.

Y hoy, una semana y media después, Riley acababa de salir en busca de su hermano.

Aunque sólo se había alejado una manzana de su casa, la camiseta se le pegaba al cuerpo, así que se abrió la cremallera del plumífero rosa. Su pantalón de pana de color lavanda era de la talla doce, pero le quedaba muy apretado. Su prima Trinity usaba la talla ocho, pero para que Riley entrara en una talla ocho tendría que ser sólo piel y huesos. Se cambió la pesada mochila de brazo. Pesaría menos si hubiera dejado el álbum en casa, pero no podía hacerlo.

Las casas de la calle por donde iba Riley estaban separadas de la carretera por un jardín delantero y no había aceras, pero sí farolas, y Riley las fue sorteando. Por ahora no la seguía nadie. Comenzaron a picarle las piernas y se intentó rascar a través de la tela de pana, pero fue peor. Cuando llegó al destartalado coche rojo de Sal, aparcado al final de la siguiente manzana, estaba ardiendo.

Sal, el muy tonto, había aparcado el coche bajo una farola, y estaba fumando un cigarrillo con rápidas caladas. Cuando la vio, se puso a mirar hacia todos lados como si pensara que la policía podía aparecer en cualquier momento.

– Dame la pasta -le dijo cuando se acercó al coche.

A Riley no le gustaba estar parados bajo la luz donde cualquiera que pasara podía verlos, pero discutir con él le llevaría más tiempo que darle el dinero. Riley odiaba a Sal. Trabajaba de jardinero para la empresa de su padre cuando no estaba en el instituto, por eso lo conocía, pero no era por eso por lo que lo odiaba. Lo odiaba porque se tocaba cuando pensaba que nadie lo miraba, y escupía y decía cosas sucias. Pero tenía diecisiete años, y como ya tenía el carnet de conducir desde hacía cuatro meses, Riley le había pagado para que la llevara. No era un buen conductor, pero hasta que Riley cumpliera los diecisiete años no tenía otra elección.

Sacó el dinero del bolsillo delantero de la mochila verde.

– Cien dólares ahora. Te daré el resto después de llegar a la granja. -Había visto suficientes películas antiguas para saber que no tenía que entregar el dinero de una vez.

Él la miraba como si quisiera mangarle la mochila, pero no le habría servido de nada, porque había escondido el resto del dinero en el calcetín. Sal contó los billetes, lo que era una grosería ya que ella estaba delante y era como decirle que era una timadora. Al final, se metió el dinero en el bolsillo de los vaqueros.

– Si mi viejo se entera de esto, me dará una paliza.

– Por mí no se va a enterar. Si lo hace será porque tú eres un bocazas.

– ¿Qué le has dicho a Ava?

– Peter se ha quedado a dormir. No se dará cuenta de nada. -La au-pair de Riley había venido de Alemania dos meses antes. Peter era el novio de Ava, y se andaban besando todo el rato. Cuando la madre de Riley estaba viva, Ava no podía meter a Peter en casa, pero su madre ya no estaba y él dormía en su casa todas las noches. Ava no se daría cuenta de que Riley se había fugado hasta la hora del desayuno, y tal vez ni siquiera entonces, porque al día siguiente no tenían clase con motivo del claustro de profesores por el final del curso. Riley había dejado una nota en la puerta de Ava diciendo que le dolía el estómago y que no la molestara.

Sal aún no se había subido en el coche.

– Quiero que me des doscientos cincuenta. Para los gastos de gasolina.

Ella intentó abrir la puerta del coche, pero él lo había cerrado con llave. Se rascó de nuevo las piernas.

– Te daré veinte dólares más.

– Eres rica. No deberías ser tan tacaña.

– Veinticinco y es mi última oferta. Lo digo en serio, Sal. Tampoco tengo tantas ganas de ir.

Una mentira de las gordas. Si no conseguía llegar a la granja de su hermano, se encerraría en el garaje, pondría en marcha el Mercedes de su madre -sabía cómo hacerlo- y se sentaría en el coche hasta asfixiarse. Nadie podría conseguir que saliera, ni Ava, ni su tía Gayle, ni siquiera su padre (como si a él le importara algo que ella muriera).

Sal debió creerla porque finalmente abrió las puertas del coche. Ella dejó caer su mochila en el suelo del asiento del acompañante, luego se sentó y se puso el cinturón de seguridad. El interior del vehículo olía a cigarrillos y hamburguesas rancias. Sacó las indicaciones que había obtenido en MapQuest del bolsillo de la mochila. Él salió del arcén sin ni siquiera mirar si venía algún coche.

– ¡Cuidado!

– Relájate. Es medianoche. No hay nadie en la carretera. -Sal tenía el pelo castaño oscuro y se dejaba crecer una perilla porque se creía que le daba un aire interesante.

– Tienes que tomar la I-40 -le dijo ella.

– Como si no lo supiera. -Lanzó el cigarrillo por la ventanilla abierta -. En la radio no hacen más que poner el CD de las Hermanas Moffatt. Supongo que te harás rica.

Sal sólo quería hablar de dinero y sexo, y, como Riley tenía claro que no quería hablar de sexo, fingió examinar los apuntes de MapQuest, aunque ya se los había aprendido de memoria.

– Eres muy afortunada-continuó Sal-. No tienes que trabajarni nada de eso, y tienes una pasta gansa.

– No lo puedo gastar. Va a mi fondo fiduciario.

– Puedes gastarte el dinero que te da tu padre. -Estaba conduciendo con una sola mano, pero si se lo advertía, se enfadaría-.

Vi a tu padre en el entierro. Incluso me dirigió la palabra. Es más amable que tu madre. De veras. Algún día tendré ropas guays como él e iré a los sitios en limusina.

A Riley no le gustaba que la gente hablara de su padre -aunque era lo único que hacía siempre-, parecían pensar que se lo presentaría a pesar de que ella misma casi nunca lo veía. Ahora que su madre había muerto, pensaba inscribir a Riley en Chatsworth Girls, que era un internado donde todo el mundo la odiaría porque era gorda y nadie querría ser su amiga salvo para poder acercarse a su padre. Ahora iba a Kimble, pero no era un internado, y asistir a las mismas clases de su prima Trinity era preferible a lo otro. Le había rogado a su padre que la dejara quedarse en Kimble y vivir con Ava en un apartamento o algo por el estilo, pero él le había dicho que no era lo mejor para ella.

Por eso tenía que encontrar a su hermano.

En realidad era su hermanastro, aunque era un secreto. Muy pocas personas sabían que él y Riley estaban emparentados, y ni siquiera Riley sabría que su padre había tenido otro hijo si no hubiera sido porque había oído sin querer al viejo novio de su madre hablando con ella sobre eso. Su madre era una de las Hermanas Moffatt, la otra era la tía Gayle, la madre de Trinity. Habían actuado juntas desde que tenían quince años, pero no habían entrado en las listas de superventas en los últimos seis años, y su nuevo CD Everlasting Rainbows no les había ido demasiado bien, por eso había estado en ese barco, para una actuación promocional para Radio Nashville. Ahora, con toda la publicidad de la muerte de su madre, el CD estaba en el primer puesto de las listas de éxito. Riley pensó que su madre se habría alegrado mucho, pero tampoco estaba segura.

Su madre tenía treinta y ocho años cuando murió, dos más que tía Gayle. Ambas eran delgadas, tenían el cabello rubio y grandes tetas; un par de semanas antes del accidente, la madre de Riley había ido al cirujano estético de la tía Gayle y se había retocado los labios para que parecieran grandes y carnosos. Riley pensaba que parecía un pez, pero su madre le había dicho que se guardara sus estúpidas opiniones para sí misma. Si Riley hubiera sabido que su madre se iba a caer de ese barco y ahogarse, nunca le habría dicho tal cosa.

El canto del álbum de fotos se le clavó en el tobillo a través de la tela de la mochila. Deseaba sacarlo y mirar las fotos. Eso siempre la hacía sentirse mejor. Se agarró al salpicadero.

– Fíjate por dónde vas, ¿vale? Ese semáforo estaba en rojo.

– ¿Qué más da? No hay coches.

– Si tienes un accidente te quitarán el carnet.

– No voy a tener ningún accidente. -Sal subió el volumen de la radio, pero después volvió a dirigirse a ella-. Apuesto lo que quieras a que tu padre se ha tirado a más de diez mil chicas.

– ¿Por qué no te callas? -Riley quería cerrar los ojos e imaginar que estaba en algún otro sitio, pero si no vigilaba cómo conducía Sal, acabarían teniendo un accidente.

Por enésima vez se preguntó si su hermano sabría algo de ella. Enterarse de su existencia el año pasado había sido lo más excitante que le había ocurrido nunca. Había empezado su álbum secreto de inmediato, mezclando artículos y fotos de Internet con otros que había encontrado en revistas y periódicos. Él siempre parecía feliz en esas fotos, como si nunca pensara cosas malas de la gente y le gustara ayudar a todo el mundo, incluso aunque una no fuera delgada o tuviera once años.

El invierno pasado, le había mandado una carta a las oficinas de los Chicago Stars. No había obtenido respuesta, pero sabía que las personas como su padre y su hermano tenían tanto correo que no lo leían ellos mismos. Cuando los Stars habían ido a Nashville para jugar contra los Titans, había ideado un plan para conocerlo. Pensaba escaparse y buscar un taxi que la llevara al estadio. En cuanto llegara, buscaría la puerta por donde salían los jugadores y lo esperaría. Se había imaginado llamándolo por su nombre y que él la miraría, y ella le diría: «Hola, soy Riley. Tu hermana.» Y a él se le iluminaría la cara de alegría, y una vez que la conociera, le diría que viviera con él o simplemente que pasaran las vacaciones juntos y así no tendría que quedarse con tía Gayle y Trinity.

Pero en lugar de ir al partido contra los Titans, había tenido una faringitis y se había visto obligada a guardar cama toda la semana. Desde entonces, había llamado a las oficinas de los Stars un montón de veces, pero no importaba lo que le dijera a la operadora, nunca le daban su número de teléfono.

Llegaron a las afueras de Nashville, y Sal subió tanto el volumen de la radio que el asiento de Riley vibraba. A ella también le gustaba la música alta, pero no esa noche cuando estaba tan nerviosa. Se había enterado de que su hermano tenía una granja el día después del entierro, cuando había oído a su padre hablando con alguien sobre eso. Cuando había buscado el pueblo que oyó mencionar, descubrió que estaba en el este de Tennessee, y se excitó tanto que se mareó. Pero su padre no había dicho dónde estaba exactamente la granja, sólo que estaba cerca de Garrison, y como no podía preguntarle, tuvo que jugar a los detectives.

Sabía que la gente compraba casas y granjas a través de las agencias inmobiliarias porque el novio de su madre tenía una, así que había buscado todas las inmobiliarias de los alrededores de Garrison en Internet. Luego había ido llamando una por una diciendo que tenía catorce años y que estaba haciendo un trabajo sobre personas que se habían visto obligadas a vender sus granjas.

La mayoría de la gente de las inmobiliarias había sido simpática y le había contado todo tipo de historias sobre granjas, si bien ninguna pertenecía a su hermano pues todas estaban aún a la venta. Sin embargo, dos días antes, había conversado con una secretaria que le había hablado de la granja Callaway, añadiendo que la había comprado un famoso deportista pero que no podía decir quién era. La señora le había dicho dónde estaba ubicada la granja, pero cuando Riley le había preguntado si el famoso deportista estaría allí ahora, comenzó a tener sospechas y le dijo que tenía que colgar. Riley entendió aquello como un sí. Al menos eso esperaba. Porque si no estaba allí, no sabía qué iba a hacer.

Sal parecía estar conduciendo bien por una vez, quizá porque las interestatales eran carreteras rectas. Él señaló con el pulgar la mochila y gritó por encima del volumen de la música.

– ¿Llevas algo de comer?

Riley no quería compartir sus bocadillos, pero tampoco quería que él se detuviera. No sólo porque tendría que pagar ella, sino porque el viaje se haría más largo, así que abrió la mochila y le dio una bolsa de ganchitos de queso.

– ¿Qué le has dicho a tu padre?

Él abrió la bolsa con los dientes.