– Cree que voy a pasar la noche en casa de Joey.
Riley solo había visto a Joey una vez, pero pensaba que era mucho más agradable que Sal. Le dijo a Sal el número de salida que tenía que tomar mucho antes de que llegaran. Tenía miedo de quedarse dormida y que él se la pasara, así que se concentró en las líneas blancas de la carretera; le resultaba difícil mantener los ojos abiertos y…
Lo siguiente que supo fue que el coche se sacudía, patinaba y comenzaba a girar. Dio con el hombro contra la puerta y sintió en el pecho el tirón del cinturón de seguridad. En la radio sonaba «50 Cent» y le pareció que la valla publicitaria se acercaba a una velocidad de vértigo. Gritó por encima de la música y todo lo que pudo pensar fue que nunca conocería a su hermano ni viviría en una granja con un perro.
Pero al final, antes de estrellarse contra la valla publicitaria, Sal dio un volantazo y el coche pasó rozando. Riley se vio la cara reflejada en la ventanilla. Tenía la boca y los ojos abiertos por el pánico. No quería morir, no importaba lo que hubiera pensado sobre el Mercedes de su madre y el garaje.
Fuera, la quietud rodeaba el coche. Dentro, seguía sonando «50 Cent», Riley sollozaba y Sal tragaba saliva e intentaba recuperar la respiración. La interestatal se extendía ante ellos sumida en la oscuridad excepto por la gran luz brillante que iluminaba una valla publicitaria donde se leía «Tienda del Capitán G: Cebo, Cerveza y Sándwiches». A pesar de cuánto deseaba conocer a su hermano, ahora lo único que quería era estar en su cama. El reloj del salpicadero marcaba las 2:05.
– ¡Deja de comportarte como un bebé! -gritó Sal-. Sólo tienes que seguir leyéndome esas estúpidas indicaciones.
Él tuvo que girar el coche en medio de la carretera oscura pues se habían quedado parados en dirección contraria. Estaba sudada y sentía el pelo húmedo. Le temblaron las manos cuando extendió los apuntes del MapQuest para mirar las indicaciones. Él apagó la radio sin ni siquiera preguntar y ella le indicó el camino a seguir: tenían que continuar por esa carretera oscura y desierta otros doce kilómetros, luego tomarían la carretera de Callaway y a unos cinco kilómetros encontrarían el desvío hacia la granja.
Sal le pidió otra bolsa de ganchitos de queso. Ella tomó una y luego, como todavía estaba asustada, se comió unos Rice Krispies Treats. Tenía muchas ganas de hacer pis, pero no podía decírselo a Sal, así que juntó las piernas y rezó para llegar pronto. Sal no conducía tan rápido como antes. Después de haber estado a punto de pegársela, cogía el volante con las dos manos y llevaba la radio más baja. Se pasaron el primer desvío porque estaba demasiado oscuro para ver la señal y tuvieron que dar la vuelta.
– ¿Por qué te mueves tanto? -Sal parecía muy enfadado, como si hubiera sido culpa de ella que casi se estrellaran contra la valla publicitaria en la interestatal.
No podía decirle que tenía ganas de orinar.
– Porque me alegro de que ya nos falte poco para llegar.
Estaban a punto de llegar al desvío en la carretera de Callaway cuando sonó el móvil de Sal. Ambos se sobresaltaron.
– Joder. -Sal se golpeó el codo con la puerta mientras intentaba sacar el móvil del bolsillo de la chaqueta. Parecía muy asustado y cuando contestó, su voz sonó chillona.
– ¿Hola?
Incluso desde el otro lado del coche, Riley podía oír al padre de Sal gritándole qué dónde demonios estaba y que si no regresaba ahora mismo a casa, llamaría a la policía. A Sal le daba miedo su padre, y la miró como si estuviera a punto de llorar. Cuando su padre finalmente colgó el teléfono, Sal detuvo el coche en medio de la carretera y comenzó a gritarle a Riley.
– ¡Dame el resto del dinero! ¡Ya!
Parecía que se había vuelto loco. Riley se echó hacia atrás hasta sentir la puerta en la espalda.
– En cuanto lleguemos.
Él la agarró de la chaqueta y la sacudió. Una pequeña burbuja de saliva salió disparada de su boca.
– Dámelo o te arrepentirás.
Ella se pegó contra la puerta del coche, pero él la había asustado tanto que se señaló la deportiva.
– Aquí está el dinero.
– De prisa, ¡dámelo!
– Llévame antes a la granja.
– Si no me lo das ahora, te pegaré.
Ella sabía que hablaba en serio, y se bajó el calcetín para coger los billetes.
– Te lo daré cuando lleguemos.
– ¡Dámelo ahora! -le retorció la muñeca.
Riley percibió su aliento agrio con olor a ganchitos de queso.
– ¡No me toques!
El le abrió la mano a la fuerza y le arrebató el dinero. Luego le soltó el cinturón de seguridad e inclinándose hacia ella, abrió la puerta de golpe.
– ¡Largo!
Ella estaba tan asustada que se le saltaron las lágrimas.
– Llévame a la granja primero. No me dejes aquí tirada. Por favor.
– ¡Lárgate ya! -La empujó. Ella intentó sujetarse a la puerta, pero no calculó bien y cayó a la carretera-. No se lo digas a nadie -gritó Sal-. Si se lo dices a alguien, lo lamentarás. -Le tiró la mochila, cerró la puerta y salió pitando.
Permaneció tirada en mitad de la carretera hasta que dejó de oír el sonido del motor. Todo lo que se escuchaba eran sus sollozos. Estaba oscuro como la boca del lobo. Allí no había farolas como en Nashville, y ni siquiera se veía la luna, sólo una mancha gris donde las nubes la ocultaban. Oyó crujidos y se acordó de una película que había visto donde un hombre salía del bosque y secuestraba a la chica para llevársela a su casa y cortarla en pedazos. Tan asustada estaba que se colgó la mochila a la espalda y cruzó corriendo la carretera hacia el campo.
Le dolían el codo y la pierna sobre los que había caído, y tenía que orinar ya o se lo haría en los pantalones. Mordiéndose los labios, se bajó la cremallera. Como los pantalones le quedaban muy ajustados, le costó trabajo bajárselos. Mantuvo la vista fija en el bosque del otro lado de la carretera mientras orinaba. Para cuando terminó y se subió los pantalones, veía mejor en la oscuridad, y aunque aún no había salido ningún hombre de entre los árboles, le castañeaban los dientes.
Recordó las indicaciones del MapQuest. El desvío en la carretera de Callaway no podía quedar muy lejos, y cuando lo encontrara, todo lo que tenía que hacer sería recorrer los cinco kilómetros hasta la granja; cinco kilómetros no era demasiado. Pero no se acordaba en qué dirección era.
Se enjugó la nariz con la manga de la cazadora. Cuando Sal la había tirado fuera del coche, había rodado un poco y había perdido la orientación. Buscó alguna indicación en la oscuridad, pero como la carretera iba cuesta arriba no veía nada. A lo mejor aparecía un coche, pero ¿y si era un secuestrador el que lo conducía? ¿Y si fuera un asesino en serie?
Si no recordaba mal estaban subiendo esa cuesta cuando llamó el padre de Sal, aunque no estaba demasiado segura. Recogió la mochila y echó a andar porque no podía quedarse allí parada. La noche no era tan silenciosa como había pensado. Escuchó el ulular de un búho, que le pareció espeluznante, el viento susurró entre los árboles, y oyó ruidos serpenteantes que esperaba que no fueran serpientes porque le daban pánico. No importaba cuánto lo intentara, simplemente no podía evitar gemir de miedo.
Comenzó a pensar en su madre. Riley había vomitado cuando Ava le dio las noticias. Al principio, sólo podía pensar en sí misma y lo que le ocurriría. Pero luego recordó las canciones absurdas que su madre le solía cantar. Había sido cuando Riley era una dulce niñita, antes de engordar y dejar de gustarle. Durante el funeral, Riley intentó imaginar qué había sentido su madre cuando se le llenaron los pulmones de agua, y se había puesto a llorar de tal manera que Ava la había tenido que sacar de la iglesia. Luego, su padre le prohibió ir al cementerio para el entierro, y tuvo una gran discusión con la tía Gayle al respecto, pero a su padre no le asustaba la tía Gayle como a todos los demás, así que Ava se llevó a Riley a casa y la dejó comer todas las palomitas que quiso antes de meterse en la cama.
La brisa alborotó el pelo de Riley, que era tan oscuro como las ramas, no era rubio como el de su madre, su tía y Trinity.
«Es un bonito color, Riley. Negro como la noche.»
Eso es lo que Riley suponía que le diría su hermano mayor de su pelo. Sería su mejor amigo.
Cuanto más subía la cuesta, más le costaba respirar y apenas podía mantener el ritmo por el viento que le daba en la espalda. Se preguntó si su madre estaría allí arriba con Dios vigilándola y buscando la mejor manera de ayudarla. Pero si en verdad su madre estaba en el Cielo, lo más seguro es que estuviera hablando con sus amigos por teléfono y fumando.
A Riley le ardían las piernas donde se rozaban y le dolía el pecho. Si estaba yendo en la dirección correcta, ¿por qué aún no había visto ninguna indicación? La mochila le pesaba tanto que la arrastraba. Si moría allí, los lobos se comerían su cara antes de que alguien la encontrara y entonces nadie sabría que ella era Riley Patriot, la hija de Jack Patriot.
Todavía no había llegado a lo alto de la cuesta cuando vio un letrero metálico doblado. La granja Callaway. Esa carretera también era cuesta arriba. El asfalto estaba agrietado en los laterales, y tropezó. Se le desgarraron los pantalones y se echó a llorar, pero se obligó a levantarse. Esta carretera no era recta como la otra, y tenía curvas que la asustaban porque no sabía qué encontraría en el otro lado.
En ese momento, casi no le importaba morir, pero no quería que un lobo le comiera la cara, así que continuó. Por fin, llegó al final de la cuesta. Intentó visualizar la granja abajo, pero estaba demasiado oscuro. Los dedos del pie se le clavaron en las punteras de las deportivas cuando comenzó a bajar. Finalmente, el bosque se despejó dejando a la vista una alambrada. El viento frío le helaba las mejillas, pero sudaba bajo el plumífero rosa. Le parecía que ya había caminado doscientos kilómetros, ¿y si hubiera pasado por delante de la granja sin verla?
Al final de la cuesta, vio una forma. ¡Un lobo! El corazón se le subió a la garganta. Se detuvo. A esas alturas debería de estar amaneciendo, pero no lo estaba. La forma no se movió. Dio un paso, luego otro, acercándose cada vez más y más, hasta que se percató de que se trataba de un viejo buzón. Allí ponía algo, pero estaba demasiado oscuro para verlo, y lo más probable era que ni siquiera fuera el nombre de su hermano ya que las personas como su padre y su hermano no dejaban que la gente supiera dónde vivían. Bueno, ésa tenía que ser su granja, así que continuó.
A partir de ahí la carretera era todavía peor; era grava sin asfalto y los grandes árboles lo oscurecían todo aún más. Se volvió a caer, haciéndose daño en la palma de las manos. Al final, dobló una curva donde se interrumpían los árboles y vio una casa, pero no tenía luz. Ni siquiera una en el porche delantero. Su casa de Nashville tenía detectores de movimiento, y si se acercaba un ladrón se encendía todo. Ojala esa casa también los tuviera, pero sabía que no había cosas así en el campo.
Con la mochila en la mano se acercó aún más. Vio más edificios. La forma de un granero. Debería haber pensado qué haría si no había nadie despierto. Su madre odiaba que la despertaran muy temprano. Tal vez a su hermano también le molestara, o peor aún, ¿y si su hermano no estaba allí? ¿Y si todavía estaba en Chicago? Eso era lo único en lo que no había querido pensar.
Necesitaba un lugar para descansar hasta que amaneciera. Le asustaba ir al granero, así que lentamente se encaminó hacia la casa.
8
Unos débiles rayos de luz se filtraban a través de las cortinas de encaje de la diminuta ventana que había sobre la cabeza de Blue. Era demasiado temprano para levantarse, pero se había bebido un vaso grande de agua antes de dormir, y la caravana gitana, a pesar de todas sus comodidades, no tenía cuarto de baño. Blue nunca había pasado la noche en un lugar tan maravilloso. Había sido como dormirse en medio de un cuento de hadas para reencontrarse con un apasionado príncipe gitano de pelo rubio con quien había bailado toda la noche alrededor del fuego de campamento.
No se podía creer que hubiera soñado con él. Lo cierto es que Dean era exactamente el tipo de hombre que inspiraría escandalosas fantasías en cualquier mujer, pero no en una tan realista como ella. Desde la mañana anterior había sido demasiado consciente de él en todos los sentidos, y necesitaba expulsarlo de su mente.
El suelo de madera del carromato estaba frío. Había pasado la noche con una camiseta naranja que decía: Mi CUERPO POR UNA CERVEZA y unos pantalones flojos de yoga que no habían visto jamás una clase de yoga, pero que eran supercómodos. Tras ponerse las chanclas, salió al frío aire matutino. Sólo las aves quebraban la quietud de la mañana, ni cubos de basura, ni sirenas ni cláxones de camiones dando marcha atrás. Se dirigió a la casa y entró por la puerta lateral. Con la luz matutina, los muebles blancos de la cocina y los tiradores rojos brillaban contra las encimeras nuevas de esteatita.
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