– No vas a pasarte la vida jugando al fútbol. ¿Qué pasará luego?

– No importará. Seguirán ahí. -Le dio una patada al eje de la camioneta-. Además, para eso aún queda mucho tiempo.

«No tanto», pensó ella. Dean estaba a un paso de considerarse viejo en el mundo del fútbol.

Blue oyó ladrar aun perro, un ladrido agudo v continuo. Miró por encima del hombro a tiempo de ver la carrera apresurada de una bola blanca entre la maleza. El animal se detuvo al verlos. Echó hacia atrás unas orejas diminutas y su agudo ladrido se hizo más feroz. Tenía el pelaje enredado alrededor de la cara y trozos de hierbas pegados a las patas. Blue lo miró con ojo crítico, parecía un cruce de maltes, el tipo de perro al que deberían llamar Bomboncito y poner un lacito en el moño. Pero ese pequeño animal tenía pinta de no haber sido mimado en mucho tiempo.

Dean se acuclilló.

– ¿De dónde has salido, colega?

El perro dejó de ladrar y lo miró con suspicacia. Dean le tendió la mano con la palma hacia arriba.

– Es increíble que no te haya zampado un coyote.

El perro ladeó la cabeza, luego lo olisqueó con cautela en respuesta a sus palabras.

– No es exactamente un perro de campo -dijo Blue.

– Apuesto lo que quieras a que lo han abandonado. Lo habrán dejado tirado en la carretera. -Hurgó entre el mugriento pelaje del cuello-. No lleva collar. ¿Qué te ha pasado, Asesino? -le pasó la mano por el lomo-. Se le notan las costillas. ¿Cuánto hace que no comes? Me gustaría que me dejaran cinco minutos a solas con el desgraciado que te ha dejado tirado.

El animal se tendió sobre el lomo y abrió las patas. Era una perra.

Blue bajó la vista a la pequeña zorrita.

– Chica, al menos deja que Dean se esfuerce un poco.

– Ignora a Bo Beep. La falta de sexo la convierte en una amargada. -Dean acarició la barriga flaca y sucia del animal-. Ven, Asesina. Vamos a ver qué encontramos para darte de comer. -Con una última palmadita, se puso en pie.

Blue los siguió.

– En cuanto le das de comer a un perro, pasa a ser tuyo.

– ¿Y qué? En las granjas se necesitan perros.

– Perros pastores o collies. No esta perra pija.

– En la granja de Dean creemos que todos se merecen una oportunidad.

– Te advierto -le gritó a la espalda- que ése es un perro de gay, así que si quieres seguir en el armario…

– Voy a tener que denunciarte a la policía de lo políticamente correcto.

Al menos esa pequeña perra sarnosa había conseguido que Dean olvidara el drama que se desarrollaba en la casa, y Blue intentó seguir distrayéndolo discutiendo con él hasta que alcanzaron el patio delantero.

Los camiones que deberían estar en el camino de entrada no estaban a la vista. Ni los martilleos ni el rugir de las taladradoras interrumpían el sonido de los pájaros.

Él frunció el ceño.

– Me pregunto qué habrá pasado.

April salió de la casa con el móvil en la mano. La perra la recibió con unos fieros aullidos agudos.

– ¡Silencio! -dijo Dean. El animal reconoció el tono autoritario y se calló. Dean examinó el patio.

– ¿Dónde se ha metido todo el mundo?

April bajó los escalones del porche.

– Al parecer han caído todos misteriosamente enfermos.

– ¿Todos?

– Eso parece.

Blue no tardó en juntar todas las piezas y no le gustó en absoluto la conclusión a la que llegó.

– No será por eso… no, no puede ser.

– Nos están boicoteando. -April levantó una mano-. ¿Qué hiciste para cabrear tanto a esa mujer?

– Blue hizo lo que debía -la defendió Dean.

Riley salió corriendo al porche.

– ¡He oído un perro! -La perra mestiza agitó la cola al verla. Riley bajó corriendo las escaleras, pero se detuvo cuando estaba cerca. Arrodillándose, extendió la mano igual que había hecho Dean un rato antes.

– Hola, perrita.

La bola de pelo sucio la miró con suspicacia, pero consintió en ser acariciada. Riley miró a Dean con el ceño fruncido.

– ¿Es tuya?

Él consideró la idea un momento.

– ¿Por qué no? Cuando yo no esté aquí, habrá un casero.

– ¿Cómo se llama?

– Se ha perdido. No tiene nombre.

– Podría… llamarla… -estudió a la perra. ¿Qué tal Puffy?

– Esto… yo había pensado en algo tipo Asesina.

Riley volvió a estudiar a la perra.

– Tiene más pinta de Puffy.

Blue no pudo seguir manteniéndose dura con la perrita perdida por más tiempo.

– Vamos a ver si encontramos algo de comer para Puffy.

– Dame el teléfono del contratista -le dijo Dean a April-. Quiero hablar con él.

– Ya lo he intentado yo. Pero no coge el teléfono.

– Entonces será mejor que le haga una visita personal.


April quería que Puffy pasara por el veterinario, y de alguna manera convenció a Jack de que se llevara a la perra cuando Riley y él fueran a Nashville. Blue sabía que al final se quedaría con la perra. A pesar de lo que Jack había prometido, Blue no creía que fuera a regresar con Riley. Le dio un fuerte abrazo a la niña cuando se fue.

– No dejes que nadie te mangonee, ¿me oyes?

– Lo intentaré -respondió Riley con un deje interrogativo.

Blue quería hacer autostop para ir al pueblo a buscar trabajo, pero April necesitaba ayuda, así que se pasó el día intentando pagarse el sustento limpiando alacenas, colocando platos y ordenando armarios. Dean le envió un e-mail a April diciéndole que el contratista había desaparecido. Una «emergencia familiar» según un vecino.

Al caer la tarde, April la obligó a que tomara un descanso, y Blue se fue a explorar. Vagó por el bosque, siguiendo el riachuelo hasta el estanque y estuvo fuera más tiempo del que había pensado. Cuando regresó se encontró una nota de Dean esperándola en la encimera de la cocina.

Cariño:

Estaré de regreso el domingo por la noche. Mantenme la cama caliente.

Tu cariñoso novio

PD: ¿Por qué dejaste que Jack se llevara a mi perra?


Tiró la nota a la basura. De nuevo, una persona a la que había tomado cariño, se había largado sin avisar. Bueno ¿y qué? No le importaba lo más mínimo.

Era viernes. ¿Dónde habría ido? Un terrible presentimiento se apoderó de ella. Rápidamente subió las escaleras y corrió hasta su dormitorio. Cogió el bolso, y sacó la cartera. Por supuesto, los cien dólares que le había dado la noche anterior habían desaparecido.

Su cariñoso novio quería asegurarse de que ella siguiera allí cuando él estuviera de vuelta.


Annabelle Granger Champion miró a Dean desde el otro extremo de la sala de la espaciosa y moderna casa que compartía con su marido y sus dos hijos en el Lincoln Park de Chicago. Dean estaba aún tumbado en el suelo tras una pelea a vida o muerte con su hijo Trevor de tres años que ahora echaba la siesta.

– Me estás ocultando algo -le dijo Annabelle desde el amplio sofá.

– Te oculto bastantes cosas -replicó él-, y pienso seguir haciéndolo.

– Soy casamentera profesional. Ya he oído eso antes.

– Vale. Entonces no necesitas oír nada más. -Se levantó y caminó hacia las ventanas que daban a la calle. Tenía un vuelo nocturno a Nashville, y no pensaba perderlo. No lo iban a echar de su propia casa, y siempre que tuviera a Blue como amortiguador, podría soportarlo.

Pero Blue era más que un amortiguador. Era…

No sabía lo que era. No era exactamente una amiga, aunque lo comprendía mejor que las personas que lo conocían desde hacía años, y le divertía tanto como cualquiera de ellas, quizá más. Además, no quería follar con sus amigos, y, definitivamente, quería follar con ella.

Bueno. Era un autentico semental. Recordar su mortificante papel del jueves por la noche le ponía los pelos de punta. Había estado jugueteando con ella, calentándola, pero entonces había oído esos gemidos guturales, la había sentido correrse, y había perdido el control. Literalmente. Blue había estado provocándolo desde el momento que se conocieron. Así que Speed Racer, ¿eh? La próxima vez, iba a hacer que se comiera esas palabras.

Annabelle estaba mirándolo fijamente.

– Te pasa algo -dijo ella-, y creo que tiene que ver con una mujer. Lo he sentido durante toda la tarde. Es algo más que otra de tus relaciones sin sentido. Has estado demasiado distraído.

Él arqueó una ceja.

– ¿Te has convertido en vidente o algo así?

– Las casamenteras tienen que tener algo de vidente. -Ella miró a su marido-. Heath, vete. No me contará nada si estás aquí. -Annabelle había conocido al agente de Dean no mucho después de heredar el negocio de casamentera de su abuela cuando Heath la había contratado para buscarle una esposa bella y sofisticada. Annabelle no era ninguna de esas cosas. Pero sus grandes ojos, su personalidad arrolladora y aquel pelo rojizo y rizado lo habían cautivado, y tenían uno de los mejores matrimonios que Dean había visto nunca.

Heath, al que apodaban La Pitón, por su costumbre de acabar con todos sus enemigos con aquella sonrisa viperina en la boca, era un tío guapo, casi de la altura de Dean. Se había licenciado en una de las mejores universidades del país y tenía la mentalidad de un perro callejero.

– Boo me lo cuenta todo, Annabelle. Ya sabes que es uno de mis mejores amigos.

Dean soltó un bufido.

– Tu verdadera amistad, Heathcliff, radica en cuánto dinero genero para Champion Sports Management.

– Te tiene calado, Heath -dijo Annabelle jovialmente. Y luego, dirigiéndose a Dean añadió-: Entre nosotros, lo vuelves loco. Eres demasiado imprevisible.

Heath acomodó a su hija recién nacida, que acababa de dormirse, en el hueco del cuello.

– Venga, venga, Annabelle, nada de conversaciones íntimas con mis clientes inseguros.

Dean adoraba a esos chicos. Bueno, adoraba a Annabelle, pero sabía que su carrera profesional no podía estar en mejores manos que las de Heath.

Annabelle era como un sabueso cuando sentía que estaba tras la pista de algo interesante.

– Estás totalmente distraído, Dean. He perdido dos kilos y ni siquiera te has dado cuenta. ¿Qué te pasa? ¿Quién es ella?

– No me pasa nada. Si quieres fastidiar a alguien, métete con Bozo. ¿Sabes que piensa pedir el quince por ciento de las ventas por ese anuncio de colonia?

– Ya le he dicho a Heath que iba a poder regalarme un coche nuevo -dijo ella-. Ahora deja de marear la perdiz. Has conocido a alguien.

– Annabelle, me fui de Chicago hace menos de dos semanas, y hasta que llegué a la granja, pasé la mayor parte del tiempo en el coche. ¿Cómo hubiera podido conocer a alguien?

– No sé cómo, pero sé que lo has hecho. -Annabelle bajó los pies descalzos al suelo-. Oh, yo debería estar allí para supervisarlo todo. Te dejas llevar demasiado por las apariencias. No digo que seas superficial, porque no lo eres, pero te van las chicas superficiales, y luego te llevas un buen chasco cuando ninguna está a la altura de tus expectativas. Al menos me queda el consuelo de que he conseguido varios enlaces con las mujeres que has desechado.

Dean veía hacia donde se dirigía exactamente esa conversación, e intentó desviarla.

– Entonces, Heath, ¿Gary Candliss aún no ha firmado con Phoebe? Cuando hablé con Kevin parecía que habían cerrado el trato.

Annabelle continuó presionando.

– Y luego, cuando doy con alguien que es perfecta para ti, ni siquiera le das una oportunidad. Es lo que pasó con Julie Sherwin.

– Allá vamos -murmuró Heath.

Annabelle lo ignoró.

– Julie era guapa, lista, tenía éxito, era una de las mujeres más dulces que he conocido, pero… ¡te deshiciste de ella tras sólo dos citas!

– Pasé de ella porque se tomaba todo lo que decía literalmente. Has de admitir, Annabelle, que es demasiado desconcertante. La ponía tan nerviosa que no era capaz de comer, y no es que comiera mucho precisamente. Dejarla fue una obra de caridad.

– Eso es lo que les haces a las mujeres. Sé que intentas que no sea así, pero es eso lo que ocurre. Es por tu aspecto. Salvo Heath, eres mi cliente más tozudo.

– No soy tu cliente, Annabelle -replicó-. No te pago.

– Celo profesional -canturreó ella, pareciendo tan complacida consigo misma que los dos, Dean y Heath, se rieron.

Dean agarró las llaves del coche de alquiler de la mesita de café.

– Mira, Annabelle. He regresado a la ciudad este fin de semana para empaquetar algunas cosas que quería mandar a la granja y para que tu marido me pusiera al día de todos mis asuntos. No ha pasado nada extraordinario en mi vida.