– Sí, pero no siempre -dijo Monty con arrogancia-. Sólo lo eres cuando se trata de mi trabajo creativo. -Se colocó las gafas-. Ahora dime dónde está mi CD de Dylan. Sé que lo tienes tú.
– Si soy tan víbora como dices, ¿por qué no has podido escribir ni un solo poema desde que abandonaste Seattle? ¿Por qué me dijiste que yo era tu musa?
– Eso fue antes de conocerme a mí -interpuso Sally-. Antes de que nos enamoráramos. Ahora su musa soy yo.
– ¡Si lo conociste hace dos semanas!
Sally se recolocó el tirante del sujetador.
– El corazón no necesita más tiempo para reconocer a su alma gemela.
– Su alma de mierda querrás decir -replicó Castora.
– Eso ha sido cruel, Blue -dijo Sally-, y muy ofensivo. Sabes que es la sensibilidad de Monty lo que le hace ser un magnífico poeta. Y es el motivo por el que lo atacas. Porque estás celosa de su creatividad.
Sally empezaba a poner a Dean de los nervios, así que no se sintió sorprendido cuando Castora se giró hacia ella y le dijo:
– Si vuelves a abrir la boca, te tragas la lengua. ¿Entendido? Esto es entre Monty y yo.
Sally abrió la boca, pero algo en la expresión de Castora debió de hacerla reflexionar porque se detuvo y la cerró otra vez. Lástima. Le hubiera gustado ver cómo Castora la ponía en su sitio. Aunque Sally parecía estar en buena forma para hacerle frente.
– Sé que estás molesta -dijo Monty-, pero llegará el día en que te alegres por mí.
Ese tío se había graduado con honores en estupidez. Dean observó cómo Castora se intentaba remangar las patorras.
– ¿Alegrarme?
– No quiero discutir contigo -dijo Monty con rapidez-. Siempre quieres discutirlo todo.
Sally asintió.
– Eso es lo que haces, Blue.
– ¡Y tienes razón! -Sin más advertencia, Castora se arrojó sobre Monty que cayó con un ruido sordo.
– ¿Qué haces? ¡Basta! ¡Apártate de mí!
Ese tío gritaba como una chica, y Sally se acercó para ayudarlo.
– ¡Déjalo en paz!
Dean se apoyó contra el Vanquish para disfrutar del espectáculo.
– ¡Mis gafas! -chilló Monty-. ¡Cuidado con mis gafas!
Se hizo un ovillo para protegerse cuando Castora le arreó un mamporro en la cabeza.
– ¡Fui yo quien pagó esas gafas!
– ¡Para! ¡Déjalo! -Sally cogió la cola de Castora y tiró de ella con todas sus fuerzas.
Monty se debatía entre proteger su bien más preciado o sus preciosas gafas.
– ¡Te has vuelto loca!
– ¡Todo se pega! -Castora intentó darle otro sopapo, pero no acertó. Demasiada pata.
Sally tenía buenos bíceps y lo demostró cuando tiró de nuevo de la cola con todas sus fuerzas, pero Castora había tomado ventaja, y no pensaba retirarse hasta ver correr la sangre. Dean no había visto una pelea tan divertida desde los últimos treinta segundos del partido contra los Giants la pasada temporada.
– ¡Me has roto las gafas! -lloriqueó Monty, apretándose la cara con las manos.
– Pues prepárate. ¡Ahora toca tu cabeza! -Castora volvió a la carga.
Dean hizo una mueca de dolor, pero al final, Monty recordó que tenía un cromosoma Y en alguna parte y con ayuda de Sally se las arregló para empujar a Castora a un lado y ponerse en pie.
– ¡Voy a denunciarte! -gritó como un llorica-. Voy a conseguir que te arresten.
Dean no pudo soportarlo más y se acercó. Con los años, había visto suficientes grabaciones de sí mismo como para saber la impresión que causaba su caminar pausado, así que se irguió cuan alto era, exhibiendo su larga y ominosa figura, con el sol arrancándole destellos a su pelo dorado. Hasta los veintiocho años había llevado pendientes de diamantes en la oreja porque le gustaba chulearse, pero aquella etapa ya había pasado y ahora se conformaba con llevar sólo un reloj.
Incluso con las gafas rotas, Monty lo vio y se quedó pálido.
– Tú has sido testigo -lloriqueó el poetucho-. Has visto lo que me ha hecho.
– Lo único que he visto -dijo Dean con acento arrastrado-, fue otra razón más para que no te invitemos a nuestra boda. – Se situó al lado de Castora y, pasándole un brazo por los hombros, miró cariñosamente esos sorprendidos ojos violetas-. Voy a tener que pedirte perdón, cariño. Debería haberte creído cuando me dijiste que este William Shakespeare de pacotilla no merecía que le dieras explicaciones. Pero no, tuve que convencerte para venir a hablar a este pobre hijo de perra. La próxima vez, recuérdame que confié en ti. Sin embargo, estarás de acuerdo conmigo en que deberías haberte cambiado de ropa antes de venir, tal y como te sugerí. No creo que nuestra extravagante vida sexual sea de la incumbencia de nadie.
Castora no parecía el tipo de mujer a la que se podía sorprender con facilidad, pero al parecer él lo había logrado, y para ser un hombre que se ganaba la vida con las palabras, la verborrea de Monty parecía haber caído en dique seco. Sally apenas pudo emitir un graznido.
– ¿Vas a casarte con Blue?
– Nadie está más sorprendido que yo -dijo Dean encogiéndose de hombros con modestia-. ¿Quién podía imaginar que me aceptaría?
¿Y qué podían replicar ellos a eso?
Cuando Monty finalmente recuperó el habla, comenzó a lloriquearle a Blue sobre el CD de Bob Dylan, que Dean suponía que sería una más que probable copia pirata. Monty pareció venirse abajo tras oír eso, pero Dean no pudo resistirse a hurgar en la herida. Cuando el poetucho y Sally se subieron al coche, se giró hacia Castora y le dijo en un tono lo suficientemente alto como para que oyeran sus palabras:
– Vamos, cielito. Vayamos a la ciudad para comprar ese diamante de dos quilates que demostrará a todo el mundo que eres la dueña de mi corazón.
Hubiera jurado que oyó gemir a Monty.
El triunfo de Castora fue efímero. El Focus ni siquiera había abandonado el camino de entrada cuando la puerta de la casa se abrió de repente y salió al porche una corpulenta mujer con el pelo teñido de negro, las cejas pintadas y la cara muy maquillada.
– ¿Qué está pasando?
Castora miró la nube de polvo del camino y dejócaerlos hombros.
– Cosas nuestras.
La mujer cruzó los brazos sobre su amplio pecho.
– Supe en cuanto te vi que causarías problemas. No debería haber permitido que te quedaras. -Mientras le soltaba el rollo a Castora, Dean pudo captar lo suficiente para reconstruir los hechos. Al parecer, Monty había vivido en la casa de huéspedes hasta diez días antes, cuando se había largado con Sally. Castora había llegado justo un día después, había encontrado la carta donde le daba plantón y había optado por quedarse allí hasta decidir qué hacer.
Unas gotas de sudor perlaban la frente de la propietaria de la casa de huéspedes.
– No te quiero en mi casa.
Castora pareció recobrar su espíritu combativo.
– Me largaré a primera hora de la mañana.
– Será mejor que me pagues antes los ochenta y dos dólares que me debes.
– Por supuesto. -Castora irguió la cabeza con rapidez. Jurando entre dientes, pasó junto a la mujer y entró en la casa.
La mujer centró la atención en Dean y luego en el coche. Por lo general, todos los habitantes de Estados Unidos se ponían en fila para besarle el culo, pero parecía que ella no era aficionada al fútbol americano.
– ¿Eres traficante de drogas o algo así? Como lleves droga en el coche, llamaré al sheriff.
– Sólo llevo paracetamol. -Y algunos calmantes más fuertes que no pensaba mencionar.
– Así que eres un graciosillo. -La mujer le dirigió una mirada aviesa y entró en la casa. Dean lamentó su desaparición. Por lo visto, la diversión había terminado.
No lo ilusionaba volver a ponerse en camino, a pesar de que había decidido hacer ese viaje para aclarar sus ideas y comprender por qué parecía haberse acabado su buena suerte. Había sufrido bastantes golpes y magulladuras jugando al fútbol, pero habían sido cosas insignificantes. Ocho años en la NFL, la Liga Nacional de Fútbol Americano, y ni siquiera se había roto el tobillo, sufrido un esguince o dañado el talón de Aquiles. Nada más grave que un dedo roto.
Pero esa situación había llegado a su fin tres meses antes, en el partido de los playoffs de la AFC contra los Steelers. Se había dislocado el hombro y desgarrado el tendón. La cirugía había funcionado bastante bien. El hombro respondería durante algunas temporadas más, pero nunca a pleno rendimiento, y ése era el problema. Se había acostumbrado a considerarse alguien invencible. Eran los demás jugadores los que sufrían lesiones, no él, por lo menos hasta ese momento.
Su maravillosa vida también había llegado a su fin en otros aspectos. Había comenzado a pasar demasiado tiempo en los clubs. Luego, casi sin darse cuenta, tíos a los que apenas conocía dormían en su casa, y mujeres desnudas se bañaban en su bañera. Al final, había optado por hacer un largo viaje en solitario por carretera, pero cuando le faltaban ochenta kilómetros para llegar a Las Vegas, había llegado a la conclusión de que la Ciudad del Pecado no era el mejor lugar para poner orden en su cabeza, así que enfiló hacia el este atravesando Colorado.
Por desgracia, la soledad no le sentaba nada bien. En lugar de ver las cosas con mejor perspectiva, había terminado todavía más deprimido. La aventura con Castora había sido una gran distracción que, para su desdicha, había llegado a su fin.
Cuando se dirigía hacia el coche, llegaron hasta él los estridentes chillidos de una violenta discusión entre mujeres. Un segundo después, se abrió la puerta mosquitera de golpe y salió volando una maleta. Aterrizó en mitad del césped, abriéndose y derramando todo el contenido: vaqueros, camisetas, un sujetador morado y algunas bragas naranja. Después apareció una bolsa azul marino. Y luego Castora.
– ¡Aprovechada! -gritó la propietaria de la casa de huéspedes antes de dar un portazo.
Castora tuvo que sujetarse a un pilar para no caerse del porche. En cuanto recuperó el equilibrio, pareció perdida, así que se sentó en el último escalón y se sujetó la cabeza entre las patas.
Ella le había dicho que su coche no funcionaba, lo que le daba una excusa para posponer su aburrido viaje en solitario.
– ¿Quieres que te lleve? -gritó.
Cuando ella levantó la cabeza, pareció sorprendida de que él todavía estuviera allí. El que una mujer hubiera olvidado su existencia era algo tan inusual que despertó su interés. Ella vaciló, luego se puso de pie con torpeza.
– Vale.
La ayudó a recoger sus ropas, en concreto las prendas más delicadas que requerían mayor destreza manual. Como las bragas. Que, como verdadero experto en el tema, consideraba más de un WallMart que de una marca de ropa interior cara como Agent Provocateur, pero, a pesar de ello, tenía un bonito surtido de sujetadores de llamativos colores y provocativos estampados. Nada de lazos. Y, lo más desconcertante aún, nada de encajes. Algo extraño, ya que esa delicada cara angulosa de Castora -a pesar del sudor y el pelaje que la acompañaban- tenía cierto parecido a un personaje de los libros de Mamá Ganso, la pequeña pastorcilla Bo Peep vestida de lazos y encajes.
– A juzgar por la actitud de tu casera -le dijo mientras metía la maleta y la bolsa en el maletero del Vanquish-, supongo que no le has pagado los ochenta y dos dólares.
– Peor todavía. Me han robado doscientos dólares de la habitación.
– Al parecer tienes mala suerte.
– Ya estoy acostumbrada. Pero no ha sido mala suerte. Ha sido más un caso de estupidez. -Dirigió una mirada a la casa-. Sabía que Monty regresaría en cuanto encontré el CD de Dylan bajo la cama. Pero en vez de esconder el dinero en el coche, lo metí entre las páginas de un ejemplar de People. Monty odia People. Dice que sólo lo leen los retrasados mentales, así que supuse que el dinero estaría seguro.
Dean no solía leer People, pero le tenía cierto cariño. Había posado en una sesión de fotos para esa revista y el personal había sido muy amable con él.
– Supongo que querrás ir a la tienda de bricolaje El Gran Castor de Ben -dijo después de ayudarla a subir-. A menos claro está, que estés intentando imponer una moda.
– ¿Puedes dejarme allí antes de ir a… -Castora parecía sentir una fuerte aversión por él, lo que era bastante desconcertante, puesto que era una mujer y él era…, bueno, era Dean Robillard. Ella bajó la mirada al navegador GPS- Tennessee?
– Voy de vacaciones cerca de Nashville. -La semana anterior le había gustado como sonaba. Ahora no estaba seguro. Aunque vivía en Chicago era un californiano de pura cepa, ¿para qué diablos se había comprado una granja en Tennessee?
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