– Si crees que puedo pintar un bello y esplendoroso paisaje en estas paredes, te llevarás una gran decepción. Mis paisajes son de lo más vulgar.

– Con tal de que no pintes nada afeminado, seré feliz. No quiero bailarines de ballet, ni damas del siglo pasado con sombrillas. Y ni hablar de conejos muertos servidos en platos.

– No te preocupes. Los bailarines de ballet y los conejos muertos serían demasiado innovadores para mí. -Se dio la vuelta para irse-. La vida es demasiado corta, así que prefiero no hacer nada.

Ahora que la idea había echado raíces en su cabeza, Dean no estaba dispuesto a desecharla, pero iba a esperar un poco más antes de presionarla.

– ¿Dónde está mi perra?

Ella se masajeó el hombro del brazo con el que había estado pintando.

– Creo que tu valiente Puffy está merendando en el jardín de atrás con Riley.

El fingió marcharse, pero se dio la vuelta antes de salir al vestíbulo.

– Sé que debería habértelo contado antes, en especial cuando sé lo ansiosa que estás por que se pongan las puertas. Pero antes de salir para Chicago, visité al encargado de las puertas. Vive en el condado de al lado, al margen del boicot, así que logré convencerlo para que las trajera pronto. Aparecerá con ellas en cualquier momento.

Los ojos de Blue brillaron con suspicacia.

– Lo has sobornado.

– Un poco de incentivo no viene mal.

– La vida es menos complicada cuando eres rico, ¿verdad?

– O eres un auténtico encanto. No lo olvides.

– ¿Cómo podría? -replicó ella-. Es lo único que tenemos en común.

Él sonrió.

– Pronto podremos cerrar la puerta del dormitorio. Justo lo que yo quería.


Cuando Dean regresó de comprar la pintura, eran más de las cinco. La casa estaba tranquila, y salvo el rincón del comedor, la cocina mostraba una brillante capa de pintura amarilla. No estaba el SUV negro de Jack, así que Riley y él debían haber salido a cenar. Hasta ahora, había logrado evitarlos y tenía intención de seguir haciéndolo. Aspiró el olor fresco a pintura y madera nueva. Se había imaginado como propietario de una casa con palmeras en el Pacífico, pero le encantaba esa granja con sus cien acres. Sería un lugar perfecto, cuanto se deshiciera de esos molestos invitados. Salvo Blue. Se había perdido ya un fin de semana con ella, y no estaba preparado para dejar que se fuera todavía.

Tras dejar la pintura en la cocina, oyó el agua de la ducha. Sacó el resto de las bolsas del coche y luego se dirigió arriba, al dormitorio, donde dejó las bolsas en el suelo al lado de las maletas antes de mirar hacia el cuarto de baño. Las ropas manchadas de pintura de Blue formaban un charco en el suelo. Sólo un verdadero pervertido apartaría ese plástico que ella había insistido en colgar en el hueco de la puerta, y él nunca había sido un pervertido. Así que se olvidó del plástico y esperó como un caballero a que ella saliera.

A ser posible desnuda.

Dejó de oírse el agua. Él se quitó la camisa y la dejó caer a un lado, una maniobra manida, cierto, pero a ella le gustaba su pecho. Observó el plástico y se dijo a sí mismo que no debía hacerse demasiadas ilusiones. Había muchas posibilidades de que ella saliera de ese baño con botas militares y pantalones de camuflaje.

Tuvo suerte. Blue sólo llevaba una toalla blanca sujeta debajo de las axilas cuando salió. No iba exactamente desnuda, pero al menos podía ver sus piernas. No pudo apartar la vista del reguero de agua que se le deslizaba por el interior del delgado muslo.

– ¡Fuera! -Como si fuera una ultrajada ninfa del mar, ella señaló el pasillo con el dedo.

– Es mi habitación -dijo él.

– Tengo mis derechos.

– ¿Como por ejemplo?

– Los derechos de hospedaje van implícitos en el trato. Fuera.

– Necesito darme una ducha.

Ella señaló la puerta del cuarto de baño.

– Te prometo que no te molestaré.

Él se acercó más.

– Comienzo a preocuparme seriamente por ti. -Cuando se detuvo a su lado, le llegó el olor de su champú favorito. Olía mejor en ella. Tenía el pelo mojado retirado a un lado y el parpadeo de sus ojos le indicó que estaba nerviosa. Genial. La recorrió lentamente con la mirada de arriba abajo-. Lo digo en serio, Blue. Empiezo a creer que realmente eres frígida.

– ¿De veras?

Él la rodeó. Se recreó en la nuca suave y húmeda y en la curva redonda de los hombros estrechos.

– No sé, ¿nunca has pensado en ir a un sexólogo? Caramba, podríamos ir juntos.

Ella sonrió ampliamente.

– Nadie me llama frígida para intentar quitarme las bragas desde los quince años. Empiezo a sentirme como una niña. No, espera. El niño eres tú.

– Tienes razón. -Le tocó el hombro con la punta del índice y tuvo la satisfacción de ver cómo se estremecía-. ¿Para qué ir a un sexólogo cuando podemos resolver esa disfunción aquí y ahora?

– Por incompatibilidad. Te olvidas de que somos incompatibles. ¿Recuerdas? ¿Tú, hermoso e inútil? ¿Yo, eficaz y trabajadora?

– Se llama química.

El bufido burlón de Castora le dijo que lo había vuelto a hacer. En lugar de centrarse en la línea de meta, no había podido evitar meterse con ella. Era un error táctico que no habría cometido nunca si hubiera practicado un poco más la seducción con las mujeres. Caramba. Hasta ese momento, lo único que había tenido que hacer era decir «hola», y caían rendidas a sus pies. Frunció el ceño.

– ¿Por que no dejas de hacerte la listilla y te preparas para nuestra cita?

– ¿Tenemos una cita?

Él le señaló las bolsas.

– Elige lo que quieres ponerte.

– ¿Me has comprado ropa?

– No pensarías que te iba a dejar elegirla a ti.

Ella puso los ojos en blanco.

– Eres un afeminado.

– Cualquier defensa de los Packers te sacaría del error. -Nunca era demasiado tarde para recordarle a Castora quién llevaba la batuta allí. Se llevó las manos a la cinturilla de los pantalones cortos-. O quizá prefieras mirarme mientras me ducho y comprobarlo por ti misma. -Acercó la mano a la cremallera.

Los ojos de Blue se quedaron clavados en el «objetivo». Él jugueteó con la lengüeta de la cremallera. Parecía que a ella le costaba demasiado trabajo levantar la vista, y cuando finalmente lo hizo, Dean le dirigió la misma sonrisa condescendiente que utilizaba con los novatos que no podían seguirle el juego. Luego entró en el cuarto de baño.


Blue siguió con la mirada la caída del plástico cuando Dean entró en el baño. Ese hombre era un demonio. Le temblaban los dedos. Deseaba arrojar la toalla a un lado y entrar allí para tirarse encima de él. Dean era esa oportunidad que sólo se presentaba una vez en la vida, y si su madre no hubiera escogido ese momento en particular para vaciarle las cuentas bancarias, Blue bien podía haber hecho la vista gorda a la aversión que sentía por el sexo indiscriminado y pensar en montárselo con él aunque sólo fuera por una vez.

Apartó las bolsas de una patada, resistiendo la tentación de echar una ojeada para ver qué había comprado. Se puso unos vaqueros limpios y una camiseta sin mangas negra. Se secó el pelo a medias en el cuarto de baño del pasillo, y se hizo una coleta; dudó durante un momento, pero al final se aplicó un poco de rímel y brillo de labios.

Bajó las escaleras para esperarle en el porche delantero. Si hubieran sido novios de verdad, lo habría esperado sentada en la cama y habría mirado cómo se vestía. Y qué imagen más gloriosa habría sido. Con un suspiro de pesar, miró el jardín cubierto de hierba. En un año, pastarían allí los caballos, pero ella no estaría para verlos.

Él estuvo listo en un tiempo récord, pero cuando salió al porche, ella vio una vaporosa blusa de color lavanda colgando de sus dedos. Se pasaba la prenda de una mano a otra, sin decir ni una palabra, dejando que la blusa hablara por sí sola. El sol del atardecer arrancaba destellos de los diminutos abalorios plateados, como si fueran burbujas de un mar de color lavanda. La tela se movía entre sus dedos como si fuera el péndulo de un hipnotizador.

– Estoy seguro -dijo él finalmente- que no tienes el sujetador indicado para este tipo de prenda. He visto a muchas chicas con blusas como ésta y llevaban sujetadores con tirantes de encaje. Creo que a ti te sentaría bien uno que hiciera contraste con el color de la blusa. Algo rosa quedaría genial. -Sacudió la cabeza-. Ay, caramba, creo que nos estamos avergonzando a los dos. -Sin parecer avergonzado en absoluto, acercó la prenda un poco más-. De veras que intenté comprarte algo con cuero y tachuelas, pero te lo juro, si hay una tienda de sado por aquí, yo no la he podido encontrar.

Ella se encontraba en el Jardín del Edén, pero esta vez era Adán el que sostenía la manzana tentadora.

– Aparta eso de mí.

– Si te asusta reclamar tu feminidad, lo entiendo.

Debía estar muy cansada, hambrienta y sentir algo más que un poco de compasión por sí misma para permitirse caer en la tentación.

– ¡De acuerdo! -Agarró la blusa de color lavanda-. ¡ Pero que sepas que esto sólo lo hacen los chicos gays!

Cuando llegó arriba, se quitó la camiseta sin mangas y se metió la prenda de Satanás por la cabeza. Tenía un volante en el dobladillo, justo donde rozaba la cinturilla de los vaqueros. Las delicadas tiras caían sobre sus hombros y se le veían los tirantes del sujetador; así que él tenía razón después de todo. Por supuesto que tenía razón. Era experto en ropa interior femenina. Por fortuna, su sujetador era de color azul claro, y aunque los tirantes no eran de encaje, tampoco eran blancos, lo que hubiera sido un agravio imperdonable para el señor Vogue Magazine que la esperaba abajo.

– Hay una falda en una de las bolsas -dijo él desde las escaleras-, por si te apetece deshacerte de los vaqueros.

Ignorándolo, se quitó las sandalias, y se puso las botas militares negras antes de bajar las escaleras.

– Eso ha sido muy infantil -le dijo él cuando le vio el calzado.

– ¿Estás listo o no?

– No creo que haya conocido nunca a una mujer con tanto miedo a mostrar su feminidad. Cuando vayas al loquero…

– No empieces. Me toca conducir. -Le tendió la mano con la palma hacia arriba, y casi le dio un infarto cuando él le pasó las llaves sin discutir.

– Lo comprendo -dijo él-, necesitas reafirmar tu masculinidad.

Dean ya se había anotado demasiadas pullas verbales por ese día, pero Blue estaba tan encantada con la idea de conducir el Vanquish que lo dejó pasar.

Ese coche era un sueño. Lo había observado manejar la caja de cambios, y él sólo se tuvo que contener un par de veces antes de que ella le cogiera el tranquillo.

– Vamos al pueblo -le dijo cuando llegaron a la carretera-. Antes de ir a cenar, quiero tener una pequeña charla con Nita Garrison.

– ¿Ahora?

– ¿No creerás en serio que voy a dejar las cosas así? No es mi estilo, campanilla.

– Puede que me esté perdiendo algo, pero no creo que yo sea la persona más indicada para acompañarte a hablar con Nita Garrison.

– Puedes esperar en el coche mientras yo utilizo mi encanto con ese viejo murciélago. -Sin previo aviso, él se le echó encima y comenzó a juguetear con su oreja. Tenía unas orejas muy sensibles, y casi se salió de la carretera. Cuando abrió la boca para decirle que apartara las manos, él le metió algo en el agujerito de la oreja. Ella se miró en el retrovisor. Una gema color púrpura centelleó en el espejo.

– Esto son los complementos -dijo él-, te pondré el otro cuando paremos.

– ¿Me has comprado unos pendientes?

– Tenía que hacerlo. Temía que un día aparecieras llevando unos tornillos.

Así, de pronto, Blue tenía un estilista, y no era April. Se preguntó si él se habría dado cuenta de que tenía algo en común con su madre. Ese hombre era tal cúmulo de contradicciones que resultaba fascinante. Un hombre tan viril no debería sentirse tan a gusto con esas cositas tan bellas. Debería de sentirse inclinado sólo por el sudor. Odiaba que la gente no se ajustara a su rol. Siempre acababa desconcertándola.

– Es una pena, pero las gemas no son de verdad -dijo él-. Mis opciones de compra eran muy limitadas.

Fueran de verdad o no, le encantaban.

La casa solariega de Nita Garrison estaba situada en una calle sombreada a dos manzanas del centro del pueblo. Construida con la misma piedra caliza que el banco y la iglesia católica, tenía un porche, un tejado a cuatro aguas y una fachada de estilo italiano renacentista. Los frontones de piedra coronaban las nueve grandes ventanas de guillotina -cuatro en la planta baja y cinco en la de arriba-, la del centro era más ancha que las demás. El jardín estaba bien cuidado, con un camino perfectamente delineado entre los arbustos.