– Estoy bien.
El sonido de la vomitera de Karen se detuvo, y el director del instituto se acercó al inodoro. Ayudó a salir a una tambaleante Karen Ann con la cara pálida.
– A los habitantes de este pueblo no nos gusta que nos hagáis parecer unos paletos borrachos delante de los desconocidos. -La condujo a través de la gente-. ¿Tienes intención de buscar pelea con cada mujer que te recuerde a tu hermana durante el resto de tu vida?
Blue y Dean intercambiaron una mirada.
Después de deshacerse de los dos borrachos, el juez del condado, Gary, el peluquero, el director del instituto y una mujer, que todo el mundo llamaba Syl y que era dueña de una tienda de artículos de segunda mano, insistieron en invitar a Dean y Blue a una copa. Les informaron con rapidez de que Ronnie era estúpido, pero no era mala persona. Karen Ann era tan mala como parecía solo había que echarle una mirada a sus puntas abiertas y a pelo teñido- lo era incluso antes de que su bonita hermana menor, Lyla, se hubiera fugado con su marido y, todavía peor, con el Trans Am. rojo de Karen Ann.
– Podéis estar seguros de que adoraba a ese coche -dijo el juez Pete Haskins.
Al parecer, Lyla, la hermana de Karen Ann, tenía la misma constitución de Blue y el pelo oscuro, aunque el de ella tenía algo más de forma que el de Blue, según señaló con tacto Gary, el peluquero.
– Dímelo a mí -murmuró Dean.
– Karen Ann se metió con Margo Gilbert hace un par de semanas -señaló Syl-, y ella no se parece tanto a Lyla como Blue.
Poco antes de que Blue y Dean se marchasen, el camarero que se parecía a Chris Rock, cuyo nombre real era Jason, convino en no servir más que una bebida por noche a Ronnie o Karen Ann, incluso durante el buffet italiano «Come todo lo que puedas» de los miércoles, que era el evento favorito de Ronnie.
El olor a alcohol cosquilleó en las fosas nasales de April cuando tomó asiento en la barra. Necesitaba una copa y un cigarrillo; en ese orden.
Sólo por esta vez.
– Ponme una soda con limón -le dijo al joven camarero mientras aspiraba el humo de segunda mano-. Compláceme y sírvemelo en un vaso de Martini.
El sonrió y recorrió con sus jóvenes ojos el cuerpo de April.
– Eso está hecho.
No se podía pedir más, pensó ella. Se miró los zapatos planos de color salmón de Marc Jacobs. Tenía un juanete. «Mi vida contada en zapatos», pensó. Plataformas de siete centímetros; botas de todas las formas y tamaños; tacones, tacones, y más tacones. Y ahora zapatos planos.
Había sentido la necesidad de alejarse de la granja esa noche, lejos del desdén de Dean, pero sobre todo, lejos de Jack. Había conducido hasta el condado de al lado para buscar la soledad en ese asador de carretera. Aunque no había planeado sentarse en la barra medio vacía antes de comer; los viejos hábitos no se perdían nunca.
Durante todo el día se había sentido como un jersey viejo deshilachándose poco a poco. No creía que hubiera nada peor que someterse a todas esas miradas despectivas de Dean, pero pasar tantas horas pintando la cocina con Jack había hecho aflorar recuerdos desagradables que habían agrietado el muro de serenidad que se había construido. Por fortuna, Jack no había tenido más ganas de hablar que ella, y habían mantenido la música lo suficientemente alta como para hacer imposible la conversación.
Todos los hombres del bar habían notado su llegada. Una música horrenda sonaba a todo volumen y dos hombres de negocios japoneses la observaban. «Lo siento, tíos. Ya no me va ese rollo.» Un hombre de unos cincuenta años con más dinero que gusto se pavoneó ante ella. No iba a ser su día de suerte.
¿Y si después de todo el esfuerzo que había hecho para recuperarse, Jack Patriot lograba cautivarla de nuevo? Él había sido su perdición y su locura. ¿Qué pasaría si volvía a caer en la tentación? No podía dejar que sucediera de nuevo. Ahora era ella la que controlaba a los hombres. No al revés.
– ¿Seguro que no quiere un Martini? -dijo el guapo camarero.
– No puedo. Tengo que conducir.
Él sonrió ampliamente y le sirvió la soda.
– Si quiere algo más, avíseme.
– Por supuesto.
Había sido en las barras de los bares y en los clubs donde ella había echado a perder su vida, y algunas veces necesitaba regresar para recordarse a sí misma que la chica a la que le iban las juergas -y que estaba ansiosa por entregarse a los instintos más bajos con cualquier tío que llamara su atención- ya no existía. Aun así, siempre corría el riesgo de caer en la tentación. Ahí estaban las luces tenues, el tintineo de los cubitos de hielo y el tentador olor del licor. Por fortuna, ése no era un gran bar y la versión musical de «Star me up» que sonaba era tan mala que no se sentía inclinada a quedarse demasíado tiempo. Quién hubiera grabado esa mierda debería acabar en prisión.
Le vibró el móvil en el bolsillo. Miró el identificador de llamadas y contestó con rapidez.
– ¡Marc!
– Dios, April, no sabes cuánto te necesito…
April regresó a la casita de invitados poco antes de medianoche. En otra época, la fiesta no habría hecho más que empezar. Ahora, todo lo que quería era dormir. Pero cuando se bajó del coche, oyó música en el jardín trasero. Era una guitarra y esa familiar voz ronca de barítono.
Cuando estás sola en la noche, ¿piensas en mí, cariño, como yo pienso en ti?
Tenía un tono más ronco ahora, como si sujetara las palabras en la garganta porque no soportaba dejarlas ir. Ella entró en la casita de invitados y soltó el bolso. Por un momento, se quedó parada donde estaba, con los ojos cerrados, escuchando, intentando controlarse. Luego, hizo lo que hacía siempre y se dejó guiar por el sonido de la música.
Él estaba sentado de cara al estanque oscuro. En vez de sentarse en las sillas metálicas con apoyabrazos, había llevado un taburete de la cocina. Había colocado una gruesa vela en un platito sobre el césped no lejos de sus pies, para poder apuntar la letra de la canción que estaba componiendo en el bloc.
Nena, si supieras
el dolor que me has causado,
llorarías,
como lloro yo.
Los años pasados se esfumaron. Él se inclinó sobre la guitarra como ella recordaba… acariciándola, persuadiéndola, calentándola. La luz de la vela titiló en las gafas para leer que había sobre el bloc. El salvaje y melenudo rebelde del rock'n'roll que había sido en su juventud se había convertido en un compositor de prestigio. Ella debería retroceder y volver a la casa, pero la música era demasiado dulce.
¿Has deseado alguna vez que llueva
para no sentirte solo otra vez?
¿Alguna vez has deseado que desaparezca el sol?
Él la vio, pero no se detuvo. Siguió tocando para ella como solía hacerlo, y la música se derramó sobre la piel de April como un aceite caliente que curara todas sus viejas heridas. Cuando el último acorde se desvaneció en la noche, él dejó caer la mano en la rodilla.
– ¿Qué te parece?
La chica salvaje que había sido una vez se habría arrodillado a sus pies, pidiéndole que volviera a tocarla. Le habría dicho que el cambio de acorde al final del primer verso debía ser más limpio y que se imaginaba la música de la guitarra acompañada por el sonido de un órgano Hammond B3. La mujer que era ahora se encogió de hombros con desdén.
– El Patriot de siempre.
Era la cosa más cruel que podía haber dicho. La obsesión de Jack por explorar nuevas tendencias musicales era tan legendaria como su desprecio por los vagos ídolos del rock que no hacían más que reeditar viejos temas.
– ¿De verdad piensas eso?
– Es una buena canción, Jack. Lo sabes.
Jack se inclinó para dejar la guitarra sobre el césped. La luz de la vela perfiló su nariz aguileña.
– ¿Recuerdas cómo era? -dijo él-. Oías una canción y ya sabías si era buena o mala. Comprendías mi música mejor que yo mismo.
Ella se rodeó con los brazos y miró al estanque.
– Ya no puedo escuchar tus canciones. Me recuerdan demasiado al pasado.
La voz de Jack la envolvía como el humo de un cigarrillo.
– ¿Ya no eres salvaje, April?
– No. Ahora soy una aburrida profesional de Los Ángeles.
– No podrías ser aburrida ni aunque te lo propusieras -dijo él.
Un profundo cansancio se apoderó de ella.
– ¿Por qué no estás en la casa?
– Me gusta componer al lado del agua.
– No es exactamente la Costa Azul. He oído que sueles ir por allí.
– Entre otros sitios.
No podía soportar eso. Dejó caer los brazos a los costados.
– Vete, Jack. No quiero que estés aquí. No quiero tenerte cerca
– Soy yo el que debería decir eso.
– Sabes cuidar de ti mismo. -La vieja amargura salió hasta la superficie-. Qué ironía. ¿ Cuántas veces necesité hablar contigo y no contestaste a ni una sola de mis llamadas? Ahora, cuando eres la última persona del mundo que quiero…
– No podía, April. No podía hablar contigo. Eras veneno para mí.
– ¿Veneno? ¿Acaso no compusiste tu mejor música cuando estábamos juntos?
– También compuse la peor. -Se puso de pie-. ¿Te acuerdas de esos días? Me atiborraba de pastillas con vodka.
– Ya te drogabas antes de conocerme.
– No te estoy culpando. Sólo digo que vivir en aquel frenesí de celos lo empeoró todo. Estuvieras con quien estuvieras, incluso con los miembros de mi propio grupo, siempre me preguntaba si te estarías acostando con ellos.
April cerró los puños.
– ¡Te amaba!
– Amabas a todos, April, con tal de que hiciesen rock.
No era cierto. El había sido el único al que había amado de verdad, pero tampoco era cuestión de sacar a relucir los viejos sentimientos. Aunque no le permitiría que la hiciera avergonzarse. Él tampoco se había quedado atrás en lo que a relaciones sexuales se refería.
– Luchaba contra mis propios demonios -dijo él-. No podía luchar también contra los tuyos. ¿Te acuerdas de aquellas peleas? No sólo las nuestras. Golpeaba a todo lo que se me pusiera por delante, fans, fotógrafos. Estaba fuera de control.
Y la había arrastrado con él.
Se acercó al lado de April, en la orilla del estanque. Sólo por cómo se movía, con la misma elegancia y gracia que su hijo, podrían haberlos relacionado. No se parecían en nada más. Dean había salido a sus antepasados nórdicos. Jack era moreno como la noche, oscuro como el pecado. Tragó saliva y le dijo con suavidad.
– Tuvimos un hijo. Necesitaba hablar de él contigo.
– Lo sé. Pero mi supervivencia dependía de mantenerme alejado.
– Tal vez al principio, pero, ¿y después? ¿Qué sentido tenía?
Él buscó su mirada y la encontró.
– Me conformaba con firmarte los cheques a tiempo.
– Jamás te perdonaré que pidieras esa prueba de paternidad.
Él soltó una risita carente de humor.
– Dame un respiro. ¿Cómo podía fiarme de ti? Eras una salvaje fuera de control.
– Y Dean fue quien pagó el pato.
– Sí, él fue quien lo pagó.
Ella se frotó los brazos. Estaba harta de que el pasado se entrometiera en el presente. «Finge que no te afecta». Era el momento de seguir sus propios consejos.
– ¿Dónde está Riley?
– Durmiendo.
Ella dirigió la mirada hacia las ventanas de la casita de invitados.
– ¿Dentro?
– No. En la casa de la granja.
– Creía que Dean y Blue habían salido a cenar.
– Y lo hicieron. -Jack cogió el taburete para llevarlo a la cocina.
– ¿Has dejado sola a Riley?
Él se dirigió hacia la puerta trasera.
– Ya te he dicho que estaba dormida.
– ¿Qué pasa si se despierta?
Subieron las escaleras.
– No lo ha hecho.
– Eso no lo sabes. -Lo siguió-. Jack, no puedes dejar sola a una niña de once años tan asustadiza como Riley en una casa tan grande.
A él jamás le había gustado que lo pusieran a la defensiva, y soltó el taburete en el suelo con un golpe.
– No le va a pasar nada. Está más segura aquí que en la ciudad.
– Ella no se siente segura.
– Creo que conozco a mi hija mejor que tú.
– No sabes qué hacer con ella.
– Ya lo arreglaré -dijo él.
– Hazlo rápido. Hazme caso, ya tiene once años, se te acaba el tiempo.
– ¿No me digas que ahora te consideras una experta en niños?
La cólera hizo otra grieta en el muro de serenidad de April.
– Sí, Jack, lo soy. Qué mejor experto que el que lleva toda una vida de errores.
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