– En eso tienes razón. -Volvió a coger el taburete para meterlo en la cocina.

La grieta se convirtió en abismo. Sólo una persona tenía derecho a condenarla, y esa persona era Dean. Así que le desafió.

– No te atrevas a convertirte en mi juez. Eres la persona menos indicada.

Él no se amilanó.

– No necesito que me des consejos de cómo tratar a mi hija.

– Eso es lo que tú crees. -Riley le había llegado al corazón, y no podía dejar el tema, no cuando el futuro de esa niña estaba en juego, y no cuando tenía tan claro que Jack estaba equivocado-. La vida no suele dar una segunda oportunidad, pero a ti te la ha dado con ella. Aunque estás echándola a perder. Ya lo estoy viendo. El señor Estrella del Rock tiene cincuenta y cuatro años, y aún no es lo suficiente maduro para adaptar su vida a las necesidades de un niño.

– No intentes que yo pague por tus pecados. -Sus palabras eran duras, pero la falta de convicción en su voz le dijo a April que algo de lo que le había dicho le había tocado la fibra sensible. Él dejó con brusquedad el taburete debajo de la mesa y rozó a April al pasar por su lado. Cerró la puerta de un portazo. April observó por la ventana cómo él cogía la guitarra y soplaba para apagar la vela. Al momento, el jardín se quedó a oscuras.


A Dean le gustaba observar cómo Blue se divertía con el Vanquish. Ella aún estaba tras el volante cuando llegaron a la granja.

– Vuelve a explicármelo -dijo ella-. Explícame cómo sabías que una loca que me lleva veinte centímetros y veinte kilos no me iba a dejar parapléjica.

– Eres una exagerada -dijo él-. Te llevaba diez centímetros y quince kilos. Y yo sé cómo peleas. Y ella no está loca. Estaba tan borracha que apenas se mantenía en pie.

– Aun así…

– Alguien tenía que enseñarle modales. Yo no podía hacerlo. Y esto era un trabajo en equipo. -Sonrió ampliamente-. Y debes admitir que te encantó.

– No puedo negarlo.

– En serio, Blue. Tienes talento natural para meterte en líos.

Dean notó que ella apreciaba el cumplido.

Él se bajó del coche y abrió la puerta del granero para que ella pudiera aparcar el Vanquish. Estaba comenzando a entender sus extraños razonamientos. Crecer sin poder confiar en nadie más que en sí misma la había hecho ferozmente independiente, por lo que no soportaba sentirse agradecida. Todas sus antiguas novias daban por supuesto cenas en restaurantes de lujo y regalos caros. Pero Blue se sentía incómoda incluso con esos pendientes baratos. La había visto mirarse a hurtadillas en el espejo retrovisor, así que sabía que le habían gustado, pero también sabía que se los habría devuelto en un periquete si se le hubiera ocurrido cómo hacerlo sin perder la dignidad. No sabía tratar a una mujer que quería tan poco de él, especialmente cuando él quería tanto de ella.

Blue aparcó el Vanquish y salió. Ese mismo día él había acarreado varias carretillas de pienso y escombros del granero y los establos para dejar sitio al coche. No podía hacer nada con las palomas que anidaban en las viguetas salvo cubrir el coche con una lona, pero en cuanto construyera un garaje eso ya no sería un problema.

Deslizó la puerta del granero para cerrarlo. Blue se acercó a él con los pendientes púrpuras brillando en las orejas. Quería metérsela en el bolsillo, entre otras cosas.

– ¿Cómo te acostumbras? -dijo ella-. No sólo a las peleas, sino a que los desconocidos te inviten a copas y a que todos quieran ser tus amigos. Ni siquiera pareces resentido.

– Creo que es lo justo, considerando la escandalosa cantidad de dinero que me pagan por hacer básicamente nada.

Él esperaba que ella estuviera de acuerdo, pero no lo hizo. En su lugar, se lo quedó mirando y él tuvo el presentimiento de que ella sabía con exactitud cuánto esfuerzo le suponía en realidad todo aquello. Incluso en temporada baja, se pasaba tanto tiempo mirando películas de partidos que jugaba en sueños.

– Los deportes son simples entretenimientos -dijo él-. Si alguien cree que son algo más está perdido.

– Pero a veces tiene que ser una lata.

Lo era.

– No me oirás quejarme.

– Es una de las cosas que me gustan de ti. -Ella le apretó el brazo como si fuera su colega, lo que le hizo rechinar los dientes.

– Tiene muchas más cosas positivas que negativas -apuntó Dean con belicosidad-. La gente sabe quién eres. Es difícil sentirte solo cuando eres alguien medianamente famoso.

Ella apartó la mano.

– Porque nunca eres el extraño. No sabes lo que se siente ¿no? -Torció el gesto-. Lo siento. Creciendo como lo hiciste está claro que sí que lo sabes. He dicho una estupidez. -Se frotó la mejilla-. Estoy muerta. Te veré mañana.

– Un momento, yo…

Pero ella ya enfilaba rumbo hacia la caravana, con los abalorios de su blusa brillando en la oscuridad como si fueran estrellas diminutas.

Él quería gritarle que no necesitaba la simpatía de nadie. Pero jamás había perseguido a una mujer en su vida, y ni siquiera Blue Bailey iba a conseguir que comenzara a hacerlo. Entró en la casa.

Estaba tranquila. Vagó por la sala, luego salió un momento por la puerta corredera a la capa de hormigón que sería la base del porche cubierto que los carpinteros comenzarían a levantar cuando regresaran. A un lado, una pila de maderos esperaba su vuelta. Intentó mirar las estrellas, pero no era capaz de poner el corazón en ello. Se suponía que la granja iba a ser su refugio, un lugar donde podría relajarse y descansar, pero ahora Mad Jack y Riley dormían en el piso de arriba, y sólo tenía a Blue para proteger su lado vulnerable. Su vida estaba del revés, y no sabía cómo recuperar el control.

No estaba acostumbrado a dudar de sí mismo, así que volvió dentro y se dirigió hacia las escaleras.

Lo que vio allí arriba le hizo detenerse en seco.

16

Riley estaba sentada en el último escalón agarrando firmemente un enorme cuchillo con su pequeña mano, Puffy estaba a su lado. El cuchillo no podía estar más fuera de lugar con el pijama rosa de corazones de caramelo y la cara redonda de la niña. No quería tener que enfrentarse a eso. ¿Por qué no estaba Blue allí? Ella sabía cómo manejar a Riley. Sabía cómo tratarla.

Tuvo que obligarse a subir las escaleras. Cuando llegó arriba, señaló el cuchillo con la cabeza.

– ¿Qué piensas hacer con eso?

– Es que… es que oí ruidos. -Apretó más las rodillas contra el pecho-. Pensé que podía ser… un asesino o algo así.

– Pues sólo soy yo. -Se inclinó y le quitó el cuchillo. Puffy, considerablemente más limpio y mejor alimentado que el viernes, soltó un suspiro jadeante y cerró los ojos.

– Oí ruidos antes de que tú llegases. -Miró el condenado cuchillo como si pensara que él podía usarlo contra ella-. Fue justo a las diez y treinta y dos minutos. Ava metió mi despertador en la maleta.

– ¿Llevas dos horas aquí sentada?

– Creo que me desperté cuando salió mi padre.

– ¿No está aquí?

– No, creo que fue a ver a April.

No hacia falta mucha imaginación para adivinar qué estaban haciendo Mad Jack y su vieja y querida mamá. Se dirigió a paso vivo por el pasillo hasta la habitación de Jack y arrojó el cuchillo sobre la cama. Que se partiera la cabeza pensado cómo había llegado hasta allí.

Cuando regresó donde estaba Riley, ella seguía en la misma posición que la había dejado, abrazándose las rodillas. Pero el perro la había abandonado.

– Después de que saliera papá, oí varios chasquidos -dijo ella-. Como si alguien estuviera intentando entrar, y pensé que podía tener un arma o algo similar.

– Ésta es una casa vieja. Todas las casas viejas rechinan. ¿De dónde sacaste el cuchillo?

– Me lo llevé a la habitación antes de irme a dormir. En… en mi casa hay alarma, pero aquí no hay nada.

¿Llevaba dos horas allí sentada con un cuchillo de carnicero en la mano? La idea lo sacó de quicio.

– Vete a dormir -le dijo con más dureza de la que pretendía-. Ahora ya estoy yo aquí.

Ella asintió, pero no se movió.

– ¿Qué pasa ahora?

Riley se mordisqueó una uña.

– Nada.

La acababa de encontrar con un cuchillo, estaba disgustado con Blue, y odiaba saber que April estaba montándoselo con Mad Jack, así que se desquitó con la niña.

– Dímelo, Riley. No puedo leerte la mente.

– No tengo nada que decir.

Pero siguió sin moverse. ¿Por qué no se levantaba y se iba a dormir? Puede que tuviera una paciencia infinita hasta con el más incompetente de los novatos, pero ahora sentía que estaba perdiendo la calma.

– Sí, sé que quieres algo. Escúpelo.

– No quiero nada -dijo con rapidez.

– Estupendo. Entonces vete a la cama.

– Vale. -Inclinó la cabeza hacia abajo, la enmarañada masa de cabello crespo le tapaba la cara, y su vulnerabilidad era como una cuerda arrastrándolo de regreso a los rincones más oscuros de su infancia. Sintió que se quedaba sin respiración.

– Ya lo sabes, ¿no?, no se puede contar con Jack más que para que te dé dinero. No esperes nada más de él. Si quieres algo, tendrás que apañártelas tú sola porque él no estará ahí para ayudarte. Si no te buscas la vida, todo el mundo te avasallará.

La pena casi abogó la rápida respuesta de Riley.

– Está bien, lo haré.

La mañana del viernes en la cocina, ella había logrado conseguir lo que quería. A diferencia de él, había logrado imponer su voluntad ante su padre, pero ahora se veía desamparada y aquello lo sacaba de quicio.

– Lo dices porque piensas que es lo que yo quiero oír.

– Lo siento.

– Pues no lo sientas. ¡Lo que quiero es que me digas qué demonios quieres!

Los pequeños hombros de Riley se sacudieron cuando soltó de golpe las palabras.

– ¡Quiero que mires si hay un asesino escondido en mi habitación!

Él contuvo el aliento.

A Riley le cayó una lágrima sobre la pernera del pijama, justo al lado de un corazón de caramelo que decía BÉSAME TONTO.

Se había comportado como el imbécil más grande de la tierra, y ya no podía soportarlo más. No podía seguir ignorándola sólo porque fuera un inconveniente. Se sentó a su lado en el escalón. El perro trotó fuera del dormitorio y olisqueó entre ellos.

Durante toda su vida adulta, había temido que el recuerdo de su infancia volviera para llevarlo a la ruina. Sólo en el campo de fútbol dejaba que el caldero oscuro de sus emociones hirviera en su interior. Pero ahora había permitido que su cólera lastimara a la persona que menos lo merecía. Había castigado a esa niña sensible e indefensa haciendo que se sintiera todavía más vulnerable.

– Soy un imbécil -le dijo con suavidad-. No debería haberte gritado.

– Está bien.

– No, no está bien. No estaba enfadado contigo. Estaba enfadado conmigo mismo. Estaba disgustado con Jack. Tú no has hecho nada malo.

Dean podía sentir cómo ella asimilaba sus palabras, procesándolas en ese complicado cerebro suyo y, probablemente, buscando la manera de seguir echándose la culpa. No podía soportarlo.

– Venga, dame un puñetazo -dijo él.

Riley levantó la barbilla y sus ojos llorosos se abrieron con asombro.

– No puedo hacer eso.

– Claro que puedes. Es lo que las hermanas les hacen a los hermanos cuando se comportan como imbéciles. -No le resultó fácil decir esas palabras, pero necesitaba dejar de actuar como un asno egocéntrico y asumir su papel.

Riley abrió la boca sorprendida de que él finalmente estuviera dispuesto a admitir que era su hermana. La esperanza asomó a sus húmedos ojos. Riley quería que él estuviera a la altura de sus sueños.

– No eres un imbécil.

Dean tenía que hacerlo bien ahora o no podría seguir viviendo consigo mismo. Le deslizó el brazo alrededor de los hombros. Ella tensó la espalda, como si le diera miedo moverse por si él la soltaba. Ya comenzaba a contar con él. Con un suspiro de resignación, la acercó más a él.

– No sé cómo ser un hermano mayor, Riley. En el fondo soy como un niño.

– A mí me pasa lo mismo -dijo ella con seriedad-. En el fondo, también soy una niña.

– No tenía intención de gritarte. Yo sólo estaba… preocupado. Sé muy bien cómo te sientes. -No podía decirle nada más, no ahora, así que se puso de pie y le tiró de la mano para levantarla-. Vamos a ver si hay algún asesino en tu habitación para que puedas irte a dormir.

– Me siento mejor ahora. La verdad es que no creo que haya ningún asesino allí dentro.