– Sí que me importan. Me gustó la idea desde el principio, y me gusta cada vez más. Y es la solución perfecta. Pero por alguna razón, te da miedo pintarlos. Explícamelo. Explícame por qué te asusta tanto la idea de pintar unos murales para un hombre con el que estás en deuda.

– Porque no quiero hacerlo.

– Te estoy ofreciendo un trabajo digno. Tiene que ser mejor que trabajar para ese viejo murciélago loco.

– Ahórrate la saliva, ¿vale? Hasta ahora, el único servicio de verdad que te he proporcionado ocurrió anoche, e incluso un asno estúpido como tú tiene que darse cuenta de que no puedo aceptar tu dinero después de eso.

Él tuvo la desfachatez de burlarse.

– ¿Estábamos en la misma cama? Porque tal y como yo lo recuerdo, yo fui el único que proporcionó un jodido servicio. ¿Quieres reducirlo todo a dinero? Maravilloso. Entonces deberías pagarme. De hecho, te voy a enviar la factura. ¡Mil dólares! Eso es. Me debes un montón de pasta por los servicios prestados.

– ¿Mil dólares? Sí, ya. Cuando he tenido que fantasear con mis antiguos novios para poder excitarme.

No fue el golpe contundente que ella había esperado dar porque él se rió. No era una risa pesarosa, que le habría levantado el ánimo, sino una risa absolutamente divertida.

– ¡Chica!

Blue se sobresaltó cuando Nita escogió ese momento para salir de la Peluquería-Spa de Barb con las garras recién pintadas en color carmín aferradas al bastón.

– ¡Chica! Ven a ayudarme a cruzar la calle.

Dean le dirigió a Nita una sonrisa odiosamente alegre.

– Buenos días, señora Garrison.

– Buenos días, Señor Farsante.

– No soy farsante, señora. Soy Dean.

– No lo creo. -Le pasó el bolso a Blue-. Chica, llévame esto, es muy pesado. Y mira mis uñas. Será mejor que no hayas malgastado la gasolina mientras estaba ahí dentro.

Dean enganchó el pulgar en el bolsillo de los vaqueros.

– Me siento mucho mejor ahora que veo lo bien que os lleváis las dos.

Blue agarró a Nita por el codo y la ayudó a cruzar.

– Su coche está aquí.

– Ya lo veo.

– Pasaré por su casa para recoger la bicicleta cuando vuelva a la granja -gritó Dean-. Que tengan un buen día.

Blue fingió no escucharlo.

– Llévame a casa -dijo Nita mientras se volvía a sentar en el asiento del acompañante.

– ¿Y el banco?

– Estoy cansada. Te haré un cheque.

«Sólo serán tres días», se dijo Blue a sí misma, mientras echaba un último vistazo a la camioneta.

Dean había apoyado un pie en la boca de incendio y una de las bellezas locales se le había colgado del brazo.

Cuando regresaron a la casa de Nita, la anciana insistió en que Blue llevara a Tango a dar un paseo para que se fueran conociendo. Como Tango debía tener unos mil años y no estaba por la labor, Blue lo dejó dormitar bajo un seto de hortensias mientras ella se sentaba a su lado fuera de la vista de la casa e intentaba no pensar en el futuro.

Nita la manipuló para que le hiciera el almuerzo, pero primero, Blue tuvo que limpiar la cocina. Mientras secaba la última cacerola, una camioneta plateada aparcó detrás de la casa. Observó cómo Dean salía y recogía la bici que había dejado en la puerta trasera. La tiró sobre la parte posterior de la camioneta y luego se volvió hacia la ventana donde ella permanecía de pie y la saludó con el Stetson.


Jack oyó primero la música y luego vio a April. Era de noche, pasaban de las diez, y ella estaba sentada en el porche delantero de la casita de invitados encorvada sobre una lámpara metálica, pintándose las uñas de los pies. Los años se evaporaron. Con el top negro y los pantalones cortos rosas se parecía tanto a la veinteañera que él recordaba que se olvidó por dónde iba y tropezó con la raíz de un árbol que sobresalía de la cerca de madera.

April levantó la vista. De inmediato volvió a bajarla. Se había pasado de rosca con ella la noche anterior, y a ella no se le había olvidado.

Durante todo el día había sido testigo de su implacable eficiencia mientras dirigía a los pintores que, al fin, habían aparecido, había discutido con el fontanero, había supervisado la descarga de un camión lleno de muebles y lo había evitado con total deliberación. Sólo las miradas que le dirigían los hombres le eran familiares.

Se detuvo al pie de las escaleras de madera y señaló con la cabeza la música estridente. Ella estaba sentada en una vieja silla Adirondack y apoyaba el pie en el asiento.

– ¿Qué estás escuchando? -preguntó Jack.

– Skullhead Julie -April mantuvo la atención fija en los dedos de sus pies.

– ¿Quiénes son?

– Un grupo alternativo de las afueras de Los Ángeles. -El pelo largo cortado en capas le cubrió la cara cuando se estiró para bajar el volumen. La mayoría de las mujeres de su edad se habían cortado el pelo, pero ella no seguía la moda. Cuando todas las demás imitaban a Farrah, April había optado por un corte geométrico que hacía resaltar esos asombrosos ojos azules, y la había convertido en el centro de atención.

– Siempre has sido única en descubrir nuevos talentos -dijo él.

– Ya no lo hago.

– Lo dudo.

Ella sopló para secarse los dedos, otra excusa para no mirarle.

– Si vienes a buscar a Riley, llegas tarde. Se cansó y se quedó dormida en uno de los dormitorios de invitados.

Jack apenas había visto a Riley a lo largo del día. Durante toda la mañana, ella había seguido a April, y por la tarde se había ido con Dean en una bicicleta púrpura que él había sacado de la camioneta nueva. Cuando regresaron, tenía el rostro encendido y sudoroso, pero estaba feliz. Debería haber sido él el que le comprara una bicicleta, pero no se le había ocurrido.

April metió el pincel en el bote de esmalte.

– Me sorprende que hayas tardado tanto. Podría haberle echado alcohol en su vaso de leche, incluso podía haberle llenado la cabeza con historias de tu sórdido pasado.

– Ahora estás siendo presuntuosa. -Apoyó un pie en el escalón inferior-. Anoche me pasé de rosca. He venido a disculparme.

– Adelante.

– Creía que acababa de hacerlo.

– Vuelve a intentarlo.

Él merecía eso y más, pero no pudo contener una sonrisa cuando subió los escalones del porche.

– ¿Quieres que me humille?

– Para empezar no estaría mal.

– Lo haría, pero no sé cómo. Hace años que la gente no hace más que besarme el culo.

– Inténtalo.

– Empezaré por admitir que tú tenías razón -dijo él-. No sé qué hacer con Riley. Lo que me hace sentir estúpido y culpable, y como tampoco sé cómo resolver eso, me desquité contigo.

– Prometedor. Continúa.

– Dame alguna pista.

– Estás muerto de miedo y necesitas mi ayuda esta semana.

– Bueno, eso, también. -A pesar de su aire agresivo, él sabía que la había lastimado. Últimamente parecía lastimar a todo el mundo. Miró hacia el bosque donde las luciérnagas comenzaban a revolotear. La pintura descascarillada le arañó el codo cuando se apoyó contra uno de los pilares del porche-. Daría algo por un cigarrillo.

April bajó el pie del asiento y subió el otro.

– Yo no me muero por fumar. Ni por las drogas, si te digo la verdad. Para mí lo difícil es el alcohol. Me aterra pensar que voy a vivir el resto de mi vida sin una copa de vino o un margarita.

– Pero quizás ahora puedas controlarlo.

– Soy alcohólica -le dijo con una honestidad que lo sorprendió-. No puedo volver a beber nada, ni una gota.

En el interior de la casita de invitados, sonó el móvil de April. Con rapidez, cerró el bote de esmalte y salió disparada para contestar. Cuando la puerta mosquitera se cerró de golpe detrás de ella, él metió las manos en los bolsillos. Había encontrado un par de planos para el porche cubierto. Su padre había sido carpintero, y Jack había crecido entre planos y herramientas, pero no podía recordar la última vez que había sostenido un martillo entre las manos.

Él miró a través de la mosquitera la sala vacía y oyó la voz apagada de April. Al diablo con todo. Entró. Ella estaba de espaldas y pegaba la frente en el brazo que apoyaba contra uno de los muebles de la cocina.

– Sabes cuánto me importas -dijo ella en voz tan baja que Jack apenas entendió las palabras-. Llámame mañana, ¿vale?

Habían pasado demasiadas décadas para volver a sentir la vieja puñalada de los celos, así que centró la atención en el folleto que había sobre la encimera. Cuando lo cogió, ella cerró el móvil y le señaló el folleto.

– Es de un grupo en el que participo de voluntaria.

– ¿Galería de corazones? No lo conozco.

– Son fotógrafos profesionales que se ofrecen voluntarios para hacer retratos asombrosos de niños que esperan ser adoptados. Los exhibimos en galerías locales. Son más personales que las fotografías identificativas que toman los de Servicios Sociales, y muchos de esos niños han encontrado una familia que los adopte por medio de las exposiciones.

– ¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?

– Unos cinco años. -Regresó lentamente hasta el porche-. Comencé llevando la campaña de un fotógrafo que conozco, buscando ropa que reflejara la personalidad de los niños, ayudándolos a sentirse cómodos. Ahora soy yo la que hago las fotos. O por lo menos las hacía hasta que vine aquí. Te sorprendería cuánto me gusta.

Él se metió el folleto en el bolsillo y la siguió hasta el porche. Quería preguntarle por el tío que la había llamado, pero no lo hizo.

– Me sorprende que no te casaras nunca.

April cogió el esmalte de uñas y volvió a sentarse en la silla Adirondack.

– Para cuando maduré, había perdido interés en el matrimonio.

– Me cuesta imaginarte sin un hombre.

– Deja de sonsacarme.

– No estoy sonsacándote nada. Sólo digo que me cuesta conciliar a la April de antes con la de ahora.

– Quieres encasillarme -dijo ella con sequedad.

– Supongo.

– Quieres saber si sigo siendo la chica mala responsable de la caída de tantos hombres buenos demasiado débiles para mantener cerrada la cremallera.

– Algo así…

Ella se sopló el dedo gordo del pie.

– ¿Quién era la morena que vino la semana pasada con tu séquito? ¿Tu ayuda de cámara?

– Una ayudante muy eficiente a la que nunca he visto desnuda. ¿Mantienes ahora una relación seria con alguien?

– Una muy seria conmigo misma.

– Eso está bien.


April siguió pintándose las uñas.

– Háblame sobre Marli y tú. ¿Estuvisteis casados cuánto… cinco minutos?

– Año y medio. La vieja historia de siempre. Yo tenía cuarenta y dos y pensé que ya era hora de sentar cabeza. Ella era joven, bella y dulce… o por lo menos eso creía en ese momento. Me encantaba su voz. Todavía me gusta. El infierno no se desató hasta que estuvimos casados, fue cuando descubrimos lo mucho que nos odiábamos mutuamente. Añadiré que esa mujer no captaba los sarcasmos. Pero no todo fue malo. Tuvimos a Riley.

Después de Marli, Jack había mantenido dos largas relaciones bien aireadas por la prensa. Aunque a él le habían gustado mucho ambas mujeres, siempre faltaba algo, y con un matrimonio fallido a las espaldas, no deseaba volver a cometer el mismo error.

April terminó de pintarse las uñas, cerró el bote de esmalte y extendió esas piernas interminables.

– No te deshagas de Riley, Jack. No la mandes a ningún campamento, ni con la hermana de Marli, y, sobre todo, no la envíes a un internado. Deja que viva contigo.

– No puedo hacerlo. Tengo una gira. ¿Qué se supone que haría con ella? ¿Llevarla de hotel en hotel?

– Ya se te ocurrirá algo.

– Tienes demasiada fe en mí. -Él se quedó mirando fijamente la desvencijada cerca-. ¿Te contó Riley lo que sucedió anoche con Dean?

April levantó la cabeza con rapidez, como una leona olfateando el peligro que acechaba a su cachorro.

– ¿Qué pasó?

Jack se sentó en el escalón superior y le contó lo que había ocurrido con exactitud.

– No estoy tratando de disculparme -dijo al final-, pero Riley estaba gritando y él la perseguía.

April se levantó de la silla.

– Dean jamás le haría daño. No puedo creer que lo atacases. Tienes suerte de que no rompiera ese estúpido cuello tuyo.

Tenía razón. Aunque se mantenía en forma para dar lo mejor de sí en esos conciertos que llevaban su marca personal, no era digno rival para un deportista de élite de treinta y un años.

– Más tarde Dean y yo mantuvimos una pequeña charla, o al menos la mantuve yo. Aireé todos mis pecados con total franqueza. Sobra decir cómo se lo tomó Dean.