– ¿Eres cantante de country?

Él consideró la idea.

– No. Acertaste a la primera. Soy una estrella de cine.

– No he oído hablar de ti.

– ¿Has visto la última película de Reese Witherspoon?

– Sí.

– Pues era el que salía antes que ella.

– Por supuesto. -Soltó un largo suspiro y reclinó la cabeza contra el respaldo del asiento-. Tienes un coche increíble y ropa carísima. Mi vida va de mal en peor. Acabo de caer en manos de un traficante de drogas.

– ¡No soy traficante! -replicó él indignado.

– Lo que está claro es que no eres una estrella de cine.

– No hace falta que me lo restriegues por la cara. La verdad es que soy un modelo casi famoso que aspira a convertirse en estrella de cine.

– Eres gay. -Fue una afirmación no una pregunta, lo que habría cabreado a muchos deportistas, pero él tenía bastantes seguidores gays y no le gustaba insultar a la gente que, al fin y al cabo, le mantenía.

– Sí, pero aún no he salido del armario.

Ser gay podía tener algunas ventajas, decidió. No las reales -eso era impensable-, pero sí las de poder disfrutar de la compañía de una mujer sin tener que preocuparse de que se sintiera atraída por é1. Se había pasado los últimos quince años de su vida quitándose de encima a mujeres que querían ser la madre de sus hijos, y ser homosexual lo libraría de ese tipo de problemas. Podría relajarse y tener una amiga. La miró.

– Si se llegaran a conocer mis preferencias sexuales, mi carrera quedaría arruinada, así que te agradecería que fueras discreta.

Ella arqueó una ceja sudorosa.

– Me da que es un secreto a voces. Supe que eras gay cinco segundos después de conocerte.

Se estaba quedando con él.

Ella se mordisqueó el labio inferior.

– ¿Te importa si te acompaño parte del camino?

– ¿Y tu coche?

– No vale la pena arreglarlo. Habría que remolcarlo. Además, sin la cabeza del castor, no creo que me paguen lo que me deben.

Dean reflexionó sobre ello. Sally la había calado bien. Castora era una tocapelotas, el tipo de mujer que menos le gustaba. Pero era muy divertida.

– Podemos probar durante un par de horas -dijo-, pero no puedo prometerte más.

Se pararon frente a un edificio de chapa metálica pintado en un desafortunado tono azul turquesa. Era domingo por la tarde y en el aparcamiento de la tienda de bricolaje El Gran Castor de Ben sólo había dos vehículos, un oxidado Camaro azul y una camioneta último modelo. El letrero de «CERRADO» colgaba sobre la puerta que habían dejado entreabierta para que entrara la brisa de la tarde. Siempre caballeroso, Dean salió para ayudarla.

– Sujeta la cola.

Ella le dirigió una mirada desdeñosa mientras intentaba salir de una manera elegante, y luego se dirigió arrastrando los pies a la puerta de la tienda. Cuando la abrió, Dean vio a un hombre con el pecho fuerte y grueso apilando tablones. Luego ella desapareció en el interior.

Acababa de observar el poco impresionante paisaje -un montón de contenedores y postes de alumbrado- cuando ella salió con un montón de ropa entre los brazos.

– La esposa de Ben se cortó la mano y tuvo que llevarla a urgencias. Por eso no me fueron a buscar. Por desgracia, no puedo quitarme esto yo sola. -Le dirigió una mirada malhumorada al tío del almacén-. Y me niego a dejar que ese pervertido me abra la cremallera.

Dean sonrió. ¿Quién podía suponer que un estilo de vida alternativo podía tener tantas ventajas?

– Estaré encantado de ayudarte.

La siguió por un lateral del edificio hasta una puerta metálica con la silueta descolorida de un castor con una diadema en la cabeza. En el baño había un inodoro no muy limpio, aunque podía considerarse aceptable; suelo blanco, paredes grises y un espejo lleno de manchas encima del lavabo. Cuando ella buscó con la mirada un lugar limpio donde dejar su ropa, él bajó la tapa del inodoro y -por respeto a sus hermanos gays- la cubrió con papel higiénico.

Ella dejó las ropas y le dio la espalda.

– Tiene una cremallera.

En ese espacio mal ventilado, el disfraz de castor olía peor que un vestuario, pero como veterano de más entrenamientos de los que podía recordar, había olido cosas peores. Mucho peores. Algunos rizos oscuros se habían soltado de esa pobre imitación de coleta, y él se los apartó de la nuca que era blanca como la leche salvo por el leve trazo de una vena azul pálido. Hurgó entre el pelaje hasta encontrar una cremallera. Era un experto en desnudar mujeres, pero apenas había deslizado la cremallera unos centímetros cuando se enganchó en el pelaje. La liberó, pero tras otros centímetros, la cremallera se volvió a enganchar.

A trompicones, el pelaje fue dejando al descubierto una leve porción de piel lechosa, y cuanto más se abría la cremallera, menos homosexual se sentía. Intentó distraerse conversando.

– ¿Qué fue lo que me delató? ¿Cómo supiste que era gay?

– ¿Me prometes que no te ofenderás? -preguntó ella con fingida preocupación.

– La verdad nos hará libres.

– Bueno, tienes un buen bronceado y músculos de diseño. Ese tipo de tórax no se consigue cambiando tejados.

– Muchos tíos van al gimnasio. -Resistió el deseo de tocar su húmeda piel.

– Sí. Pero esos tíos tienen alguna cicatriz en la barbilla o en alguna otra parte del cuerpo, y la nariz rota. Tus facciones están mejor esculpidas que las caras del monte Rushmore.

Era cierto. La cara de Dean permanecía intacta. Su hombro, sin embargo, era otra historia.

– Y además está tu pelo. Es dorado, espeso y brillante. ¿Cuántos potingues utilizaste esta mañana? No importa, no me lo digas. No quiero sentirme acomplejada.

Lo único que había usado era champú. Un buen champú, cierto, pero a fin de cuentas, champú a secas.

– Es que llevo un buen corte -replicó, su corte era producto del estilista de Oprah.

– Y esos vaqueros son de Gap.

Cierto.

– Y llevas botas de gay.

– ¡Éstas no son botas de gay! Me costaron mil doscientos dólares.

Exacto -dijo ella triunfalmente-. ¿Qué hombre en su sano ¡juicio pagaría mil doscientos dólares por unas botas?

Ni siquiera esa dura crítica a su calzado podía enfriarlo. Había conseguido bajarle la cremallera hasta la cintura, y, como había imaginado, no llevaba sujetador. Las delicadas protuberancias de su columna desaparecían en el interior de la V del disfraz como un delicado collar de perlas tragado por el Yeti. Le costó Dios y ayuda no meter las manos dentro y examinar con exactitud lo que escondía Castora.

– ¿Por qué tardas tanto? -preguntó ella.

– La cremallera no hace más que atascarse, eso es todo -respondió malhumorado, sus vaqueros no había sido pensados para acomodar lo que ahora mismo necesitaba ser acomodado-. Si crees que puedes hacerlo mejor, te invito a intentarlo.

– Hace mucho calor aquí dentro.

– A mí me lo vas a decir. -Con un último tirón, bajó la cremallera del todo, lo que venía a ser unos veinte centímetros por debajo de la cintura. Pudo observar la curva de la cadera y el borde elástico de unas bragas de intenso color rojo.

Ella se apartó y cuando lo miró, sostuvo el disfraz contra su pecho con las patas.

– Puedo seguir sola.

– Oh, por favor. Como si tuvieras algo interesante de ver.

La comisura de la boca de Castora tembló ligeramente, pero él no pudo asegurar si era por diversión o por fastidio.

– Fuera.

Bueno, por lo menos lo había intentado.

Antes de que saliese, ella le pasó las llaves y le pidió -sin demasiada amabilidad por cierto- que sacara sus cosas del coche. Dentro del abollado maletero del Camaro encontró un par de cajas de madera llenas de pinturas, unas cajas de herramientas manchadas y un lienzo grande. Acababa de cargar todo en su coche cuando el tío que estaba trabajando dentro salió a inspeccionar el Vanquish. Tenía el pelo grasiento y barriga cervecera. Algo le dijo a Dean que éste era el tío pervertido que había enfurecido a Castora.

– Hombre, esto sí que es un coche. Vi uno igual en una película de James Bond. -Y luego, le echó un buen vistazo a Dean-. ¡Joder! Eres Dean Robillard. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Estoy de paso.

El tío comenzó a flipar.

– Santo cielo. Ben debería haber dejado que Sheryl fuera sola a urgencias. Espera que le diga que Boo ha estado aquí.

Los compañeros de universidad de Dean le había puesto ese mote por el tiempo que se había pasado en la playa de Malibú, y que los lugareños conocían como Boo.

– Vi cómo te lesionabas en el partido contra los Steelers. ¿Qué tal el hombro?

– Tirando -contestó Dean. Y estaría mucho mejor si dejara de recorrer el país sintiendo lástima por sí mismo y se dedicara a ir al fisio.

El tipo se presentó a sí mismo como Glenn, luego se dedicó a repasar la temporada de los Stars. Dean asentía a sus comentarios automáticamente, deseando que Castora se diera prisa. Pero tardó unos buenos diez minutos en aparecer. La recorrió con la mirada de pies a cabeza.

Había habido una equivocación.

La pastorcilla Bo Peep había sido secuestrada por un ángel del infierno. En lugar del vestido de volantes, el sombrerito de lazos y el bastón de pastorcilla, se había puesto una camiseta sin mangas de un negro descolorido, unos vaqueros flojos y unas viejas botas militares que él había visto en el baño, pero que ni siquiera había considerado. Esbelta y delicada, debía de medir uno sesenta y cinco, y era tan delgada como había imaginado. Incluso sus pechos que, aunque definitivamente femeninos, no eran demasiado memorables. Al parecer, se había pasado la mayor parte del tiempo aseándose en el baño, porque cuando se acercó, olía a jabón en vez de a pelaje rancio. Su pelo oscuro estaba mojado y se aplastaba contra la cabeza como si fuera tinta. No llevaba maquillaje, aunque tampoco lo necesitaba con esa piel cremosa. Bueno, un poco de lápiz de labios y algo de rímel no le habrían venido mal.

Prácticamente le tiró el disfraz de castor a Glenn.

– La cabeza y el cartel están en el cruce. Los dejé detrás del generador.

– ¿Y qué quieres que haga con eso? -replicó Glenn.

– Supongo que ya se te ocurrirá algo.

Dean abrió la puerta del coche antes de que ella se decidiese a soltar otra pulla. Cuando ella subió, Glenn le tendió la mano libre a Dean,

– Ha sido estupendo hablar contigo. Espera a que le cuente a Ben que Dean Robillard pasó por aquí. -Dale recuerdos de mi parte.

– Me dijiste que te llamabas Heath -dijo Castora cuando salían del aparcamiento.

– Heath Champion es mi nombre artístico. Mi verdadero nombre es Dean.

– ¿Cómo conocía Glenn tu nombre de verdad?

– Nos conocimos el año pasado en un bar de gays de Reno. -Se puso con rapidez unas gafas de Prada con cristales verdes ahumados y montura de titanio.

– ¿Glenn es gay?

– No me digas que no lo sabías.

La ronca risa de Castora tuvo cierto deje pícaro, como si se estuviera riendo de algún chiste privado. Pero después, cuando se puso a mirar por la ventanilla, la risa se desvaneció y la tristeza oscureció esos ojos color violeta. Aquello le hizo preguntarse si Castora no ocultaría algunos secretos tras esa fachada alegre.

2

Blue se concentró en inspirar y expirar, esperando que eso la tranquilizara, pero el pánico seguía dominándola. Le dirigió al niño bonito una mirada de reojo. ¿De verdad esperaba que se creyera que era gay? Era cierto que llevaba botas de homosexual y que estaba demasiado bueno. Pero, aun así, desprendía suficientes megavatios heterosexuales como para iluminar a toda la población femenina. Era indudable que lo había estado haciendo desde el día de su nacimiento cuando vio su reflejo en las gafas de la comadrona y le lanzó al mundo un «choca esos cinco».

Ella había pensado que la traición de Monty era el último desastre de su más que catastrófica vida, pero ahora estaba a merced de Dean Robillard. Nunca se habría subido al coche del futbolista si no le hubiese reconocido. Había visto ese increíble cuerpo bronceado prácticamente desnudo en todas las vallas publicitarias anunciando Zona de Anotación, una línea de calzoncillos que tenía el memorable eslogan de «Mete el culo en la zona de anotación». Posteriormente había visto su foto en la lista de «Los cincuenta hombres más deseados» de People. En ella aparecía caminando descalzo por la playa con un esmoquin con los bajos remangados. No recordaba para qué equipo jugaba, pero sabía que era el tipo de hombre que debía evitar a toda costa, aunque claro, no todos los días aparecían hombres como ése en su vida. Sin embargo, en ese momento, él era lo único que se interponía entre ella, un refugio para los sin techo y un letrero que pusiera: PINTO POR COMIDA.