Al parecer, muy lejos.

Al final, cuando ella ya estaba loca de necesidad, cuando apenas se mantenía en pie, Blue oyó el sonido de la cremallera de Dean.

– Y por último… -dijo él con voz ronca.

Entonces la giró hacia él y se quitó los calzoncillos y los pantalones cortos de una patada. Tenía los ojos entrecerrados, oscuros de deseo. Como si pesara menos que una pluma, la tomó en brazos y le apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Le abrió las piernas y se acomodó entre ellas. Ella le rodeó las caderas con las pantorrillas y entrelazó los brazos alrededor de la firme columna de su cuello. Dean la abrió con los dedos, explorando su deseo, y, al fin, reclamó lo que era, en ese momento, indiscutiblemente suyo.

Era tan fuerte que mientras la penetraba profundamente, se aseguró de que el áspero tronco no le dañara la piel. Blue enterró la cara en el cuello de Dean, tomó aire y llegó al climax mucho antes de lo que quería. Él esperaba más de ella. Después de dejarla descansar un momento, siguió moviéndose en su interior, llenándola, incitándola, ordenándole que se uniera a él.

El agua de la cascada fluía junto a ellos. El sonido del chorro cristalino se mezclaba con sus entrecortadas respiraciones, con sus ásperas órdenes y sus roncas palabras de cariño. Sus bocas se amoldaron, tragándose las palabras. Él le apretó el trasero. Una embestida más y ellos, también, se unieron a la corriente.

Luego no dijeron nada. Cuando volvieron sobre sus pasos, él se adelantó a ella que, asombrada, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. Esos viejos sentimientos de querer pertenecer a alguien habían arraigado en su alma de nuevo.

Dean caminó más rápido, aumentando la distancia entre ellos. Blue lo comprendía demasiado bien. Dean entraba y salía de las relaciones como otros se cambiaban de chaqueta. Amigos, amantes…, eso era fácil. Cuando una relación llegaba al final, había una larga cola de mujeres esperando para iniciar otra.

Dean se giró y la llamó…, le gritó algo sobre que se le había abierto el apetito. Ella se forzó a sonreír, el placer del encuentro había desaparecido. Lo que había comenzado como un absurdo juego sexual había dejado sus sentimientos tan frágiles e indefensos como los de la niña que había sido una vez.


Al día siguiente, Blue recibió una carta de Virginia reenviada desde Seattle. Cuando Blue la abrió, encontró una foto dentro. Seis chicas con ropas mugrientas y sonrisas llorosas posaban delante de un sencillo edificio de madera en medio de la selva. Su madre estaba de pie en el medio, parecía exhausta y triunfante. En el dorso, Virginia había escrito un escueto mensaje: «Están a salvo. Gracias.» Blue contempló la foto durante mucho tiempo. Mientras observaba la cara de cada una de las chicas que su dinero había salvado, se olvidó de su resentimiento.

La tarde del jueves, cuatro días después de la excursión a las Smokies y dos días antes de la fiesta de Nita, Blue dio los últimos retoques a las paredes. Los murales no guardaban más que un superficial parecido con los dibujos originales, pero tampoco se parecían a los empalagosos paisajes que había pintado en la universidad. Éstos le gustaban más -aunque eran inadecuados-, pero no pensaba borrarlos.

Todos habían cumplido la orden de mantenerse alejados del comedor, y había programado la inauguración para el día siguiente por la mañana. Se enjugó el sudor de la frente con la manga. El aire acondicionado se había averiado esa mañana, y a pesar del ventilador portátil y las ventanas abiertas del comedor, tenía calor y náuseas. Se sentía un poco asustada, ¿y si…? No, no pensaría en eso hasta después de la fiesta de Nita. Se separó la camiseta húmeda del cuerpo y se quedó quieta para observar el desastroso e inapropiado trabajo. Jamás había pintado nada que le gustara más.

Había terminado de difuminar -usando un trozo de gasa para aclarar algunas sombras- y había comenzado a limpiar los materiales cuando oyó unos coches aproximándose a la casa. Se asomó por la ventana abierta y vio que dos grandes limusinas blancas se detenían en el camino de entrada. Se abrieron las puertas y salió un grupo de gente guapa. Los hombres eran enormes, con gruesos cuellos, bíceps protuberantes e imponentes torsos. A pesar de las diferencias en el color de la piel y los peinados de las mujeres, podrían haber salido de una fábrica de clonación de gente joven y guapa. Llevaban gafas de sol caras sobre la cabeza, bolsos de diseño en la mano, y ropas provocativas que mostraban sus cuerpos ágiles. La verdadera vida de Dean Robillard acababa de llamar a la puerta.

Dean se había marchado de nuevo a la cercana granja de caballos, April y Riley estaban haciendo recados y Jack estaba recluido en la casita de invitados componiendo una canción. Nita se había quedado en su casa por una vez. Blue se deshizo la coleta floja, se peinó el pelo sudoroso con los dedos y volvió a recogérselo en una coleta alta. Cuando apartó a un lado el plástico y salió al vestíbulo, oyó las voces de las mujeres a través de la mosquitera de tela metálica.

– No esperaba que fuera algo… tan rural.

– Tiene un granero y todo.

– Mira por donde pisas, amiga. No veo vacas, pero eso no quiere decir que no las haya en alguna parte.

– Boo sí que sabe montárselo bien -dijo uno de los hombres-. Quizá debería hacerme con un sitio como éste.

Cuando Blue salió al porche, las mujeres repararon en su apariencia desaseada: los pantalones cortos y la camiseta, raídos y manchados con restos de pintura. Un hombre con el cuello como el tronco de un árbol y los hombros más anchos que había visto nunca se acercó a ella.

– ¿Dónde está Dean?

– Salió a mirar unos caballos, pero debería estar de vuelta en una hora más o menos. -Se limpió las palmas de las manos en los pantalones cortos-. El aire acondicionado está estropeado, pero podéis sentaros en el porche trasero para esperarlo.

La siguieron a través de la casa. El porche, con el nuevo suelo de pizarra gris, tenía, las paredes recién pintadas de blanco y el techo muy alto; era la estancia más fresca y espaciosa después del comedor. Tres elegantes ventanas paladianas horadaban las paredes, proyectando sombras moteadas sobre las sillas de mimbre y la mesa de hierro forjado negro que había llegado unos días antes. Los cojines de color verde claro contrastaban con el negro y conferían un aire elegante al acogedor espacio.

Había cuatro hombres y cinco mujeres. Ninguno de ellos perdió el tiempo en presentaciones, aunque ella captó un nombre aquí y otro allá: Larry, Tyrell, Tamiza y… Courtney, una morena alta y hermosa que no parecía estar con ninguno de los hombres. Blue no tardó en averiguar por qué.

– En cuanto acabe la concentración de entrenamiento, voy a pedirle a Dean que me lleve a San Francisco un fin de semana -dijo Courtney con una sacudida de su pelo brillante-. Nos lo pasamos muy bien allí en San Valentín y me merezco un poco de diversión antes de regresar a dar clases de cuarto grado.

Genial. Courtney ni siquiera era una chica bonita y tonta.

Las mujeres comenzaron a quejarse del calor, a pesar de la brisa que proporcionaban los ventiladores del techo, recién instalados. Todos dieron por hecho que Blue formaba parte del servicio de la casa y comenzaron a pedirle cerveza, té helado, bebidas light y agua fría. Poco después, Blue se encontró haciendo perritos calientes, cortando rodajas de queso y fiambre para picar. Uno de los hombres quería la programación de la tele, otro un tylenol, y un guapo pelirrojo quería comida tailandesa, pero como muy bien le informó Blue, esa clase de comida aún no había llegado a Garrison.

April llamó a Blue mientras ésta estaba en la despensa buscando patatas fritas.

– He visto que Dean tiene compañía, así que nos vamos a la casita de invitados. Riley viene conmigo. Nos quedaremos allí hasta que no haya moros en la costa.

– No tienes por qué esconderte -contestó Blue.

– Es lo mejor. Además, Jack quiere que escuche su nueva canción.

Blue también deseaba poder irse con ellas y escuchar la nueva canción de Jack Patriot en lugar de atender a los amigotes de Dean.

Cuando Dean finalmente apareció, todos se levantaron para saludarle. Si bien olía a caballo y a sudor, Courtney, que había estado quejándose de lo mal que olía el abono, se lanzó sobre él.

– ¡Dean, mi amor! ¡Sorpresa! Pensábamos que no aparecerías nunca.

– Hola, Boo. Bonito lugar te has agenciado.

Dean ni siquiera miró en dirección a Blue. Ella se retiró a la cocina, donde empezó a meter los productos perecederos en la nevera. Unos minutos después él apareció en la cocina.

– Oye, gracias por echar una mano. Me daré una ducha rápida y volveré enseguida.

Cuando desapareció, Blue se preguntó si le había sugerido que siguiera atendiendo a sus amigos o si esperaba que se uniera a la fiesta. Cerró de golpe la nevera. A la mierda. Iba a volver al trabajo.

Pero antes de poder escaquearse, Roshaun apareció de pronto en la puerta pidiendo helado. Fue a llevar más platos y quitó los que habían usado. Mientras llenaba el lavavajillas, Dean volvió de darse la ducha.

– Gracias otra vez, Blue. Eres la mejor.

Momentos después lo oyó en el porche con los demás, riéndose con sus amigos.

Ella se quedó allí, observando la cocina que tanto amaba. Así que eso era todo, ¿no? Tenía que saberlo con seguridad. Con manos temblorosas, puso un par de Coca-Colas light en una bandeja, añadió la última botella de cerveza fría y lo llevó todo al porche.

Courtney estaba junto a Dean, con el brazo rodeando su cintura; un brillante mechón de pelo rozaba la manga de la camisa gris. Con los tacones era casi igual de alta que Dean.

– Pero Boo, tienes que volver a tiempo para la fiesta de Andy y Sherrilyn. Les prometí que iríamos.

«¡Es mío!», quiso gritar Blue. Pero en realidad no lo era. Nadie le había pertenecido nunca y jamás lo haría. Llevó la bandeja ante él. Los ojos de Blue se encontraron con esos familiares ojos azules que tan a menudo se habían reído de ella. Iba a decirle que había reservado la última cerveza fría para él, pero antes de que pudiera abrir la boca, él apartó la mirada como si ella fuera invisible.

Se le hizo un nudo en la garganta. Dejó la bandeja con suavidad sobre la mesa, entró, y, a ciegas, se abrió paso hacia el comedor.

Hasta ella llegaron más risas. Cogió los pinceles y comenzó a limpiarlos. Trabajaba mecánicamente, cerrando las tapas de los botes, guardando los utensilios, doblando las telas del suelo, decidida a acabar de limpiar todo para no tener que volver allí. El plástico de la puerta crujió y Courtney asomó la cabeza en el comedor. A pesar de haber dado a entender que era profesora, parecía que no sabía leer el cartel de «NO ENTRAR».

– Tengo una pequeña emergencia -dijo ella sin dirigir una mirada a los murales-. Los chóferes se han ido a comer y tengo una espinilla gigante. No tengo aquí ninguna crema correctora. ¿Podrías ir hasta el pueblo y traerme Erace o cualquier corrector por el estilo? Y ya de paso, ¿no te importaría traer unas botellas de agua mineral fría? -Courtney se alejó-. Voy a preguntar si alguien quiere algo más.

Blue quitó el carro de pintura de su camino y se dijo a sí misma que le daría a Dean otra oportunidad. Pero fue Courtney quien regresó, con un billete de cien dólares entre los dedos.

– El corrector, el agua mineral y tres bolsas de Cheetos. Quédate con el cambio. -Soltó el dinero en la mano de Blue-. Gracias, cielo.

Por la mente de Blue cruzaron varias opciones. Escogió la única que le permitía conservar su dignidad.

Una hora más tarde, regresó a una casa vacía y dejó caer la barra de corrector, el agua mineral, los Cheetos y el cambio en la encimera de la cocina. Sentía el pecho como si alguien le hubiera amontonado piedras encima. Terminó de barrer el comedor, colocó las sillas, cargó el coche de Nita y desgarró el plástico de las puertas. No había nada como el presente para poner fin a algo que nunca debería haber empezado.

Cuando terminó, le echó una última mirada a los murales y los vio como lo que eran. Mierda sentimentaloide.

22

Dean se detuvo al borde del camino. Estaban bailando. Los tres. Detrás de la casita de invitados, bajo las estrellas, con la música que salía a todo volumen del radiocasete que habían colocado en los escalones del porche. Al observar a su padre, Dean comprendió de dónde provenían sus genes de deportista. Había visto bailar a Jack en vídeos y en un concierto al que se vio forzado a asistir con los compañeros del equipo de la universidad. Pero observarle aquí era diferente. Recordó que algún descerebrado crítico del rock había comparado la manera de bailar de Jack con la de Mick Jagger, pero Jack no tenía nada que ver con ese andrógino baile contoneante y escurridizo. Él era pura fuerza.