– Oh, hay muchos. Casi un tercio de los jugadores de la NFL. -Esperó a ver si al fin ella ponía punto y final a esa sandez, pero parecía no tener prisa en acabar el juego.
– Para que luego diga la gente que los deportistas no son sensibles -dijo ella.
– Es parte del espectáculo.
– Me he fijado en que llevas agujeros en las orejas.
– Me los hice cuando era joven.
– Y querías hacer gala de tu dinero, ¿no?
– Dos kilates en cada oreja.
– Dime que ya no los usas.
– Sólo si tengo un mal día. -Se abrieron las puertas del ascensor y caminaron por el pasillo hasta sus habitaciones. Castora caminaba con largas zancadas para ser tan pequeña. No estaba acostumbrado a las mujeres tan agresivas, claro que ella no era demasiado femenina a pesar de esos pequeños pechos redondos que tan duro lo ponían.
Las habitaciones estaban una junto a la otra. Él abrió la primera puerta y, aunque limpia, definitivamente olía a tabaco.
Ella pasó junto a él.
– Normalmente, sugeriría que nos la jugáramos a cara o cruz, pero como tú pagas la cuenta, no me parece justo.
– Bueno, si insistes.
Ella cogió su bolsa y de nuevo intentó deshacerse de él.
– Trabajo mejor con luz natural. Nos veremos mañana.
– Si no me pareciera imposible, diría que te da miedo estar a solas conmigo.
– Vale, me has pillado. ¿Y si sin darme cuenta me interpongo entre tú y un espejo? Podrías ponerte violento.
Él sonrió ampliamente.
– Te espero en media hora.
Cuando él llegó a su habitación, encendió la televisión para ver el partido de los Bulls, se quitó las botas y desempacó sus cosas. Tenía tantos dibujos, retratos y fotos de sí mismo que no sabía ya qué hacer con ellos, pero ésa no era la cuestión. Cogió del minibar una cerveza y una bolsita de cacahuetes. Annabelle le había sugerido en una ocasión que mostrara a la gente algo del glamour que se suponía había heredado de su madre, y él le había dicho que no metiera las narices en sus asuntos. No dejaba que nadie se entrometiera en esa complicada relación.
Se tumbó en la cama en vaqueros y camisa blanca, una auténtica camisa blanca de Marc Jacobs diseñada por PR que le habían enviado un par de semanas antes. Los Bulls pidieron tiempo muerto. Otra noche, otro hotel. Poseía dos apartamentos en Chicago, uno no muy lejos del lago y otro en la zona oeste, junto a las oficinas de los Stars por si no tenía ganas de lidiar con el tráfico al atravesar la ciudad. Pero como había crecido en montones de habitaciones de Internados, no consideraba ningún sitio como su hogar. «Gracias, mamá».
La granja de Tennessee tenía su propia historia y raíces profundas, justo lo que a él le faltaba. Bueno, normalmente no era tan impulsivo y había tenido sus dudas sobre comprar un lugar tan alejado del océano. Ser propietario de una casa con cien acres hacía pensar en algo permanente, algo que él jamás había experimentado y a lo mejor no estaba preparado. Tenía que pensar en ella como en una casa de vacaciones. Y si no le gustaba, siempre podía venderla.
Oyó el agua de la ducha de la habitación de al lado. En la tele salió un anuncio de un telefilm sobre la muerte de la cantante de country Marli Moffatt. Pasaron imágenes de Marli y Jack Patriot saliendo de una capilla de Reno. Le dio al botón de silencio del mando.
Estaba deseando tener a Castora desnuda esa noche. El no haber estado nunca con alguien como ella hacía que las perspectivas fueran aún más interesantes. Se metió un puñado de cacahuetes en la boca y se recordó a sí mismo que hacía años que había dejado los rollos de una sola noche. La idea de acabar como su madre -alguien que se pasaba el tiempo dándole a la coca hasta el punto de olvidar que tenía un hijo- era demasiado deprimente, así que se limitaba a tener relaciones cortas, relaciones que duraban entre unas semanas y un par de meses. Pero en ese momento estaba a punto de violar la norma principal de toda una década de relaciones informales y no sentía remordimientos. Castora no era precisamente una groupie. Aunque sólo habían estado juntos un día, y a pesar de esa tendencia que tenía de mangonearlo, tenían una verdadera relación, Unas interesantes conversaciones, habían compartido comidas y tenían gustos similares en música. Y lo que era más importante aún, Castora no amenazaba de ninguna manera su soltería.
El último cuarto del partido de los Bulls acababa de empezar cuando sonó un golpe en la puerta. Tenía que dejar bien claro quién llevaba la voz cantante.
– Estoy desnudo -gritó.
Mejor aún. Hace años que no pinto a un adulto desnudo. Me vendrá bien para practicar.
No había picado. Sonrió y soltó el mando.
– No te lo tomes como algo personal, pero la idea de estar desnudo delante de una mujer es francamente repulsiva.
– Soy una profesional. Imagina que soy tu médico. Puedes taparte tus partes si te sientes incómodo.
Dean sonrió abiertamente. «Sus partes.»
– O mejor todavía, esperemos hasta mañana, entonces ya habrás tenido tiempo de hacerte a la idea.
Fin del juego.
Tomó un trago de cerveza.
– Está bien. Me pondré algo encima. -Se desabrochó los botones de la camisa y observó cómo el nuevo base de los Bulls perdía un pase antes de apagar la tele y cruzar la habitación para abrir la puerta.
3
El desprecio de Castora por la moda se extendía también a la ropa de dormir. Vestía una camiseta marrón de hombre y unos pantalones descoloridos de color negro que se plegaban alrededor de sus es trechos tobillos. No había nada remotamente sexy en esa ropa, salvo el misterio que ocultaban debajo. Él se apartó un poco para dejarla entrar. Olía a jabón simple en vez de a perfume. Dean se dirigió al minibar. -¿Quieres beber algo? Ella soltó un grito.
– Oh, Dios mío. ¿No serás uno de los que usa esa cosa?
No sabía de qué hablaba, pero por si acaso se miró la entrepierna.
Ella, sin embargo, dirigió la mirada al minibar. Dejó caer el bloc de dibujo y adelantándolo con rapidez, agarró la lista de precios.
– Mira esto. Dos dólares y medio por un ridículo botellín de agua. Tres dólares por una Snicker. ¡Una Snicker!
– Estas pagando algo más que la chocolatina -señaló él-. Pagas por comértela justo cuando quieres.
Pero ella ya había visto la bolsita de cacahuetes encima de la cama y no se pudo contener.
– Siete dólares. ¡Siete dólares! ¿Cómo has podido?
– ¿Quieres una bolsa de papel para recobrar el aliento?
– Deberías vigilar la cartera.
Por lo general no lo mencionaría -dijo él-, pero soy rico. -Y, salvo que hubiera un colapso total de la economía americana, siempre lo sería. De niño, el dinero había provenido de sustanciosas pagas. De adulto, procedía de algo mucho mejor. De su propio trabajo.
– No me importa lo rico que seas. Siete dólares por una bolsita de cacahuetes es demasiado.
Obviamente los problemas económicos de Castora eran más serios de lo que parecía, pero eso no quería decir que él tuviera que reprimirse en comprarse lo que le diera la gana.
– Vino o cerveza, elige. O elegiré yo por ti. De una manera u otra, voy a abrir una botella.
Ella todavía tenía la nariz enterrada en la lista de precios.
– Si me das los seis dólares, fingiré que bebo la cerveza.
La cogió por los hombros y la apartó a un lado para poder acercarse al minibar.
– No mires si es demasiado doloroso para ti.
Blue recogió rápidamente el bloc y se dirigió a una silla en el otro extremo de la habitación.
– Hay mucha gente en el mundo muriéndose de hambre.
– No seas aguafiestas.
A regañadientes ella aceptó la cerveza. Por suerte para Dean, en la habitación sólo había una silla, lo que le daba la excusa perfecta para tumbarse en la cama.
– Dibújame como quieras.
Esperaba que ella sugiriese que se desnudara otra vez, pero no lo hizo.
– Ponte cómodo. -Dejó la cerveza sobre la moqueta, apoyó el tobillo en la rodilla contraria como hacen los hombres, y sacudió el bloc sobre los desarrapados pantalones negros. A pesar de lo agresivo de su postura, parecía nerviosa. Por ahora, las cosas iban bien.
Dean se apoyó en un codo y terminó de desabotonarse la camisa. Había posado para bastantes fotos de ese estilo en la campaña de Zona de Anotación y sabía lo que le gustaba a las señoras; lo que seguía sin comprender era cómo podían preferir una foto de él en cueros a una donde lanzaba el balón con una espiral perfecta. Debía de ser una de esas cosas incomprensibles de mujeres.
Un mechón de pelo negro se soltó de la coleta siempre despeinada de Castora y le cayó sobre la mejilla mientras miraba fijamente su bloc. Dean se abrió la camisa lo suficiente como para dejar a la vista los músculos que llevaba desarrollando más de una década de duro trabajo, pero no tanto como para revelar las recientes cicatrices de su hombro.
– No soy -dijo él- realmente gay.
– Oh, cariño, no tienes que disimular conmigo.
– Lo cierto es que… -deslizó el pulgar por la cinturilla de los vaqueros y los bajó un poco más-, algunas veces, cuando salgo por ahí, el peso de la fama es demasiado para mí, así que recurro a medidas extremas para ocultar mi identidad. Aunque, para ser justos, no llego nunca a perder la dignidad. No podría, por ejemplo, disfrazarme de animal. ¿Tienes bastante luz?
El lápiz se deslizaba sobre el bloc.
– Apuesto lo que sea a que si encontraras al hombre adecuado, no renegarías de tu sexualidad. El amor verdadero es muy poderoso.
Ella todavía quería jugar. Divertido, cambió de táctica.
– ¿Y era eso lo que tú sentías por el viejo Monty?
– Amor verdadero, no. Nací sin el cromosoma del amor. Pero sí una amistad verdadera. ¿Te puedes poner del otro lado?
¿Y quedar de cara a la pared? De ninguna manera.
– Tengo la cadera tocada. -Dobló la rodilla-. ¿Y todas esas cosas que le decías a Monty sobre la confianza y
– Mira, Dr. Phil, estoy tratando de concentrarme.
– No, no eran tonterías, entonces. -Ella seguía sin mirarlo-. Yo me he enamorado media docena de veces. Todas antes de cumplir los dieciséis, pero bueno…
– Seguro que ha habido alguien desde entonces.
– Bueno, de hecho no.
Era algo que volvía loca a Annabelle. Decía que incluso su marido, Heath, un tío duro donde los haya, se había enamorado una vez antes de conocerla.
Castora extendió la mano.
– ¿Por qué echar raíces cuando el mundo está a tus pies, no?
– Me está dando un calambre -dijo él-. ¿Te importa que me estire?
No esperó respuesta, pasó las piernas por encima del borde de la cama. Se tomó su tiempo para ponerse de pie, luego se estiró un poco, contrayendo el abdomen, lo que hizo caer los vaqueros lo suficiente para revelar la parte superior de sus boxers grises de Zona de Anotación.
Castora se obligó a mantener la vista en el bloc.
Tal vez había cometido un error táctico mencionando a Monty, pero no podía comprender que alguien con la fuerza de carácter de Castora se pudiera sentir atraída por semejante imbécil. Colocó las manos en las caderas, apartando a propósito la camisa para poder exhibir sus pectorales. Comenzaba a sentirse como un stripper, pero al final ella levantó la vista. Los vaqueros se bajaron un par de centímetros más y el bloc se le cayó al suelo. Ella se agachó para recogerlo y se golpeó la barbilla ruidosamente con el brazo de la silla. Estaba claro que ella necesitaba algo más de tiempo para hacerse a la idea de dejarlo explorar sus partes de castora.
– Voy a darme una ducha rápida -dijo él-. Para quitarme el polvo del camino.
Blue depositó el bloc en el regazo con una mano y se abanicó con la otra.
La puerta del baño se cerró. Blue gimió y bajó el pie a la alfombra. Debería haber fingido que tenía migraña. O lepra… o cualquier otra cosa para poder escapar a su habitación. ¿Por qué no la había ayudado una amable pareja de jubilados? ¿O uno de esos tíos dulces y sensibles con los que se sentía tan cómoda?
Oyó correr el agua de la ducha. Se la imaginó resbalando sobre ese cuerpo de anuncio. Él estaba acostumbrado a utilizarlo como un arma, y, como no había nadie cerca, era ella quien estaba en su punto de mira. Pero con hombres tan lujuriosos como él había que mantener la distancia.
Tomó un largo trago de cerveza. Se recordó que Blue Bailey no huía. Jamás. Por fuera parecía frágil, como si cualquier ligera brisa pudiera tumbarla, pero por dentro era fuerte y eso era lo que verdaderamente importaba. Así era como había sobrevivido a una infancia itinerante.
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