Ella lo observó, tratando de adivinar si estaba siendo sincero o no. Cuanto más estaba con ella, más curiosidad sentía.
– No me has contado mucho de ti misma -dijo él-. ¿Dónde te criaste?
Ella se detuvo a punto de darle un mordisco al donut.
– Aquí y allá.
– Venga, Castora. No volveremos a vernos nunca. Cuéntame tus secretos.
– Me llamo Blue. Y si quieres conocer mis secretos, tendrás que contarme antes los tuyos.
– Te haré un resumen. Demasiado dinero. Demasiada fama. Demasiado guapo. La vida es dura.
Había tenido intención de hacerla sonreír. Pero ella se limitó a mirarlo tan fijamente que se sintió incómodo.
– Es tu turno -dijo él con rapidez.
Ella se tomó tiempo mientras se comía el donut. Dean sospechaba que estaba decidiendo qué contarle.
– Mi madre es Virginia Bailey -dijo-. Es probable que no hayas oído hablar nunca de ella, pero es muy famosa en temas relacionados con la paz.
– ¿Relacionada con el pis [2]?
– Relacionados con la paz. Es activista.
– Mejor no te cuento lo que he llegado a imaginar.
– Ha recorrido todo el mundo, la han arrestado más veces de las que puedo contar, incluidas las dos veces que estuvo ingresada en una prisión de máxima seguridad por violar la entrada en zonas de misiles nucleares.
– Caramba.
– Y eso no es más que la punta del iceberg. Casi se muere en los años ochenta al declararse en huelga de hambre en protesta por la política estadounidense en Nicaragua. Más tarde, ignoró las sanciones de las Naciones Unidas para llevar medicamentos a Irak. -Castora se frotó el azúcar de los dedos con expresión distante-. Cuando los soldados americanos entraron en Bagdad en 2003, ella estaba allí con su grupo internacional de paz. En una mano sostenía un cartel de protesta. Con la otra, distribuía cantimploras para los soldados. Desde que puedo recordar, ha mantenido sus ingresos lo suficientemente bajos para no pagar el impuesto sobre la renta.
– Eso es como tirar piedras contra su propio tejado, ¿no?
– No puede soportar que su dinero se invierta en bombas. Puede que no esté de acuerdo con ella en un montón de cosas, pero creo que el gobierno debería permitir que cada uno eligiera en qué quiere invertir el dinero de sus impuestos. ¿No te gustaría que todos esos millones que le pagas al tío Sam se dedicaran a escuelas y hospitales en vez de a cabezas nucleares?
Pues sí. Campos de entrenamiento para jóvenes, un buen programa deportivo para los niños y operaciones LASIK de cirugía ocular para los árbitros de la NFL. Dean dejó su café en la mesa.
– Parece que es un todo un carácter.
– Dirás más bien que es una chiflada.
Era demasiado educado para mostrarse de acuerdo.
– Sin embargo, no lo es. Mi madre es como es, para bien o para mal. Ha sido nominada dos veces al premio Nobel de la Paz.
– Bueno, ahora sí que estoy impresionado. -Se reclinó en la silla-. ¿Y tu padre?
Ella mojó la punta de una servilleta de papel en un vaso de agua y se limpió el azúcar del donut de los dedos.
– Se murió un mes antes de que yo naciera. Se le derrumbó un pozo que estaba cavando en El Salvador. No estaban casados.
Algo más que Castora y él tenían en común.
Hasta ahora, ella le había contado un montón de cosas, pero no le había revelado nada personal. Él estiró las piernas.
– ¿Quién se encargó de ti mientras tu madre estaba salvando al mundo?
– Un puñado de personas bienintencionadas.
– No debe de haber sido agradable.
– No fue tan terrible. Eran hippies, profesores de universidad, trabajadores sociales. Nadie abusó de mí ni me maltrató. Cuando tenía trece años, estuve viviendo con una traficante de drogas en Houston, pero en defensa de mi madre debo decir que no tenía ni idea de que Luisa se dedicaba a eso, y salvo por aquel tiroteo en coche, me gustó vivir con ella.
Esperaba que Blue estuviera bromeando.
– Viví en Minnesota durante seis meses con un ministro luterano, pero, como mi madre es muy católica, la mayor parte del tiempo lo pasé con un grupo de monjas activistas.
Ella había tenido una infancia todavía más inestable que la suya. Ver para creer.
– Por suerte, los amigos de mi madre son muy buena gente. Aprendí un montón de cosas que la mayoría de los niños no suelen aprender.
– ¿Como cuáles?
– Bueno…, sé latín y algo de griego. Sé hacer una pared, plantar un huerto orgánico, soy una excelente manitas y una cocinera fuera de serie. Apuesto lo que sea a que no puedes superar eso.
Él hablaba condenadamente bien en español y también era un buen manitas, pero no quería echarle a perder la diversión.
– Hice cuatro pases de touchdown con los Ohio State en la final de la copa universitaria, Rose Bowl.
– Supongo que harías revolotear el corazón de las princesitas de la universidad.
A Castora le gustaba burlarse de él, pero lo hacía tan abiertamente que no resultaba maliciosa. Algo extraño. Se terminó el café de golpe.
– Con tanto movimiento, seguir las clases en el colegio debió de ser todo un reto.
– Cuando eres siempre la recién llegada, acabas desarrollando ciertas habilidades.
– No lo dudo. -Empezaba a darse cuenta dónde se había originado esa actitud antagónica-. ¿Fuiste a la universidad?
– A una pequeña universidad de arte. Tenía una beca, pero lo dejé al segundo año. Bueno, es el lugar donde más tiempo he estado.
– ¿Por qué te marchaste?
– Me gusta viajar. Nací para vagar, nene.
Lo dudaba. Castora no era así por naturaleza. De haber sido criada de manera diferente, estaría casada y dando clase en la guardería a sus propios hijos.
Dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa y cuando no esperó la vuelta, ella reaccionó de manera previsible.
– ¡Por dos tazas de café, un donut y un bollo que no has terminado!
– Pues cómelo tú.
Ella cogió el bollo con rapidez. Mientras cruzaban el aparcamiento, él estudió los dibujos que le había hecho y se dio cuenta de que había salido ganando con el trato. Por un par de comidas y el alojamiento de una noche, había recibido material para la reflexión, ¿cuántas veces ocurría eso en su vida?
A medida que transcurría el día, Dean observó que Castora se sentía más inquieta. Cuando se detuvo para echar gasolina, ella salió disparada al baño, dejando en el coche el bolso negro de lona. Mientras llenaban el depósito, Dean no se lo pensó dos veces: se puso a registrarlo. Ignoró el móvil y un par de blocs, y fue directo a por la cartera. Contenía un carnet de conducir de Arizona -era cierto que tenía treinta años-, carnets de bibliotecas de Seattle y San Francisco, una tarjeta ATM, dieciocho dólares en efectivo y la foto de una mujer de mediana edad con apariencia delicada delante de un edificio en ruinas. Aunque era rubia, tenía los mismos rasgos delicados y menudos que Castora. Debía de ser Virginia Bailey. Registró más a fondo el bolso y sacó un talonario de cheques y dos car tillas de cuentas bancarias de un banco de Dallas. Cuatrocientos dólares en la primera y mucho más en la segunda. Castora tenía buenos ahorros, ¿por qué actuaba como si estuviera en la ruina?
Ella regresó al coche. Él metió todo de nuevo en el bolso, lo cerró y se lo entregó.
– Estaba buscando caramelos.
– ¿En mi cartera?
– ¿Cómo ibas a tener caramelos en la cartera?
– ¡Estabas registrándome el bolso! -Por la expresión de su cara dedujo que fisgonear no era algo que la molestara mientras no fuera ella el objetivo. Un dato a tener en cuenta para no perder de vista su propia cartera.
– Prada hace bolsos -le dijo mientras se alejaban de la gasolinera en dirección a la interestatal-. Gucci hace bolsos. Eso que tú llevas parece una de esas cosas que regalan cuando uno se compra un calendario de tías.
Ella saltó indignada.
– No puedo creer que estuvieras registrándome el bolso.
– Y yo no puedo creer que dejaras que te pagara Ja habitación de hotel ayer por la noche. No es que estés precisamente en la ruina.
El silencio fue su única respuesta. Ella se volvió a mirar por la ventanilla. Su pequeña estatura, los hombros estrechos, los delicados codos que surgían de las mangas de la enorme camiseta negra… todos esos signos de fragilidad deberían haber despertado los instintos protectores de Dean. No lo hicieron.
– Alguien me vació las cuentas hace tres días -dijo ella sin aspavientos-. Por eso estoy ahora en Ja ruina.
– Deja que adivine. Monty, la serpiente.
Ella se tiró distraídamente de la oreja.
– Así es. Monty, la serpiente.
Estaba mintiendo. Blue no había dicho ni una palabra sobre las cuentas bancarias cuando había atacado a Monty el día anterior. Pero por la triste expresión de su cara estaba claro que alguien le había robado. Castora necesitaba algo más que transporte. Necesitaba dinero.
Dean se sentía orgulloso de ser el tío más generoso del mundo. Trataba a las mujeres con las que salía como sí fueran reinas y les hacía buenos regalos cuando su relación terminaba. Nunca había sido infiel y era un amante desinteresado. Pero el antagonismo de Blue reprimía su tendencia natural a abrir la cartera. Le dirigió una mirada a su cabello revuelto y a esa pobre excusa de ropa. No era precisamente una mujer imponente, y bajo circunstancias normales, jamás se habría fijado en ella. Pero la noche anterior, ella había levantado una señal de stop bien grande y el juego había comenzado.
– ¿Y qué vas a hacer? -le preguntó.
– Bueno… -Blue se mordisqueó el labio inferior-. La verdad es
– ¿Quieres que te lleve a Nashville? -Lo hacía parecer como si le hubiera pedido que la llevara a la luna.
– Si no te importa…
No le importaba lo más mínimo.
– No sé. Nashville está muy lejos, y tendría que pagarte las comidas y otra habitación de hotel. A menos que…
– ¡No pienso acostarme contigo!
Él le dirigió una sonrisa perezosa.
– ¿Es que sólo piensas en el sexo? No pretendo lastimar tus sentimientos, pero, francamente, te hace parecer bastante desesperada.
Era un truco demasiado manido, y ella se negó a morder el anzuelo. Así que se puso unas gafas de sol baratas de aviador que le hacían parecer Bo Peep a punto de pilotar un F-18.
– Tú sólo conduce y sigue tan guapo como siempre -dijo ella-. No hay necesidad de que te exprimas el cerebro dándome conversación.
Tenía más temple que ninguna mujer que hubiera conocido.
– La cosa es, Blue, que no soy sólo una cara bonita, también soy un hombre de negocios, con lo cual espero ver los frutos de mi inversión. -Debería sentirse tan jodidamente ofendido como sonaba, pero en realidad estaba disfrutando demasiado.
Tienes un retrato original de Blue Bailey -dijo ella-. También tienes un vigilante para tu coche y una guardaespaldas que alejará a tus admiradores. Honestamente, debería cobrarte. Creo que lo haré. Doscientos dólares hasta llegar a Nashville.
Antes de que él pudiera soltarle lo que pensaba de esa idea, SafeNet los interrumpió. Hola Boo, soy Steph,
Blue se inclinó hacia el micrófono.
– Boo, demonios. ¿Qué has hecho con mis bragas?
Se hizo un largo silencio. Dean la miró furioso.
– Ahora no puedo hablar, Steph. Estoy oyendo un audiobook, y estaban a punto de matar a alguien a puñaladas.
Castora se bajó un poco las gafas mientras él desconectaba la conexión y lo miró burlona por encima de la montura.
– Lo siento. Estaba aburrida.
Él arqueó una ceja. La tenía a su merced, pero se negaba a ceder. Intrigante.
Dean subió el volumen de la radio y tarareó una canción de Gin Blossoms mientras llevaba el ritmo con la mano sobre el volante. Blue, sin embargo, permanecía perdida en su mundo. Ni siquiera protestó cuando él cambió de emisora después de que Jack Patriot hiciera su aparición cantando «¿Por qué no sonreír?»
Blue apenas oía la radio de fondo. Estaba tan fuera de su elemento con Dean Robillard que perfectamente podrían estar en universos diferentes. El truco consistía en que él no se diera cuenta de que ella lo sabía. Se preguntó cómo se habría tomado la mentira sobre Monty y las cuentas bancarias. Él no había demostrado reacción alguna, así que era difícil saberlo, pero ella no podía soportar que supiera que su madre era la responsable.
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