– Sujetar las riendas firmemente, pero sin tirar. Daisy debe saber que tú mandas.

– Muy bien. ¡Vamos, Daisy!

La yegua empezó a moverse y Holly intentó concentrarse en el camino. Pero no podía dejar de notar el brazo de Alex sobre sus hombros, el calor de su cuerpo tan pegado a ella, el olor de su colonia… Nunca había conocido a un hombre que oliese tan bien como Alex Marrin.

Mientras se deslizaban por la nieve recordó sus anchos hombros, sus largas piernas, la estrecha cintura, el vello suave que cubría su torso. Pieza a pieza, iba quitándole la ropa hasta que…

– ¿Cómo se para esto? -preguntó, con voz ronca.

– ¿Parar?

– ¡Sí! ¿Cómo se para el trineo? Quiero parar ahora mismo.

– Tira de las riendas -dijo Alex, sujetándolas con una mano.

Cuando el trineo se detuvo, Holly se volvió para mirarlo.

– Alex…

– ¿Quieres volver a casa?

– No.

– ¿Qué es lo que quieres?

– Yo… quiero que me beses -dijo ella entonces.

Hasta aquel momento había escuchado a su cabeza y no a su corazón. Pero, de repente, su corazón y su cabeza empezaban a ponerse de acuerdo.

¿Por qué no iba a tener lo que quería? Había pasado toda su carrera planeando el futuro. Era el momento de vivir un poco.

– No voy a pedírtelo otra vez. Así que, si quieres besarme, hazlo ahora o perderás la oportunidad.

Alex sonrió.

– ¿Crees que quiero besarte?

– ¿No quieres?

Él se encogió de hombros.

– No estoy seguro. No lo había pensado, la verdad.

Holly apretó los labios, cortada. Solo quería un besito. ¿Por qué tenía que ponérselo tan difícil?

– Pues entonces, nada. Me da igual. Solo pensaba que querías besarme.

– Es posible que quiera -sonrió Alex, levantando su barbilla con un dedo.

– ¿Es posible?

– La verdad es que quiero besarte. Pero quiero besarte cuando quiera y donde quiera. Quiero abrazarte y quiero que me devuelvas los besos, que enredes los brazos alrededor de mi cuello y me acaricies el pelo.

– Yo… podría hacer eso -tartamudeó Holly, mirándolo a los ojos-. Creo que sí.

– Entonces, podríamos intentarlo, ¿no?

Mareada, esperó aquel momento exquisito cuando sus labios rozaran los suyos, cuando sintiera su lengua poseyendo su boca…

Y ocurrió, el beso que había esperado durante toda su vida, el beso del hombre al que había estado buscando desde que tuvo uso de razón.

El beso fue creciendo en intensidad, volviéndose apasionado, frenético casi. Alex le robaba el aliento, haciendo que su pulso latiera cada vez más rápido.

Holly se sentía mareada, rara; tanto, que dejó de pensar y empezó solo a sentir. Entonces todas sus dudas se desvanecieron. Con dedos temblorosos, apartó la cazadora vaquera y acarició el torso masculino a través de la camisa de franela.

Pero eso no era suficiente. Quería tocarlo, tocarlo de verdad, sentir su piel. Desabrochó la camisa y él metió las manos por debajo de su jersey… y siguieron acariciándose hasta que parecían a punto de arrancarse la ropa el uno al otro.

Holly había terminado de desabrochar la camisa cuando se encontró con otra barrera: la camiseta. Alex tiró de ella hacia arriba y, tomando sus manos, las puso sobre su torso desnudo para que pudiera sentir los latidos de su corazón.

Después la echó hacia atrás sobre el asiento, tirando de la manta para taparlos. Mientras la besaba en el cuello, Holly abrió los ojos y vio una estrella en el cielo. Sonriendo, intentó pedir un deseo, pero supo que no deseaba nada más que lo que tenía en aquel momento.

O quizá quería algo más. Estar desnuda con él debajo de las sábanas, el peso de Alex sobre su cuerpo… un deseo tan intenso, que nada lo satisfaría más que el último acto de pasión. Aunque eso no ocurriría aquella noche, supo que ocurriría pronto.

Había dado el primer paso y nada podría evitar lo inevitable. Pero no tenía miedo. Aunque se separasen el día de Navidad, siempre recordaría unas navidades perfectas con Alex Marrin y su familia. Unas navidades llenas de alegría y de pasión. Llenas de vida.

– Quizá deberíamos parar un poco -murmuró entonces.

Alex se apartó, sonriendo. Estaba dispuesto a esperar hasta que ella dijera la última palabra y eso la hizo desearlo aún más.

– He aprendido una cosa de ti, Holly Bennett -murmuró.

– ¿Qué?

– Que cuando me ofreces comida, sería un idiota si la rechazase.

Holly soltó una carcajada.

– ¿Y cuando te ofrezco besos?

– Si tengo que elegir entre una cosa y otra, creo que rechazaría las galletas, los pasteles, el pollo al vino y cualquier otro manjar. El camino para llegar a un nombre no siempre es el estómago.

Capítulo 6

– Un poquito a la izquierda… no, un poquito a la derecha. Así, así… Un momento, espera. Espera, no te muevas.

Alex se sujetó a la escalera con una mano, en la otra la guirnalda que Holly había comprado para la puerta principal. Ya habían colocado otras en las ventanas y en la puerta de atrás, pero aquella estaba siendo más difícil de lo que esperaba.

Se rascó la nariz porque el olor a muérdago le daba alergia y, al hacerlo, perdió el equilibrio y tuvo que soltar la guirnalda para no caer al suelo.

– ¿Qué haces? ¿Por qué la has tirado?

Alex miró la maldita guirnalda sobre los arbustos que rodeaban el porche.

– Yo creo que ahí está muy bien. Además, me duelen los brazos.

Holly volvió a dársela, sacudiendo la cabeza.

– Tiene que colgar igual de los dos lados. Tiene que estar…

– Perfecta, ya lo sé -suspiró él.

– Haremos un trato. Si la cuelgas bien, cuando bajes de la escalera seré muy, pero que muy buena contigo.

– ¿Y lo expresarás con un beso?

– Tendrás que esperar para verlo.

– Eres muy mala -rió Alex.

Los tres últimos días habían sido perfectos. Holly siguió decorando la casa, haciendo platos que ellos recibían prácticamente con aplausos y colocando velas de olor por todas las habitaciones.

Y cuando terminaba el día y Eric estaba en la cama, se sentaban frente a la chimenea y charlaban como si se conociesen de toda la vida.

No sabía el porqué de aquel cambio en su actitud, pero no pensaba cuestionarlo. Se sentía como un adolescente, robándole besos cuando podía. Aunque le resultaba difícil contenerse porque solo deseaba hacerla suya en cuerpo y alma. Pero no quería arriesgarse a un rechazo. Una nueva deserción, y no sería capaz de volver a intentarlo.

– ¡Ya está! -gritó Holly entonces-. Así, no te muevas.

Cuando la guirnalda estaba, por fin, perfectamente colocada sobre la puerta, Alex bajó de la escalera y rodeó su cintura con los brazos.

– Y ahora, el beso.

La besó larga, profundamente. Y cuando terminó, volvió a besarla por si acaso no tenía oportunidad de hacerlo hasta la noche. Pero en ese momento llegaba el autobús del colegio.

– Eric ya está en casa.

Holly apretó su mano, sonriendo.

No habían hablado sobre su relación. Aunque Alex estaba seguro de que era una relación, hablar de ella la haría más real, más frágil.

Además, una cosa estaba clara: debían mantenerla en secreto. Era lo mejor. No quería que su hijo se hiciera ilusiones sobre la permanencia de Holly.

Sabía que ella tenía su vida en Nueva York, llena de fiestas, de teatros y amigos sofisticados… y un prometido del que no había vuelto a hablar. Le encantaría que se quedase, pero dejar su carrera por una granja y convertirse en madre de un niño de siete años no sería precisamente un sueño para una mujer como ella.

Tenía que disfrutar el tiempo que estuvieran juntos. Cuando las fiestas terminasen, Holly volvería a Nueva York.

– ¡Papá! Tengo que hablar contigo -dijo Eric, arrastrando su mochila por la nieve-. En privado.

– ¿Voy a recibir una llamada de la señorita Green?

– No es eso -murmuró el niño-. Son cosas de hombres.

Holly tomó la caja de herramientas.

– La cena estará lista a las ocho -dijo, sonriendo.

– ¿No puede ser a las nueve? Mi padre y yo tenemos cosas que solucionar.

Alex y Holly se miraron, atónitos.

– De acuerdo.

Cuando ella desapareció dentro de la casa, Alex se sentó en el porche, pero Eric tiró de su mano.

– Tenemos que irnos ahora mismo.

– ¿Dónde?

– De compras. Tenemos que comprar el regalo de Holly. Va a quedarse hasta el día de Navidad y no tenemos ningún regalo para ella. Tenemos que ir a los almacenes Dalton ahora mismo, papá.

Tenía razón. Conociendo a Holly, seguro que había comprado regalos para todos… pero, ¿qué podía comprarle a una chica que no era su novia ni su mujer y que pronto se marcharía de allí? Tardaría tiempo en encontrar un regalo para ella. Y tendría que ser nada menos que perfecto. Algo que dijera lo suficiente sobre sus sentimientos, sin decir demasiado.

– Entonces será mejor que nos pongamos en marcha.

– Solo quedan ocho días hasta Navidad -le recordó Eric.

Alex abrió la puerta de la furgoneta y el niño subió de un salto.

– Tenemos que comprarle un regalo precioso.

– ¿Perfume, por ejemplo? ¿Un jersey bonito? -preguntó su padre, abrochándole el cinturón de seguridad.

– No, tiene que ser algo especial. Si le compro un regalo especial, a lo mejor se queda.

Alex iba a decirle que no se hiciera ilusiones, pero la verdad era que él mismo se las hacía, por mucho que quisiera evitarlo.

¿Habría alguna posibilidad de que Holly se quedase o estaba soñando despierto?

– Debemos comprarle algo porque ha sido muy buena con todos nosotros y porque ha hecho realidad tu sueño de tener una Navidad perfecta. Pero no puedes esperar que deje su trabajo en Nueva York para quedarse aquí, Eric.

– Podría ser. A lo mejor le gusta mucho vivir en una granja.

Alex arrancó el coche, pensativo. Siempre supo que, cuando apareciese una mujer en su vida, tendría problemas con Eric.

– ¿Te gustaría tener una nueva madre?

– Sé que mamá nunca vivirá con nosotros… Y creo que tú necesitas una esposa.

– No te preocupes por mí. Yo estoy contento con mi vida.

Estaba nevando cuando llegaron frente a los almacenes Dalton. Eric ni siquiera se paró a mirar el escaparate, tan decidido estaba a encontrar un regalo para Holly.

– ¿Qué habías pensado comprarle?

El niño tomó su mano para llevarlo directamente a la sección de joyería. Allí puso la nariz en un cristal tras el que había un montón de pendientes.

– Esos son bonitos.

– Y un poco caros -rió Alex.

– ¿Cuánto valen? -preguntó Eric.

– Cien dólares.

– Yo tengo dos dólares y noventa céntimos -dijo el niño-. ¿Tú puedes poner el resto?

Su padre soltó una carcajada.

– No sé si le gustarán…

– Podrías comprarle un anillo de diamantes. ¿Tiene usted anillos de diamantes? -preguntó Eric al dependiente.

El hombre miró a Alex, indeciso. Pero él se encogió de hombros. Sentía curiosidad por saber el precio de un anillo de compromiso. Cuando se casó con Renee no tenía mucho dinero y solo pudo comprarle un brillante diminuto.

– Tenemos esmeraldas, rubíes, topacios, diamantes… todo montado en platino u oro blanco.

– Vamos a verlos.

El dependiente sacó una bandeja que dejó sobre el mostrador.

– Yo creo que a Holly le gustaría ese -dijo Eric, señalando el anillo con el diamante más grande.

– ¿Cuánto vale? -preguntó Alex.

– Es un diamante cortado en talla esmeralda de impecable color, montado en una banda de platino. Vale nueve mil dólares.

– Nueve mil dólares -repitió él, atónito-. Eric, creo que deberíamos buscar algo un poco más barato. Una pulsera, por ejemplo. O un jersey de cachemir. A Holly le gusta mucho el cachemir.

El niño dejó escapar un suspiro.

– Podríamos comprar un frasco de colonia. Holly siempre huele muy bien.

El dependiente llamó a Eric con el dedo.

– ¿Por qué no le compras sales de baño? A las mujeres les encantan esas cosas.

– Qué buena idea. Seguro que tienen cajas de regalo en la sección de perfumería -dijo Alex.

Eric volvió a mirar los anillos, suspirando de nuevo.

– Será lo mejor. Un anillo es algo muy pequeño y podría perderlo.

Su padre dejó escapar un suspiro de alivio. Pero seguía pensando en los anillos de compromiso.

¿Cuál le gustaría? Holly tenía unos gustos muy sofisticados y parecía más bien una chica clásica. Había un anillo con un diamante cuadrado que…

Pero sacudió la cabeza, irritado consigo mismo. ¿Se estaba volviendo loco? Apenas habían intercambiado un par de besos y ya estaba pensando en un anillo de compromiso.

Entonces suspiró de nuevo. Si sabía lo que era bueno para él, iría a la sección de pañuelos.