La clase de Eric era la siguiente. Holly apretó la mano de Alex para darle valor. O al revés.
– ¿Estás bien?
– Estoy un poquito nerviosa, la verdad. Lleva una semana hablando de su solo y creo que está asustado.
– Eric no se asusta.
– Claro que sí. No lo dice en voz alta, pero yo sé que quiere hacerlo lo mejor posible.
Alex se quedó pensativo un momento. Siempre había creído que Eric era un niño con mucha confianza en sí mismo. No le importaba equivocarse y fracasar. Y nunca se le ocurrió pensar que podría estar escondiendo miedos o inseguridades, quizá intentando ser el ideal de masculinidad que veía en su padre.
Una madre notaría esas cosas… si Eric tuviese una madre que se ocupara de él.
Holly sería una madre maravillosa, pensó. Viéndola allí, con una sonrisa de ánimo en los labios, nerviosa… Quería a su hijo, eso estaba claro. Con una mujer como ella, Eric podría experimentar lo más dulce de la vida, los abrazos, las risas, la complicidad, los besos cuando tuviera miedo…
– Ahí está -dijo Holly entonces, moviendo la mano. Al verla, el niño sonrió de oreja a oreja-. Deberíamos haber traído la cámara de vídeo. Está graciosísimo con ese traje de Santa Claus.
Eric empezó bien, pero olvidó la letra y miró a su profesora, que le hizo un gesto con la cabeza para que empezase otra vez. Y cuando logró terminar la canción, Holly se levantó para aplaudir.
– ¡Bravo!
Alex comprobó que el resto de los padres la miraban extrañados.
– Siéntate, esto no es el Madison Square Garden.
– Lo ha hecho muy bien, ¿verdad? Se le ha ido la letra un momento, pero enseguida ha vuelto a retomar la canción perfectamente. Yo creo que tenía la estrofa más larga, ¿no? Y la más difícil, desde luego.
Sin poder resistirlo, Alex le pasó un brazo por los hombros.
– No te había visto tan contenta desde que encontraste el molde inglés para el pastel de ciruelas.
– Lo siento, no debería…
– No, me alegro de que te importe tanto -la interrumpió él.
El resto del programa consistía en varios grupos de niños cantando canciones navideñas con más o menos talento y, al final, todos los padres cantando I wish you a merry Christmas.
Se encontraron con Eric en el pasillo, al lado de su clase. El pobre estaba emocionado, esperando que le dijeran lo bien que lo había hecho.
– Has cantado fenomenal -dijo Alex, tomándolo en brazos.
– Ha sido maravilloso -sonrió Holly-. El mejor, tienes una voz preciosa.
– Me he equivocado al principio -admitió Eric.
– ¿Ah, sí? Yo no me he dado cuenta. No creo que nadie se haya dado cuenta, ¿verdad, Alex? Has cantado como un profesional.
– ¿De verdad? ¿Cómo algo que verías en Nueva York?
– Igual, igual. Bueno… mucho mejor que lo que se ve en Nueva York.
De la mano, fueron hasta la puerta del colegio, charlando sobre su «grandiosa» interpretación. Alex los miró. Su hijo y la mujer de la que estaba enamorándose.
– Pues si la quieres, vas a tener que convencerla de que tiene que quedarse -murmuró para sí mismo-. O eso o soportar las iras de un niño de siete años.
Holly estaba en su cama, mirando el techo con los brazos cruzados. Decir que estaba confusa era decir poco. Alex Marrin se había convertido en el maestro de los equívocos. Primero le decía que tenía que marcharse antes de Navidad y luego…
Cuando volvieron a casa después de la función escolar se despidió para irse a dormir, pero Alex le pidió que se quedara con ellos un rato. Pusieron una película navideña que vieron con el abuelo en el cuarto de estar, riendo como si fueran una familia…
Y cuando por fin Eric se fue a la cama y Jed dijo que él también se iba a dormir, Holly se levantó arguyendo que estaba agotada.
¿De qué había tenido miedo? ¿De que Alex la besara de nuevo? Pues sí, de eso. En su estado mental, era imposible volver a besarlo. Tenía que volver a Nueva York inmediatamente si quería olvidarse de Stony Creek y de los Marrin.
Pero, ¿estaría rindiéndose demasiado pronto?
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un golpecito en la puerta. Holly miró el despertador. Eran las doce y solo una persona llamaría a su puerta tan tarde.
Y no sabía si debía contestar.
Alex volvió a llamar y ella se cubrió los ojos con la mano. No quería abrir. No podía abrir. Por fin, a la tercera tuvo que levantarse de la cama.
Por supuesto, Alex estaba al otro lado de la puerta con un montón de bolsas y paquetes en los brazos.
– Como tenías la luz encendida, he pensado traer todo esto…
Holly le quitó un Lego de las manos para verle la cara. ¿Por qué estaba haciendo eso? ¿No habían dejado las cosas claras?
– Dijiste que tú mismo envolverías los juguetes.
– Sí, pero me resulta muy difícil. He pensado que podríamos hacerlo juntos y dejarlos aquí hasta el día de Navidad, para que Eric no los vea.
Ella dejó escapar un suspiro.
– Supongo que puedo hacerlo mañana, antes de marcharme.
– ¿Te marchas mañana? -preguntó Alex.
– Mañana es Nochebuena.
– Ah, claro. Es verdad.
– Ya.
Ninguno de los dos sabía qué decir. Holly esperó que dejase los juguetes en el sofá; pero, en lugar de hacerlo, prácticamente los tiró al suelo y la tomó en sus brazos.
Un gemido escapó de sus labios, pero era un gemido más de sorpresa que de protesta. Nada la había preparado para la intensidad de aquel beso tan exigente, tan desesperado.
A Holly se le doblaban las rodillas y Alex la tomó por la cintura para llevarla a la cama. Sin decir nada, la dejó sobre el edredón y se tumbó a su lado.
– Lo siento -murmuró por fin-. Lo he estropeado todo.
– No -musitó ella, poniendo un dedo sobre sus labios-. No te disculpes. Esto es todo lo que importa. Esta noche. No necesito nada más.
– Pero tengo que decirte…
Holly interrumpió sus palabras con un beso y Alex se colocó encima, con un ardor que no podía disimular y que la excitaba como nunca.
El sentido común le decía que debía parar aquello antes de que llegasen demasiado lejos. Pero el sentido común perdió la batalla porque su olor, sus caricias, su sabor… eran demasiado embriagadores.
Se dejó llevar por la magia del momento, por el deseo de ser suya, de poseerlo a la vez. Y aquella noche tenían todo el tiempo del mundo.
Alex jugaba con los botones de su cárdigan sin dejar de besarla, pero cuando metió las manos por debajo del jersey para acariciar sus pechos, Holly lo detuvo. Entonces se incorporó y empezó a desabrochar los botones uno por uno. Alex prácticamente gruñía de deseo, pero ella no le permitió moverse hasta que el cárdigan se deslizó por sus hombros. Entonces entendió el poder de su feminidad. Con un solo movimiento o una sonrisa sugerente lo tenía en sus manos. Ningún hombre la había deseado tanto como Alex. Podía verlo en sus ojos, en el ligero temblor de sus manos.
Cuando iba a desabrochar el sujetador, él la sujetó.
– No. Déjame hacerlo.
Tomó el cierre del sostén y lo abrió lentamente para admirar sus pechos. Holly no se sentía avergonzada por su desnudez, todo lo contrario. Entonces le quitó el jersey y empezó a acariciar su torso, despacio, de arriba abajo. Después se tumbó sobre él, piel contra piel, el calor del cuerpo del hombre traspasándola.
Como si estuvieran en otro mundo, un mundo de noches interminables, se quitaron la ropa el uno al otro. Cada movimiento les daba tiempo a explorar, a tocarse hasta que ninguno de los dos pudo esconder la pasión que sentía. Cuando ambos estuvieron desnudos, lo miró con fuerza y, a la vez, con vulnerabilidad. En ese momento, supo que él era el hombre que quería.
Suaves gemidos se mezclaban con susurros y suspiros ahogados. Los sentidos de Holly estaban embriagados de su olor, del roce de los labios húmedos sobre sus sensibles pezones y del sonido de sus jadeos. No hacían falta palabras y, cuando él sacó un paquetito de la cartera, lo tomó y se lo puso ella misma.
Parecían responder el uno al otro de forma instintiva, como si hubieran estado esperando aquel momento toda la vida, el momento en que se convertirían en uno solo. Y cuando entró en ella, lo miró a los ojos. Todo lo que sentía estaba reflejado en ellos: la pasión, el amor, el deseo… y su corazón se encogió.
No necesitaba oírlo decir que la amaba porque lo sabía. Aunque no lo dijera nunca, sabría que por una noche había sido la mujer de sus sueños.
Él se movía despacio al principio, pero después una fiebre incontrolable los poseyó a los dos. Holly sentía la tensión creciendo con cada embestida, un deseo que necesitaba ser satisfecho. Y cuando él metió la mano entre sus piernas para tocarla, gritó por la intensidad de la sensación. Entonces llegó arriba, a lo más alto, y Alex llegó con ella, pronunciando su nombre una y otra vez, estremecido.
Más tarde, después de haber hecho el amor una vez más, acarició su cara sudorosa. De jovencita, había soñado con conocer a un hombre al que pudiese amar profundamente, con fiera pasión. Pero dejó a un lado esos sueños por una idea más pragmática del amor.
Con Alex se había convertido en una mujer de verdad, una mujer llena de vida, de luz y de amor que estaba por encima de cualquier duda, de cualquier inhibición.
– Te quiero -murmuró tan bajito que, si Alex lo oía, podría pensar que había sido un sueño-. Y aunque esta sea la única noche que tengamos, seguiré queriéndote siempre.
Lo miró durante largo rato, hasta que tuvo que cerrar los ojos vencida por el sueño. Y cuando por fin se quedó dormida, con la cabeza apoyada sobre su hombro, durmió plácidamente. Mejor que nunca.
Capítulo 8
No había salido el sol cuando se despertó. Alex respiró profundamente el olor del pelo de Holly… Durante la noche se había dado la vuelta y estaba abrazado a ella por la cintura. Había dormido de maravilla; era como si estuvieran hechos para empezar y terminar el día de esa forma.
Cuando llevó los juguetes por la noche no planeaba terminar en la cama. Solo quería ver su cara otra vez antes de irse a dormir, como si tuviera que asegurarse de que seguía allí. Pero entonces ocurrió lo inevitable.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer, que se preguntaba si sabría darle placer.
Entonces recordó cuando estaba dentro de ella, el segundo en que los dos llegaron al clímax. «Perfecto», pensó. Nunca había hecho el amor sintiendo aquella conexión, aquel lazo invisible. El acto parecía haber sellado un pacto entre los dos, un pacto que no podría romperse.
Alex miró el despertador de la mesilla. Eran las cinco de la mañana y su padre estaría a punto de levantarse para empezar a trabajar.
Si se iba en aquel momento, podría entrar en la casa y cambiarse de ropa antes de que lo viera. Pero la cama estaba calentita y el cuerpo de Holly era tan suave… estaría loco si se fuera.
Qué cambio. Había decidido no creer en la profundidad de sus sentimientos, convencido de que ella le haría tanto daño como Renee. Pero era mayor y sabía mucho más. Y no miraba a Holly a través de un velo de inocencia. La veía como lo que era, una mujer a la que podría amar toda la vida.
Acarició su pelo entonces, preguntándose qué le depararía la mañana. ¿Lamentaría ella lo que había pasado o se daría cuenta de que estaban hechos el uno para el otro?
Alex besó su hombro y Holly se movió un poco, pero estaba profundamente dormida.
No tenía derecho a esperar nada. ¿Qué había dicho ella? «No quiero promesas que no puedas cumplir». Había jurado no hacerle promesas a ninguna mujer… pero la idea de prometerle amor y respeto para siempre no le parecía tan horrible en aquel momento. Todo lo contrario.
Alex se levantó y la cubrió con la manta, rozando su espalda con los dedos. Tuvo que resistir la tentación de despertarla y hacerle el amor de nuevo. Solo se habían dormido un par de horas antes. Holly y él tenían muchas cosas de qué hablar, pero tendría que esperar a que se despertase.
Saltó de la cama y buscó su ropa por el suelo. Cuando estuvo vestido, apartó un mechón de pelo de su cara y la miró durante unos segundos. Nunca había visto una mujer más bonita. No porque hubieran hecho el amor, sino porque sabía que era la mujer de su vida.
– Despierta, cariño.
Holly abrió los ojos, medio dormida.
– ¿Por qué te vas? ¿Pasa algo?
– No, todo está bien. Pero tengo que volver a casa. Mi padre estará a punto de levantarse y luego… Eric. Siempre soy yo quien despierta al niño.
– ¿Volverás cuando se haya ido al colegio?
– Te lo prometo -sonrió Alex-. Si me prometes no moverte de aquí hasta que vuelva.
– Te lo prometo.
Entonces la besó larga, profundamente.
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