– Me voy a Schuyler Falls, Meg. Voy a vivir con el hombre del que estoy enamorada.

– ¿Vas a casarte con Alex Marrin?

– Bueno, aún no me lo ha pedido, pero pienso convencerlo de que seré una esposa fantástica. Debería haberme quedado, pero el viaje en tren me ha hecho ver que estaba cometiendo un error.

– ¿Y eso?

– Es una larga historia… Pero cuanto más me alejo de los Marrin, más necesito verlos. Estoy enamorada de Alex y quiero vivir con él. Y pienso volver a Schuyler Falls ahora mismo para ser parte de su familia.


– ¿A qué hora sale el tren? ¿Tú crees que Holly se alegrará de que vayamos a verla? ¿Puedo sentarme al lado de la ventanilla?

Alex observó a su hijo paseando de un lado a otro del andén, nervioso. Tan nervioso como él.

En cuanto la furgoneta desapareció por la carretera, Alex maldijo su orgullo y su cobardía por no pedirle que se casara con él. Pero todo eso iba a cambiar, pensó entonces, tocando la bolsita que llevaba en el bolsillo. Afortunadamente Eric lo había desobedecido, yendo a la estación sin su permiso. De modo que los dos acabaron allí, esperando el siguiente tren a Nueva York.

– ¿Cómo has podido dejarla ir, papá?

– Fue un momento de locura -suspiró él-. Como tú, cuando viniste a la estación sin pedirme permiso -añadió, mirándolo con expresión severa.

– Pero me encontraste. Aunque no te dije dónde iba, sabías que estaría aquí.

– Tus viajecitos a los almacenes Dalton y la estación van a terminarse, amigo. O estarás castigado hasta que cumplas los quince años.

– Es que merecía la pena, papá. Vamos a buscar a mi ángel de Navidad… Puedes devolver todos mis juguetes si quieres. Y puedes quedarte con el coche que el abuelo pensaba regalarme cuando cumpliera los dieciséis.

– ¿Tanto deseas que vuelva Holly?

El niño asintió.

– Quiero que viva con nosotros para siempre. Y que me haga galletas y me lea cuentos y me enseñe a tocar el piano… y a hablar con las chicas.

Alex sonrió.

– ¿Habéis hablado de chicas?

– Hemos hablado de todo. Holly sabe mucho de chicas… seguramente porque ella es una.

– Sí, claro, eso ayuda. Es difícil entender a las mujeres.

– Sí -asintió Eric-. Y a ti no se te da bien, papá. Así que será mejor que esto funcione. No quiero que vuelvas a meter la pata.

– ¿Y si no funciona? -preguntó Alex-. Yo no puedo obligarla a volver. No se puede obligar a nadie para que te quiera.

– Pero Holly nos quiere -protestó Eric.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho?

– No tenía que decirlo, lo sé. Además, lo he visto en cómo te mira. Pone cara de tonta, como Eleanor Winchell cuando mira a Raymond.

– ¿En serio?

– Sí. Además, Kenny se dio cuenta enseguida.

Alex se sentó de nuevo en el banco. Debería haberle pedido que se casara con él, debería haberle dicho que no podía vivir sin ella. Debería haber olvidado sus miedos.

– ¡El tren! -exclamó Eric.

– No es ese, cariño. Ese viene de Nueva York. Nuestro tren no sale hasta dentro de media hora.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar?

– Unas tres horas. Será muy tarde cuando lleguemos a casa de Holly y puede que esté dormida.

– ¿Seguirá siendo Nochebuena?

– No, ya será el día de Navidad.

Eric suspiró desilusionado. Alex lo miró un momento y después desvió su atención al tren que entraba en la estación. Veía por las ventanillas a los pasajeros bajando sus maletas y, por un momento, le pareció ver a una mujer que se parecía mucho a Holly, pero… la veía por todas partes, no podía dejar de pensar en ella.

¿Qué le diría cuando llegasen a su casa? Tendría que disculparse por despertarla, por aparecer sin avisar y probablemente por todo lo que había hecho mal durante las últimas dos semanas. Después, le hablaría de sus sentimientos e intentaría convencerla de que abandonase su vida en Nueva York para vivir con él en Stony Creek.

Si ella insistía en vivir en Nueva York, tendría que encontrar la forma de mantener la granja hasta que Eric tuviese edad para heredarla. No sería fácil, pero tampoco imposible. Lo único que sabía era que, fuese como fuese, tenía que estar con ella.

Eric tiró entonces de su manga.

– ¡Papá, mira!

– Todavía no es la hora, hijo.

– ¡No, mira! -exclamó el niño, señalando a los pasajeros.

– ¿Qué?

– ¡Es nuestro ángel de Navidad!

Holly se materializó entre los pasajeros como por arte de magia.

Alex se levantó y dio un paso hacia ella, sin saber si era real o solo un sueño. Fuera lo que fuera, era la mujer más bella que había visto en su vida. Y, fuera lo que fuera, sabía algo con certeza, sabía que estaba mirando su futuro.


El andén estaba lleno de gente cuando Holly bajó del tren. Y entonces no estuvo segura de lo que estaba haciendo. Todo le había parecido tan claro en Nueva York, con el billete de vuelta en la mano… Pero una vez allí no estaba tan segura.

Eran las nueve e imaginó que Alex, Eric y Jed estarían preparando la cena de Nochebuena. O quizá habrían ido a la iglesia.

– Llamaré primero -murmuró, volviéndose para buscar una cabina-. Pero quizá no debería llamar. ¿Y si me dice que vuelva a mi casa?

Tenía que haber taxis en la puerta de la estación. Aparecería en Stony Creek sin avisar y…

Entonces vio a Alex en el andén. Temblorosa, dejó caer la maleta sin darse cuenta. Habría querido echarse en sus brazos, pero no podía moverse.

Alex se acercó y todo, la estación, los pasajeros, las luces, todo desapareció. Solo oía los latidos de su corazón, solo veía los ojos azules del hombre que amaba.

– Estás aquí. ¿Cómo sabías que iba a volver?

– No lo sabía -contestó él, sacando dos billetes del bolsillo-. Eric y yo pensábamos ir a Nueva York a buscarte.

Los ojos de Holly se llenaron de lágrimas.

– ¿Pensabais ir a buscarme?

– Sé que lo he hecho todo mal, pero voy a compensarte, te lo juro -dijo Alex, sacando una bolsita de terciopelo-. Debería haberte dado esto cuando te pedí que te quedases, pero me alegro de poder hacerlo ahora. Holly, te quiero -dijo, poniendo un anillo en su dedo-. Y nunca dejaré de hacerlo. ¿Quieres casarte conmigo?

– ¿Casarme contigo?

– Te quiero en mi vida y en la vida de Eric… para siempre. Cásate conmigo, amor mío. Haz que mi vida sea perfecta.

Holly miró el anillo, estupefacta. El diamante brillaba con mil colores bajo las luces del andén.

– Este anillo era de mi bisabuela. Y quiero que sea tuyo.

Sus ojos estaban llenos de lágrimas y lo veía todo borroso, como si fuera un sueño. Pero era real. Ya no tenía ninguna duda. La escena era perfecta, con los tres en el andén, villancicos sonando a través de los altavoces y copos de nieve cayendo alrededor…

– Por favor, di que sí -murmuró Eric, tomando su mano-. Por favor, Holly.

– Sí -dijo ella-. Sí, Alex. Me casaré contigo.

El niño lanzó un grito de alegría cuando su padre la besó. Después, tomó a Eric en brazos y los tres salieron de la estación.

Holly siempre había trabajado tanto para que las navidades de los demás fuesen perfectas… Y en aquel momento, junto a Alex y Eric, se dio cuenta que unas navidades perfectas no tenían nada que ver con el árbol y los adornos.

Unas navidades perfectas estaban llenas de amor, de felicidad… con una familia y un hogar. Y para Holly, aquellas fueron sus navidades perfectas.

Epílogo

Eric estaba tumbado frente a la chimenea del cuarto de estar, escribiendo una carta. Los juguetes habían dejado de interesarle porque acababa de oír algo mucho más interesante: preparativos de boda y una luna de miel para tres en Disneylandia.

El abuelo estaba dormido en su sillón, Thurston tumbado cerca de la ventana, y su padre y Holly abrazados en el sofá, hablando en voz baja.

Habían pasado la noche en el establo porque Jade se puso de parto. Y por la mañana, durante el desayuno, después de cantarle el Cumpleaños Feliz a su ángel de Navidad, su padre le dio un regalo muy especial: el potrillo recién nacido.

Eric sonrió. Holly ya no podría marcharse porque tenía un caballo en Stony Creek. Incluso le había puesto nombre: Diamante.

Entonces volvió a concentrarse en su carta. Cuando pidió unas navidades perfectas, no esperaba que Santa Claus le llevase una nueva mamá. Pero no podía imaginar mejor regalo que Holly.

Eric apretó el bolígrafo con fuerza. Aquella carta tenía que ser tan perfecta como la anterior. Más todavía, porque aquella vez estaba pidiendo algo realmente serio. Afortunadamente, tenía un año entero para redactarla como era debido.

El problema era que no sabía escribir…

– ¿Cómo se escribe hermanito?

– ¿Por qué quieres saberlo? -preguntó Alex.

El niño se sentó en el suelo. Quizá sería mejor decirle a su padre y a Holly lo que estaba pidiendo.

– Estoy escribiendo una carta a Santa Claus para que me traiga un hermanito.

– ¿Un hermano? -repitió Holly, atónita.

– Sí. Quiero un hermano pequeño… pero que no vomite y no llore.

– No hemos hablado de eso todavía -murmuró su padre-. ¿Verdad, Holly?

– ¿Qué tal una hermanita? -preguntó ella.

Eric los vio besarse por enésima vez aquel día. Tendría que acostumbrarse, pensó, levantando los ojos al cielo.

– ¿Una chica? Si no quedan chicos, supongo que tendré que aguantarme… mientras no sea como Eleanor Winchell.

– Yo creo que sería igual que Holly -sonrió su padre-. Rubia, de ojos verdes, con cara de ángel…

– Entonces, me gusta.

– Trae esa carta, enano. Hay que archivarla.

– ¿Por qué?

– Como recordatorio. Tenemos que ponernos a trabajar esta misma noche.

Eric tomó otro papel, pensativo. Después de dejar arreglado el asunto del hermano, decidió arriesgarse un poco más. Quizá podría pedir dos.

– Sí, dos niños estaría bien -murmuró-. Mellizos, un niño y una niña. ¡Esas sí que serían unas navidades perfectas!

Kate Hoffmann

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