A un lado estaban los almacenes Dalton, un elegante edificio de principios de siglo iluminado con alegres luces navideñas. Pequeñas tiendas y restaurantes ocupaban el resto de la plaza, todas ellas adornadas con muérdago y flores de Pascua.
Meg miró alrededor, recelosa.
– Eso es lo que quieren que pensemos. Pero están vigilándonos. Es como una de esas películas en la que el pueblo parece perfecto a primera vista, pero después…
– ¡Por favor! ¿Quién está vigilándonos?
– Esta mañana hemos recibido una misteriosa carta con un cheque firmado por un cliente fantasma. Nos han dado un par de horas para hacer la maleta, tomar un tren con destino a un pueblo desconocido y… sin saber para quién trabajamos. ¿Te parece poco? Quizá sea la CÍA. Ellos también celebran la Navidad, ¿no?
Holly miró a Meg y después puso su atención en la carta que tenía en las manos. Había llegado aquella misma mañana a su oficina en Manhattan, cuando acababa de descubrir que, de nuevo, terminaría el año contable con números rojos.
Había abierto la empresa cinco años antes y aquella Navidad era el momento definitivo. Tenía casi veintisiete años y solo trescientos dólares en su cuenta corriente. Si la empresa no obtenía beneficios, se vería obligada a cerrar y probar con otra cosa. Quizá volver a la profesión que había estudiado y en la que fracasó: diseñadora de interiores.
Sin embargo, aunque tenía mucha competencia, nadie en el negocio de la Navidad trabajaba más y de forma más original que Holly Bennett.
Era consultora de decoración, compradora personal de objetos de Navidad y cualquier otra cosa que quisieran los clientes. Cuando se lo pedían, incluso hacía galletas con dibujos navideños o preparaba menús especiales hasta para doscientos invitados.
Había empezado decorando casas en barrios residenciales y sus diseños eran famosos por su originalidad. Como el árbol de mariposas que hizo para la señora Wellington. O lo que hizo para Big Lou, el rey de los coches usados, combinando repuestos de coche pintados de purpurina y con bolas de colores.
Durante aquellos años había trabajado también para empresas, tiendas en Long Island y alguna boutique de Manhattan. La demanda de sus servicios requirió que contratase una ayudante.
Y, sin embargo, seguía en números rojos.
Pero a Holly le encantaban las navidades. Siempre le habían gustado, desde que era una niña. Quizá porque el día de Navidad era su cumpleaños.
De pequeña, en cuanto pasaba el día de Acción de Gracias, sacaba los adornos navideños del ático en su casa de Siracusa. Después, Holly y su padre cortaban un abeto y la fiebre de cocinar, decorar y comprar no terminaba hasta el día dos de enero.
Era el momento del año en el que se sentía más especial, como una princesa en lugar de la chica tímida y cortada que siempre había sido.
Hacía todo lo posible porque esas fiestas fueran maravillosas, obsesionada con los pequeños detalles, buscando la perfección. Su madre fue quien sugirió que usara su título de decoradora de interiores para especializarse en eso.
Al principio, Holly estaba emocionada con el extraño rumbo que había tomado su carrera y lo ponía todo en los diseños para sus clientes. Pero últimamente la Navidad se había convertido en sinónimo de negocio, beneficios y pérdidas, borrando así los felices recuerdos de la infancia.
Cuando sus padres se mudaron a Florida, empezó a pasar las vacaciones trabajando y, sin su familia, poco a poco perdió el espíritu navideño. Era imposible desplazarse hasta Florida y llevar el negocio a la vez.
De modo que las navidades se habían convertido en algo que empezó a aborrecer. Holly dejó escapar un suspiro. Lo que daría por unas navidades familiares, como antaño…
– ¡Ya lo tengo! -exclamó Meg-. El tipo para el que vamos a trabajar es un testigo protegido por el gobierno y ha dejado atrás a su familia para no cargarlos con sus problemas…
– ¡Ya está bien! -la interrumpió Holly-. Admito que esto es un poco raro, pero mira el lado bueno, Meg. Ahora que hemos terminado todos los encargos, no nos quedaba mucho que hacer.
Desde luego, podía encontrar tiempo para decorar la casa de un cliente que le pagaba quince mil dólares por un trabajo de dos semanas, aunque fuese un testigo protegido por el gobierno.
– ¿Que no nos quedaba mucho que hacer? Tenemos seis escaparates con renos mecánicos que mantener y ya sabes lo temperamentales que son esos renos. Y hay que vigilar el árbol que decoramos en Park Avenue, porque si no todos los adornos acabarán en el río. Además, tenemos que comprar un montón de regalos de empresa…
– No podemos rechazar este encargo, Meg. ¡Me he gastado la herencia intentando mantener el negocio a flote y mis padres ni siquiera han muerto!
– ¿Y cómo vamos a saber con quién debemos encontrarnos? Podría ser un psicópata…
– No seas ridícula. El cheque era de una fundación. Y la carta dice que llevará una ramita de muérdago en la solapa.
En ese momento, Holly vio a un hombre alto que se acercaba a ellas con la susodicha ramita de muérdago.
– No hagas más bromas sobre la mafia -le dijo a Meg en voz baja.
– Si salimos corriendo, podríamos tomar el tren antes de que nos mande a sus matones…
– Cállate.
El hombre llegó a su lado y Holly se fijó en el caro abrigo de cachemir y los suaves guantes de piel. Y cuando miró su rostro, se quedó sorprendida. Si aquel hombre era un mafioso, era el mafioso más guapo que había visto en su vida. Tenía el pelo oscuro, despeinado por el viento, y su perfil patricio parecía esculpido en mármol bajo la luz de las farolas.
– Encantado de conocerla, señorita Bennett -la saludó estrechando su mano-. Señorita O'Malley… gracias a las dos por venir.
– De nada, señor… lo siento, no me ha dicho su nombre -sonrió Holly.
– Mi nombre no es importante.
– ¿Cómo nos ha localizado? -preguntó Meg, suspicaz.
– Solo tengo unos minutos para hablar, así que será mejor que vayamos directos al grano -dijo él, sacando un sobre grande del bolsillo-. Toda la información está aquí. El contrato es por veinticinco mil dólares. Quince mil por su trabajo y diez mil para los gastos. Personalmente, creo que veinticinco mil dólares es demasiado, pero no ha sido decisión mía. Por supuesto, tendrán que quedarse en Schuyler Falls hasta el día después de Navidad. Eso no es un problema, ¿verdad?
Sorprendida, Holly no sabía cómo contestar. ¿De quién había sido la decisión y de qué decisión estaba hablando?
– Normalmente, soy yo quien sugiere un presupuesto y, una vez que ha sido aprobado, me pongo a trabajar. Yo… no sé lo que quiere ni cómo lo quiere y tengo una agenda muy apretada.
– El folleto de su empresa dice «Creamos la Navidad perfecta». Eso es todo lo que él quiere, unas navidades perfectas.
– ¿Quién?
– El niño. Su nombre es Eric Marrin. Todo está en el archivo, señorita Bennett. Y ahora, si me perdona, tengo que irme. Ese coche que está aparcado al otro lado de la plaza las llevará a su destino. Si tiene algún problema con el contrato, puede llamar al teléfono que aparece en el archivo y buscaremos a otra persona para que haga el trabajo.
– Pero…
– Señorita Bennett, señorita O'Malley, que pasen unas felices navidades.
Después de eso, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud de gente que salía de los almacenes, dejando a Holly y Meg con la boca abierta.
– Guapísimo -murmuró Meg.
– Es un cliente -la regañó Holly.
– Sí, pero también es un hombre.
– Ya, bueno… tú sabes que estoy prometida.
Meg levantó los ojos al cielo.
– Rompiste con Stephan hace casi un año y no has vuelto a verlo. Ni siquiera te ha llamado. Eso no es un prometido.
– No hemos roto -replicó Holly, acercándose al coche que las esperaba al otro lado de la plaza-. Me dijo que me tomara el tiempo que quisiera para decidir. Y sí se ha puesto en contacto conmigo. El otro día me dejó un mensaje en el contestador. Me dijo que llamaría después de las navidades y que tenía algo muy importante que decirme.
– No estás enamorada de él, Holly. Es estirado, cursi y egoísta. Y no es nada apasionado.
– Pero podría amarlo -se defendió ella-. Y ahora que el negocio empieza a no perder tanto dinero, tendré cierta independencia…
Meg lanzó un gruñido.
– Mira, no quería decirte esto… especialmente antes de las navidades. Pero el mes pasado leí una cosa en el periódico…
– Si es otra historia sobre el mundo de la mafia…
– Stephan está comprometido -dijo su ayudante entonces-. Seguramente esa era la noticia importante que quería darte. Se ha comprometido con la hija de un millonario. Se casan en el mes de junio, en Hampton. No debería habértelo dicho así, pero tienes que olvidarte de Stephan. Se ha terminado, Holly.
– Pero si estamos prometidos -murmuró ella, atónita-. Por fin he tomado una decisión y…
– Y es absurdo. ¿Tú crees que uno puede tardar un año en decidir algo así? Es que no lo quieres. Algún día conocerás a un hombre que te volverá loca, pero ese hombre no era Stephan -dijo Meg entonces, dándole un golpecito en la espalda-. Así que vamos a concentrarnos en el trabajo, ¿eh? Acaban de ofrecernos quince mil dólares. Abre ese sobre y vamos a ver lo que tenemos que hacer.
Atónita, Holly abrió el sobre. En su corazón sabía que Meg estaba en lo cierto. No quería a Stephan, nunca lo había querido. Solo aceptó salir con él porque nadie más se lo había pedido.
Pero la noticia dolía de todas formas. Ser rechazada por un hombre… incluso un hombre al que no amaba, era humillante.
Nerviosa, respiró profundamente. Pasaría aquellas navidades sola, sin familia, sin prometido, con nada más que el trabajo para ocupar su tiempo. Sola.
Entonces sacó unos papeles del sobre. El primero era una carta, escrita aparentemente por un niño…
– Ay, Dios mío. Mira esto, Meg.
Su ayudante le quitó la carta y empezó a leer:
Querido Santa Claus:
Mi nombre es Eric Marrin y casi tengo ocho años y solo quiero pedir una cosa de regalo. Quiero pasar unas navidades tan bonitas como cuando mi mamá vivía con mi papá y conmigo. Ella hacía que las navidades fueran…
Meg dudó un momento.
– ¿Qué pone aquí, existenciales?
– Especiales -suspiró Holly.
Después miró el resto de los papeles. Era una larga lista de sugerencias para regalos, adornos, cenas y actividades navideñas, todo pagado por un benefactor anónimo.
– Tienes que aceptar el encargo, Holly. No podemos decepcionar a este niño. Eso es lo más importante de la Navidad -dijo Meg, mirando alrededor-. Los almacenes Dalton… El año pasado leí algo sobre esos almacenes en un periódico. El artículo decía que su Santa Claus hace realidad los sueños de los niños, pero nadie sabe de dónde sale el dinero. ¿Tú crees que ese hombre era…?
Holly volvió a guardar los papeles en el sobre.
– A mí me da igual de dónde salga el dinero. Tenemos un trabajo que hacer y vamos a hacerlo.
– ¿Y nuestros clientes de Nueva York?
– Tú volverás esta noche para encargarte de todo. Yo me quedaré aquí.
Su ayudante sonrió de oreja a oreja.
– La verdad, creo que es muy buena idea. Así no tendrás tiempo para sentirte sola, ni para pensar en el imbécil de Stephan. Tienes un presupuesto casi ilimitado para organizar unas navidades perfectas… Es como si te hubiese tocado la lotería.
Quizá era aquello lo que necesitaba para redescubrir el espíritu de la Navidad, pensó Holly. En Nueva York simplemente habría mirado caer la nieve desde su ventana. Pero allí, en Schuyler Falls, se sentía transportada a otro mundo, donde el mercantilismo de las fiestas no parecía haber llegado todavía.
La gente sonreía mientras caminaba por la calle y los villancicos de las tiendas se mezclaban con los cascabeles del coche de caballos que daba vueltas a la plaza.
– Es perfecto -murmuró. Pasar las navidades en Schuyler Falls era mucho mejor que celebrarlas enterrada en libros de cuentas-. Feliz Navidad, Meg.
– Feliz Navidad, Holly.
El antiguo Rolls Royce se apartó de la carretera general cuando Holly terminaba de leer el contrato.
El viaje desde el centro de Schuyler Falls había sido incluso más pintoresco que el viaje desde Nueva York, si eso era posible. Aquel sitio era una especie de enorme zona residencial para neoyorquinos ricos que querían disfrutar de las aguas termales del cercano Saratoga, con mansiones construidas a mediados de siglo.
El río Hudson corría paralelo a la carretera, el mismo río que veía desde su apartamento en Manhattan. Pero allí era diferente, más limpio, añadiendo un toque de magia al ambiente.
Su conductor, George, le contó la historia del pueblo, pero se negaba a revelar la identidad de quien lo había contratado. Sin embargo, le contó que su lugar de destino, la granja Stony Creek, era uno de los pocos criaderos de caballos que quedaban en la localidad. Y que sus propietarios, la familia Marrin, llevaban más de un siglo residiendo en Schuyler Falls.
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