Holly miró por la ventanilla y vio dos enormes establos rodeados por una valla blanca. La casa no parecía tan espectacular como otras que había decorado, pero era grande y acogedora, con un amplio porche y persianas verdes de madera.

– Ya hemos llegado, señorita -dijo George-. La granja Stony Creek. Esperaré aquí, si le parece.

Holly asintió. Pero, una vez allí, no sabía muy bien cómo iba a explicar el asunto.

Su contrato prohibía expresamente mencionar quién la había contratado o quién pagaba las facturas… aunque tampoco ella lo sabía. Y a los Marrin les parecería una intrusa, quizá una loca.

Pero Eric Marrin y su padre no tendrían más remedio que invitarla a entrar. O eso esperaba.

Cuando salió del Rolls Royce comprobó que la casa no tenía adornos ni árbol de Navidad, nada. Pero… ¿cómo iba a presentarse?

– Hola, estoy aquí para hacer tu sueño realidad -murmuró-. Me llamo Holly Bennett y me envía Santa Claus.

Podía decir que la enviaba el anciano de barba blanca. Al menos, eso decía el contrato.

– Esto es una locura. Me echarán de aquí a patadas.

Pero la posibilidad de acabar el año con beneficios era demasiado irresistible. Quizá incluso podría darle una paga extra a Meg.

Armándose de valor, Holly llamó al timbre. Oyó el ladrido de un perro y, unos segundos después, un niño de pelo rubio y ojos castaños abrió la puerta. Tenía que ser Eric Marrin.

– Hola.

– Hola -sonrió ella, nerviosa.

– Mi padre está en el establo, pero vendrá enseguida.

– No he venido para ver a tu padre. ¿Tú eres Eric?

El niño asintió, mirándola con curiosidad.

– Yo soy… soy tu ángel de Navidad. Santa Claus me ha enviado para hacer realidad tus sueños.

Sabía que aquellas palabras sonaban ridículas, pero por la cara de Eric, al niño le habían sonado de maravilla. La miraba con tal expresión de alegría, que el perro empezó a mover la cola emocionado.

– ¡Espera un momento! -gritó, corriendo hacia el interior de la casa. Volvió unos segundos después con un abrigo y unas manoplas-. Sabía que vendrías -dijo entonces, tomando su mano.

– ¿Dónde vamos? -preguntó Holly, mientras bajaban los escalones del porche.

– A ver a mi padre. Tienes que decirle que no podemos ir a Colorado estas navidades. ¡A ti tendrá que escucharte porque eres un ángel!

Corrieron por un camino cubierto de nieve hacia el establo más cercano y los zapatos de Holly se empaparon. A un ángel de verdad no le importaría tener los zapatos mojados, pero…

Tendría que comprar ropa de invierno en Schuyler Falls si iba a trabajar en aquella casa.

– ¿Has hablado con Santa Claus? -preguntó Eric.

Holly dudó un momento y después decidió mantener la ilusión del crío.

– Sí, he hablado con él. Y me ha dicho personalmente que debes tener unas navidades perfectas.

Cuando llegaron al establo, el niño levantó la falleba, abrió las dos enormes puertas y prácticamente la empujó dentro.

– ¡Papá! ¡Papá, está aquí! -gritó, corriendo hacia el fondo-. ¡Mi ángel de Navidad está aquí!

Era un establo enorme, con un larguísimo pasillo flanqueado por docenas de cajones donde dormían los caballos.

Un hombre muy alto apareció entonces a su lado y Holly dio un salto, llevándose la mano al corazón. Había esperado alguien de mediana edad, pero Alex Marrin no debía tener ni treinta años.

Y tenía los ojos más azules que había visto en su vida, brillantes e intensos, la clase de ojos que podrían derretir el corazón de cualquier mujer. Era muy alto, más de un metro ochenta y cinco, de pelo castaño, hombros anchos y brazos de músculos bien formados. Llevaba vaqueros, botas de trabajo y una vieja camisa de franela con las mangas subidas hasta el codo.

Él la miró un momento y después se volvió para buscar a su hijo con la mirada.

– ¿Eric?

El niño corrió hacia ellos, emocionado.

– Está aquí, papá. Santa Claus me ha enviado un ángel de Navidad. Ángel, este es mi padre, Alex Marrin. Papá, te presento a mi ángel de Navidad.

Holly tuvo que toser para llevar algo de aire a los pulmones.

– Me envía… Santa Claus. Estoy aquí para hacer realidad todos sus sueños… Quiero decir, los sueños de Eric. Los sueños navideños de Eric.

Alex Marrin la miró de arriba abajo, con gesto receloso. La mirada hizo que sintiera un escalofrío, pero no pensaba dejarse intimidar.

De repente, él soltó una carcajada, un sonido que Holly encontró sospechosamente atractivo.

– Esto es una broma, ¿no? ¿Qué va a hacer? ¿Poner algo de música y quitarse la ropa? -preguntó, alargando la mano para tocar un botón de su abrigo-. ¿Qué lleva ahí debajo?

– ¡Oiga!

– ¿Quién la envía? ¿Los chicos del supermercado? -preguntó Alex Marrin entonces, mirando por encima de su hombro-. ¡Papá, ven aquí! ¿Tú me has pedido un ángel?

Un hombre de barba gris asomó la cabeza por encima de uno de los cajones.

– No, yo no.

– Es mi ángel -insistió Eric-. No es una señora del supermercado.

Su abuelo soltó una risita.

– Yo que tú no rechazaría el regalo. Aquí hace falta un ángel.

– Es mi abuelo -explicó el niño.

– ¿Quién la envía? -preguntó el antipático de su padre.

– Santa Claus -contestó Eric-. Fui a verlo a los almacenes Dalton y…

– ¿Has ido a los almacenes? ¿Cuándo?

El niño lo miró, contrito.

– El otro día, después del colegio. Tenía que ir, papá. Tenía que darle mi carta -contestó por fin, tomando a Holly de la mano-. Mi ángel ha venido para hacer que tengamos unas navidades como las de antes. Ya sabes, como cuando mamá…

La expresión de Alex Marrin se endureció.

– Vete a la casa, Eric. Y llévate a Thurston. Yo iré dentro de un momento.

– No la eches de aquí, papá -le rogó el niño.

Pero la severa mirada de su padre lo obligó a salir del establo, cabizbajo. El abuelo murmuró una maldición, pero Alex Marrin no parecía dispuesto a echarse atrás.

– Muy bien. ¿Quién es usted? ¿Y quién la ha enviado?

– Me llamo Holly Bennett -contestó ella, sacando una tarjeta del bolso-. ¿Ve? Soy una decoradora profesional y me han contratado para hacer realidad el sueño de su hijo. Voy a trabajar para ustedes hasta el día de Navidad.

– ¿Quién la ha contratado?

– Me temo que eso no puedo decirlo. Mi contrato lo prohíbe.

– ¿Qué es esto, caridad? ¿O algún cotilla del pueblo pretende hacer de Santa Claus para expiar sus pecados?

– ¡No! En absoluto -exclamó Holly, sacando la carta de Eric del bolsillo-. Quizá debería leer esto.

Después de leerla, Marrin se pasó una mano por el pelo, abrumado.

– Debe usted pensar que soy un padre terrible.

– Yo… no lo sé, señor Marrin -dijo ella, tocando su brazo.

Al rozar su piel sintió una especie de descarga eléctrica y tuvo que meterse la mano en el bolsillo del abrigo, nerviosa.

– ¿Quién la ha contratado?

– No puedo decírselo. Pero alguien me ha pagado un dineral por hacer este trabajo y, si me envía de vuelta a Nueva York, tendré que devolver el dinero.

Murmurando algo ininteligible, Alex Marrin tomó su mano y la llevó hasta la puerta del establo. ¿Iba a echarla a la calle o tenía tiempo de convencerlo? No por ella, sino por el niño.

– Papá, vuelvo dentro de un minuto. Tengo que solucionar un asunto con este ángel.

Capítulo 2

– ¡Quiero que se quede!

Alex miró a su hijo, sentado en la cama. Con un pijama de conejitos, tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se negaba a mirarlo a los ojos. Antes veía las facciones de Renee en Eric, los ojos castaños y la amplia sonrisa, pero cada día empezaba a verse más a sí mismo. Especialmente en la naturaleza obstinada del niño.

– Sé que he cometido errores desde que se fue tu madre, pero te prometo que intentaré enmendarlos. No necesitamos a esa señora para pasar unas navidades felices.

– No es una señora. Es un ángel. Mi ángel.

Alex se sentó al borde de la cama.

– Se llama Holly Bennett. Me ha dado su tarjeta de visita. ¿Cuándo has visto un ángel con tarjetas de visita?

– Da igual cómo se llame. Lo que cuenta es lo que puede hacer.

– ¿Y qué crees que puede hacer? -preguntó su padre-. Yo también puedo poner un árbol de Navidad.

– Pero tú no sabes hacer galletas ni colocar adornos y… ¡y la última vez que el abuelo hizo pavo sabía a zapato viejo! Además, es muy guapa. Como una modelo de las revistas. Y huele muy bien. ¡Es mía y quiero que se quede!

Alex no necesitaba que le recordasen lo obvio. Si no le hubiera dado la tarjeta, casi habría creído que Holly Bennett era, efectivamente, un ángel. Tenía cara de ángel, desde luego. Con una boca sensual de labios carnosos y unos ojos verdes bordeados por larguísimas pestañas. Su pelo rubio ondulado brillaba bajo las luces del establo, creando una halo luminoso alrededor de su cara y acentuando los pómulos altos y la nariz recta.

No, eso no le pasó desapercibido. Ni su propia reacción ante la belleza de aquella chica. Durante dos años había conseguido ignorar a todas las mujeres que se cruzaban en su camino, aunque no hubo muchas.

No salía casi nunca y vivía prácticamente para su trabajo. La última mujer a la que había tocado era la profesora de Eric, la señorita Green, pero solo para darle la mano en la reunión de padres. Pero la señorita Green tenía cincuenta años y olía a tiza.

Sin embargo, Holly Bennett no era una mujer fácil de ignorar. Recordó el escalofrío que había sentido al tomarla de la mano… y estaba en el piso de abajo, esperando que decidiera si se quedaba o no.

– Podría dormir aquí, conmigo -sugirió Eric.

– No pienso dejar que una extraña…

– Un ángel -lo corrigió su hijo.

– Por muy ángel que sea, no pienso dejar que duerma en mi casa.

– Pues entonces podría dormir en la casita de invitados. Además, al abuelo le gusta mi ángel.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Porque lo sé -contestó Eric.

Alex se pasó una mano por el pelo. Si enviaba a Holly Bennett a su casa, Eric nunca se lo perdonaría. Ni su padre, seguramente. Y quizá no era tan mala idea tenerla allí. A él no le gustaba decorar la casa y tener que adornar el árbol de Navidad…

Además, las fiestas siempre le recordaban a Renee. Cada adorno, cada decoración le recordaba el tiempo que habían pasado juntos, cuando eran una familia, cuando tenían un futuro por delante. Cuando se fue, Alex tiró todos los adornos de Navidad, todo lo que le recordaba la traición de su mujer.

Pero tenía la oportunidad de empezar otra vez, de crear unas tradiciones navideñas que fueran solo suyas y de su hijo. Holly Bennett estaría por allí, pero solo sería una empleada, alguien que los ayudaría a decorar la casa para las fiestas. Y sentía curiosidad por saber quién le pagaba.

– Muy bien -suspiró por fin-. Tiene tres días para probar que la necesitamos. Si no, volverá por donde ha venido.

– Entonces, ¿este año no vamos a esquiar a Colorado?

– No, este año no iremos a Colorado. Pero tendrás que encargarte tú de ella. Es tu ángel.

Eric se lanzó sobre él, enredando los bracitos alrededor de su cuello.

– ¡Gracias, papá! ¿Puedo ir a decírselo?

Alex revolvió el cabello rubio de su hijo, con el corazón encogido. Costaba tan poco hacerlo feliz…

– Métete en la cama. Yo se lo diré.

Eric obedeció y, una vez arropado, su padre le hizo cosquillas en el estómago.

– ¿Quién te quiere más que a nada en el mundo?

– ¡Tú! -exclamó el niño. Alex iba a salir de la habitación, pero Eric lo detuvo en la puerta-. Papá… ¿echas de menos a mamá?

Él se volvió. No sabía qué contestar. ¿Echaba de menos las peleas, las broncas, la angustia que sentía cada vez que Renee se iba a Nueva York? No, eso no. Pero sí echaba de menos la alegría que veía en los ojos de su hijo cuando su madre se dignaba a visitarlo.

– Tu madre es una mujer de mucho talento y tuvo que marcharse de aquí para ser una gran actriz. Pero eso no significa que no te quiera tanto como yo.

Aunque su pregunta no había sido contestada, Eric sonrió.

– Buenas noches, papá.

Alex bajó la escalera preguntándose cómo había conseguido evitar una respuesta directa. Tarde o temprano, el niño exigiría una explicación y él no sabría cómo dársela. Pero, ¿podía seguir mintiéndole?

Holly estaba sentada en el sofá del salón, mirando el fuego de la chimenea. Se había quitado el abrigo y debajo llevaba una chaqueta roja y una faldita negra que dejaba al descubierto sus interminables piernas. Nunca había conocido a una chica tan sofisticada y que, a la vez, pareciese tan inocente.

– Siento haberla hecho esperar. Si me dice dónde están sus cosas, la llevaré a su habitación.

Ella levantó la cabeza al oír su voz y Alex tuvo que hacer un esfuerzo para apartar los ojos de sus piernas. Si iba a quedarse allí durante las navidades, tendría que evitar ciertas fantasías.