Holly hizo una mueca. Renos de plástico… qué horterada.

– Quizá podríamos comprar algo menos…

– A mí me parece buena idea -la interrumpió Alex-. En el tejado quedarían muy bien. Y podemos poner otros en el jardín y alrededor de los establos. Sería como… ¡Las Vegas!

– ¡Eso, como Las Vegas! ¿Qué es Las Vegas? -preguntó Eric.

– Es un sitio donde van a morir los malos decoradores -suspiró Holly-. No creo que encontremos renos de plástico en los almacenes Dalton.

– En Dalton hay de todo. Raymond tiene unas luces en el árbol que parecen bichos. ¿Podemos comprar unas iguales?

– ¿Bichos? -repitió ella.

– Yo creo que un árbol con bichos sería perfecto -dijo Alex entonces-. Grillos, arañas, gusanos…

Holly lo miró, perpleja.

– Creí que no querías saber nada sobre la decoración.

Sus miradas se encontraron un momento y ella se quedó sin aire. En sus ojos había algo magnético, intenso, turbador. Nerviosa, apartó la mirada, esperando que no la hubiera visto ruborizarse.

– Eric quiere bichos -insistió Alex.

Ah, genial. Estaba intentando torpedear su decoración.

Pero era muy guapo cuando sonreía. Fuerte, vital y muy sexy. ¿Qué mujer dejaría a un hombre como Alex Marrin?

– De acuerdo, bichos -murmuró-. Soy flexible.

Aunque prefería hacer las cosas a su manera, también le habían tocado algunos clientes raritos.

Entonces miró su pierna, que rozaba la de Alex. Podía sentir el calor del cuerpo del hombre recorriendo el suyo, tanto que el frío casi desapareció.

Qué fácil sería pasar la mano por la gastada tela de sus vaqueros, sentir los firmes músculos que había debajo, deslizarla hasta…

– Tendremos que poner dos árboles. Uno más formal en el salón y otro… el de los bichos, en el cuarto de estar. Y podríamos poner otro en el estudio.

– ¡Eso, tres árboles de Navidad! -exclamó Eric-. A Santa Claus le va a encantar.

Holly se volvió hacia Alex para ver su reacción, pero él estaba mirando la carretera. Unos minutos después llegaban a los almacenes Dalton.

– Vendré a buscaros dentro de tres horas. Pórtate bien con la señorita Bennett, Eric. No te apartes de su lado.

– Sí, papá.

– Deberías comprar ropa de abrigo, Holly. Y un par de botas.

Estaban tan cerca, que podía sentir el calor de su aliento en la mejilla.

– ¡Mira los trenes! -exclamó Eric entonces, señalando el escaparate-. Y ese oso tocando un tambor…

Holly y el niño bajaron de la furgoneta, dejando a Alex muy serio. Era un hombre complicado, con extraños cambios de humor, pensó.

Cuando se volvió para mirarlo un segundo más tarde, la furgoneta había desaparecido y ella se sintió tontamente desilusionada. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la miró con algo más que mero interés masculino. Y mucho más desde la última que a ella le importaba esa mirada.

– Vamos, hay que comprar muchas cosas.

Cuando entraron en los almacenes Dalton, Holly sintió como si hubiera sido transportada al pasado. Así solían hacerse las compras, con sonrientes vendedores y porteros uniformados que daban la bienvenida a los clientes. Los suelos de mármol brillaban como espejos y las paredes de madera olían a limón.

Entonces se fijó en el enorme árbol de Navidad, colocado en el centro de los almacenes. Había visto cientos de árboles. Pero, por alguna razón, aquel la hizo sentir como si fuera una niña de nuevo, llena de emoción ante las fiestas.

– Es precioso -murmuró-. Y es de verdad. ¿De dónde lo habrán sacado?

– Siempre ponen un árbol muy grande -dijo Eric, llevándola hacia las escaleras mecánicas.

– ¿Dónde vamos?

– Primero tenemos que ver a Santa Claus.

– Creí que ya lo habías visto.

– Sí, pero tengo que darle las gracias.

– ¿Por qué?

– ¡Por ti!

A Holly se le encogió el corazón ante el inocente cumplido. Solo llevaba un par de días siendo un ángel de Navidad, pero era el mejor encargo que había tenido nunca. Y hacer feliz a aquel niño no podía llamarse trabajo.

En la segunda planta se unieron a la larga fila de niños que esperaban para hablar con Santa Claus. Aquel sitio estaba lleno de juguetes, pero Eric no los miraba, concentrado como estaba en la puerta del reino mágico.

Mientras esperaban, Holly recordó su infancia. Con Eric de la mano, casi podía volver a creer en la magia de la Navidad y en el calor de una familia con quien compartirla.

– ¡Niño! ¿Qué haces aquí otra vez?

Los dos se volvieron al oír la exclamación. Era una joven con casaca de lunares y mallas verdes. Al verla, Eric apretó su mano un poquito más fuerte.

– Hola, Twinkie. Mira lo que he traído, es mi ángel de Navidad.

– ¿Qué?

– Mi ángel. Se llama Holly y me la ha enviado Santa Claus. He venido para darle las gracias.

La joven lo miró, pensativa.

– ¿Te la ha enviado Santa Claus? No lo dirás en serio.

Holly miró por encima de su hombro, incómoda.

– Vamos, Eric. Ya volveremos un poco más tarde. Hay que comprar muchas cosas.

– ¡Espere un momento! -gritó la joven, corriendo tras ellos-. Tengo que hacerle un par de preguntas.

La perdieron en la sección de ropa de cama, escondiéndose tras una pila de edredones.

– Quizá no es buena idea que le cuentes a todo el mundo que soy un ángel, Eric.

– ¿Por qué?

Holly intentó decir algo que sonase razonable.

– No querrás que todos los niños de Schuyler Falls pidan un ángel, ¿no? Hay muy pocos ángeles y no queremos que nadie se lleve una desilusión.

El crío asintió, solemne.

– Sí. Quizá sea lo mejor.

Ella revolvió el pelo rubio del niño y Eric levantó la carita con una sonrisa en los labios. «Qué diferente de su padre», pensó.

Mientras Eric Marrin mostraba todas sus emociones, Alex parecía esconderse bajo una máscara inescrutable. Eric era simpático y abierto, Alex distante e indiferente.

Holly dejó escapar un suspiro. Había entrado en la vida de los Marrin para hacer un trabajo por el que ganaría quince mil dólares. Pero aquello era más que un trabajo. Era una oportunidad para hacer realidad el sueño de un niño.

Aunque el anónimo benefactor cancelase el contrato, no podría marcharse de allí. Estaba empezando a caer bajo el hechizo de aquel niño.

Si pudiese evitar que le pasara lo mismo con el padre…


Había caído más nieve durante todo el día y, bajo los últimos rayos del sol, brillaba como si el suelo estuviese cubierto por millones de diamantes.

Alex respiró profundamente. Al mirar las colinas y los árboles cubiertos de nieve, sonrió. Aquella era su tierra, su futuro… y el futuro de su hijo. Nadie podría apartarlo de Stony Creek. Ni siquiera una mujer.

Renee había intentado obligarlo a vivir en Nueva York, pero él insistió en volver a la granja cuando quedó embarazada. Desde el primer día, todos supieron que aquel no era sitio para ella. Su partida seis años más tarde no debería haber sido una sorpresa, pero lo fue.

Entonces miró a Holly, que caminaba con Eric de la mano. Su hijo la miraba como si de verdad fuera un ángel enviado desde el cielo. Pero, en opinión de Alex, era una sirena enviada por el demonio para atormentarlo y tentarlo con su belleza. Aquel tampoco era su sitio. Incluso con botas y un grueso chaquetón de cuero, seguía pareciendo una elegante neoyorquina.

Había prometido mantener las distancias, pero ella siempre estaba haciéndole preguntas, buscando su ayuda para algo…

Tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no tocarla cuando volvían de los almacenes Dalton la noche anterior. Y cuando ella le dio las gracias por llevar las bolsas, le costó un mundo no besarla.

Seguía queriendo acercarse, tomarla en sus brazos y tumbarla sobre la nieve… pero tenía que buscar tres árboles de Navidad. Alex se paró para observar un abeto y esperó a que el ángel y su protegido llegasen a su lado.

– ¿Qué tal este?

Holly lo miró de arriba abajo y dio una vuelta para examinarlo de cerca. Había rechazado los últimos catorce y, si rechazaba otro, tendría que controlarse para no estrangularla.

– No sé… las ramas son muy delgadas. Sería más fácil ir a comprar los tres árboles a la vez. No tenemos tiempo para esto.

Él apretó los dientes, controlando una respuesta sarcástica. Por eso precisamente nunca iba de compras con una mujer. Buscar algo tan sencillo como un par de medias o algo tan complicado como un sofá, siempre lo convertían en una excursión de doce horas.

– Pondremos el lado más delgado contra la pared. Nadie se fijará.

– Yo me fijaré -replicó ella.

– No te gusta ninguno de los que te he enseñado…

– Porque no reúnen las condiciones necesarias.

– Pues no vamos a comprarlo. Los Marrin siempre cortamos un árbol en la granja. Es una tradición familiar.

– No tienes por qué enfadarte -dijo Holly-. Mi padre y yo a veces buscábamos durante días para encontrar el árbol perfecto.

– ¿Días? Llevamos tres horas, se está haciendo de noche y has visto cientos de abetos. ¿Por qué no me dices qué buscas exactamente?

– Busco algo especial -contestó ella, cruzándose de brazos-. Algo perfecto.

– Perfecto -repitió Alex-. Lo único perfecto que vas a encontrar por aquí es un perfecto lunático con un hacha perfecta. ¡Y una razón perfecta para asesinarte si no eliges un abeto ahora mismo!

– Si vas a ponerte tan beligerante, será mejor que vuelvas a casa.

– ¿Beligerante? ¿Yo soy el que se pone beligerante? -dijo él entonces, inclinándose para hacer una bola de nieve.

– Ni se te ocurra tirármela.

Por supuesto, Alex ignoró la advertencia. Al ver que se negaba a soltar la bola, Holly formó una más grande… con ayuda de Eric, el traidor.

– De acuerdo, de acuerdo. Me rindo. Pero tienes media hora para encontrar tres abetos. Ni un minuto más, te lo prometo.

– ¡Has hecho un pareado sin haberlo preparado! -exclamó su hijo.

Alex tomó el camino de nuevo, pero una bola de nieve lo golpeó en el cogote. Y cuando se volvió, los dos estaban muertos de risa.

Estaba a punto de mostrarle quién llevaba los pantalones en Stony Creek cuando Holly salió corriendo para esconderse entre los árboles.

– Eric, ¿estás conmigo o con ella?

– Es mi ángel y tengo que protegerla. ¡Y esto es la guerra!

Por supuesto, a partir de entonces se declaró una batalla campal. Su hijo lo bombardeaba con bolas y cuando fue tras él, Holly salió al rescate. Empapado y con nieve hasta en las córneas, decidió buscar otra estrategia. Se escondió detrás de un abeto, aguzando el oído, y cuando ella pasó a su lado la tiró al suelo para restregarle un puñado de nieve por la cara.

Y la guerra terminó entonces. Holly estaba muy quieta, mirándolo con sus pestañas cubiertas de diminutos diamantes. Y no gritó pidiendo la ayuda de Eric.

– ¿Te rindes? -murmuró Alex.

Ella asintió, con la mirada clavada en sus labios. Cuando apartó un mechón de pelo de su frente, Holly apoyó la cara en su mano, en un gesto de absoluta y total rendición. Conteniendo un suspiro, Alex se inclinó para buscar sus labios…

Pero un segundo antes de besarla oyó un ruido entre los árboles. Eric.

– Este niño siempre llega en el peor momento.

– ¡Suéltame! -gritó entonces Holly.

La tensión sexual que había entre ellos desapareció inmediatamente. Holly se levantó y empezó a quitarse la nieve del chaquetón.

– No deberías haberlo hecho -murmuró, sin mirarlo-. Yo… estoy aquí para hacer un trabajo. Espero que lo recuerdes.

Alex sonrió, la evidencia de su deseo era muy clara bajo los pantalones.

– En el amor y en la guerra todo vale. ¿No dicen eso?

Eric apareció entonces, corriendo.

– ¡Hemos ganado! -gritó al ver a su padre cubierto de nieve.

– Por esta vez. Holly me ha pillado.

La «vencedora» sonrió de oreja a oreja.

– Será mejor que nos vayamos. Todavía tenemos que encontrar tres abetos -dijo, tomando la mano del niño.

Sin mirarlo, pasó a su lado y siguió adelante en su búsqueda de la perfección.

¿Qué habría pasado si hubieran estado solos en el bosque? ¿Habrían sucumbido a la atracción que sentían el uno por el otro? Ella quería que la besara, lo había visto en sus ojos, en su gesto.

¿Cuánto tiempo podrían seguir negándose a sí mismos esa atracción? Se deseaban de una forma primitiva, evidente.

– ¡Corre, papá! -lo llamó Eric-. ¡Holly ha encontrado un árbol que le gusta!

Por supuesto, era un abeto igual que otros mil abetos.

– Este es -murmuró ella, aparentemente convencida.

Alex dio la vuelta al árbol para ver qué tenía de maravilloso. Nada. Lo había elegido para escapar de su presencia y de la tentación del bosque, seguramente.