– Trato hecho -concluyó él, mientras se ponía la cazadora-. No voy a volver a besarte porque no sé si voy a poder parar. Pasaré a recogerte mañana alrededor de las seis.
– Sí. Gracias por venir conmigo esta tardé.
– Gracias por dejar que me invitara.
Cuando Marcus se hubo marchado, Sylvie se dio cuenta que, una vez más, había logrado evitar compartir información alguna sobre su vida con ella.
Al día siguiente, mientras se cambiaba de ropa tras asistir a la misa dominical, seguía pensando en él. Entonces, tras ponerse unos viejos vaqueros, se dispuso a entregarse a su proyecto más inmediato: hacer galletas.
La Navidad se iba acercando poco a poco. Se había sentido tan inmersa en la absorción de Colette y en las actividades benéficas en las que participaba la empresa que todavía no había empezado a preparar nada.
Después de haber firmado las tarjetas, que había escrito durante la hora del almuerzo, se dispuso a preparar las galletas, que hacía todos los años para regalárselas a sus amigos. La preparación era tan laboriosa que el tiempo se le fue echando poco a poco encima. La hora en que Marcus iba a ir a recogerla se iba acercando. Casi sentía haber accedido a salir con él, pero el vuelco que le daba el corazón cada vez que pensaba en él desmentía aquellos pensamientos. A las cinco y media, sacó la última bandeja de galletas del horno y las puso a enfriar. La cocina entera estaba llena a rebosar de galletas. Menos mal que no tenía perro, porque si no el animal tendría un festín…
Entonces, fue rápidamente a ducharse. Decidió que, algún día, tendría un perro, al que le gustaran los niños y que se metiera debajo de la mesa para esperar que cayera algo de comida al suelo durante las ruidosas comidas familiares. La familia no era algo que se pudiera imaginar muy claramente, pero, de repente, una vívida imagen le asaltó el cerebro: Marcus, con sus enormes y competentes manos, con la hija de Jim entre sus brazos…
Una cálida felicidad se apoderó de ella. Había sido una imagen tan… perfecta. Sabía que lo que le había contado sobre su secretaria era cierto, porque ningún hombre habría podido calmar a una niña de esa manera a no ser que lo hubiera hecho antes. ¿Cuántos hombres de su posición habrían estado dispuestos a ocuparse de los nietos de su secretaria?
¡Maldita sea! Desde el primer momento, se había decidido a despreciarlo y, sin embargo, los sentimientos que Marcus había provocado en ella habían sido muy diferentes.
Se soltó el cabello y se metió en la ducha. Sabía que Marcus no era adecuado para ella, que podía disfrutarlo, pero no debía tomárselo en serio.
Mientras se vestía, se dio cuenta de que el problema era que deseaba a alguien que completara su vida de fantasía. Sabía que siempre había deseado tener hijos a los que querer y con los que poder recrear una infancia feliz. Sin embargo, Marcus no podía ser aquel hombre, ¿no?
De pronto, recordó el broche que Rose le había prestado. Jayne, Lila y Meredith también se lo habían puesto en el mismo día en que habían conocido al hombre de sus sueños. Ella también lo había llevado puesto el día en que conoció a Marcus. ¿Podría ser que…? ¡No! Aquello era ridículo.
Era imposible. Era una simple coincidencia. En su caso, Marcus era, además, el primer hombre al que le había abierto su corazón. Se había protegido durante mucho tiempo y solo en aquellos momentos estaba empezando a dejar libres sus emociones. Marcus había estado en el momento adecuado en el lugar adecuado. Los dos eran tan diferentes que no habría modo de que pudieran unirse, al menos, no para toda una vida. Sylvie suspiró. No podía cambiar su pasado, pero iba a disfrutar aquellas citas con él mientras duraran. Ya se preocuparía de curarse las heridas más tarde.
Tras ponerse un vestido de seda color granate, volvió rápidamente al cuarto de baño para maquillarse. Luego, se secó el cabello. Justo en el momento en que se ponía los zapatos, sonó el timbre.
Mientras se dirigía hacia la puerta, vio el broche. Con un impulso, lo agarró y se lo colocó. «Solo porque queda muy bien con este vestido». Se juró que al día siguiente, sin falta, se lo devolvería a Rose.
Cuando abrió la puerta, Marcus lanzó un silbido de apreciación. Entonces, Sylvie se echó a un lado para que él pasara mientras ella iba por su abrigo.
Cada vez que lo veía, le parecía que estaba más guapo. Sin embargo, aquella noche, parecía estar mejor afeitado que nunca y, además, el cabello se le rizaba ligeramente donde se había escapado a los efectos del peine.
– ¡Vaya! -dijo él-. Estás guapísima… ¿Qué es ese olor?
– ¿Olor?
– Son galletas. Esto es el paraíso -declaró. Entonces, entró en la cocina y agarró una de las galletas que ella había preparado y le dio un mordisco-. Mmm -añadió, abrazándola a ella antes de que pudiera protestar-. Está deliciosa. ¿Quieres?
– No. Y si comes más, no te daré ninguna para Navidad -dijo ella.
El corazón le estaba empezando a latir demasiado deprisa y le resultaba difícil respirar. Se había preparado para saludarlo, no para que la tomara en brazos. De hecho, estaba pegada a él desde el cuello hasta las rodillas. Cuando trató de apartarse, la intensidad de su mirada le hizo detenerse una vez más.
– Hola -murmuró él, acariciándole suavemente la cara-. Te he echado de menos…
Sylvie se quedó atónita, tanto por la ternura de aquel gesto como por sus palabras. ¿Que la había echado de menos?
– Pero si me viste anoche.
– Lo sé.
De repente, una arruga apareció entre sus espesas cejas y se fue profundizando poco a poco. Entonces, la soltó y se dio la vuelta. Sylvie se dio cuenta de que su estado de ánimo había cambiado en aquel mismo instante.
– ¿Estás lista? -preguntó Marcus, en un tono cortés y amistoso, pero sin la cálida intimidad que había adornado su voz segundos antes.
– Sí, si estás seguro de que sigues queriendo que salga contigo.
– Claro -respondió él, tomando el abrigo que ella tenía sobre el respaldo de una silla. Entonces, sonrió.
Sylvie podría haber pensado que se había imaginado aquel cambio de actitud, pero había cierta cautela en las profundidades de su mirada que le indicaba que no había sido así.
– Espera -dijo ella. -Tengo que guardar estas galletas.
– Te ayudaré.
– Ya sé cómo -replicó, riendo. Había decidido no dejar que sus extraños cambios de humor la afectaran-. Es mejor que te vayas al salón y yo me ocuparé de ellas.
A los pocos minutos, ya lo había recogido todo. Entonces, se acercó a él y dejó que la pusiera el abrigo. Mientras la conducía hacia el coche, volvió a ser de nuevo encantador y agradable. Luego, fueron a Crystal's, un restaurante francés en el que había reservado una mesa al lado de la chimenea. A Sylvie, no se le ocurría modo alguno de abordar el tema de sus repentinos cambios de humor, a excepción de preguntarle directamente qué era lo que le había pasado. Además, estaba empezando a reconocer la razón de aquellas maniobras de evasión. Cuando no quería hablar de algo, Marcus podía resultar de lo más escurridizo.
– Creo que sé lo que has estado haciendo hoy -dijo él, cuando estuvieron instalados y con una botella de borgoña encima de la mesa-. La pregunta es por qué una mujer joven y soltera hace tantas galletas.
– ¿Me creerás si te digo que solo las hago una vez al año para luego congelarlas? No, no es cierto -añadió, al ver el gesto de incredulidad sobre el rostro de Marcus-. Se las regalo a mis amigos por Navidad. Preparo seis o siete clases diferentes y las envuelvo en paquetes de una o de dos docenas.
– Es mucho trabajo, ¿no?
– No más que las interminables compras que hace la mayoría de la gente. A mí me gusta y mis amigos parecen apreciar mis esfuerzos. De este modo, mis compras de Navidad son muy fáciles.
– ¿Y me vas a dar a mí galletas este año? -preguntó él, con una sonrisa.
– No lo había pensado -mintió.
Llevaba todo el día pensando qué podría regalarle a Marcus. ¿Debería comprarle algo o solo darle unas galletas como hacía con la mayoría de sus amigos? Era un hombre muy rico. No podría darle nada que él no se pudiera comprar más caro y de mejor calidad.
– Sylvie… Me encantaría que me regalaras galletas. Las necesito. De hecho, me podrías dejar que te las comprara todas.
– ¿Y qué les daría yo a mis amigos por Navidad?
– Podrías comprarles regalos.
En aquel momento, el camarero llegó y anotó lo que deseaban cenar. Cuando volvió a marcharse, Sylvie le preguntó a Marcus:
– Bueno, ya sabes lo que he hecho hoy. ¿Y tú?
– Negocios. Es más o menos lo mismo que hago todos los días.
– ¿En qué estuviste trabajando hoy concretamente?
Deseaba desesperadamente conocer al hombre que había bajo aquella máscara. Le frustraba inmensamente que él lograra abortar todos sus esfuerzos.
– Hoy he ido a visitar una planta de Ohio que trabaja con el acero. Llevo varios años buscando la gran oportunidad. Otra de mis empresas utiliza grandes cantidades de acero y sería mucho más barato si lo fabricáramos nosotros mismos. Espero poder comprar esa empresa -respondió él, tras pensárselo durante un momento.
– Vaya. ¿Cómo se lo han tomado los accionistas?
– Muy graciosa. Como te decía, esa empresa tiene todo el equipamiento que necesitamos, pero, más importante aún, tienen un método único de doblar la lámina de acero que me gustaría tener. Es un secreto muy bien guardado y, hasta que compre la empresa, no me confesarán el proceso.
– Muy listos.
– Desde su punto de vista. Desde el mío, resulta muy enojoso. Me gustaría empezar a producir a primeros de mayo, pero cuanto más nos entretengan estos pequeños detalles, más se retrasará ésa fecha.
Sylvie lo miró. Vio que tenía una mirada intensa, competitiva y se apiadó de cualquier empresa que se le pusiera por delante cuando tuviera aquella actitud. Como Colette. Entonces, se dio cuenta de que ni siquiera sabía cuáles eran los planes que tenía para su empresa.
– Sé que ahora me vas a preguntar por Colette -dijo él.
– ¿Tan transparente soy?
– No, pero estoy empezando a aprender cómo te funciona el pensamiento.
– ¿Y me vas a responder? -preguntó Sylvie, tras una pausa.
– ¿Si te voy a responder a qué?
Se sintió furiosa. Si estaba tratando de ponerla de mal humor, lo estaba consiguiendo. Justo cuando abría la boca para replicar, una voz femenina dijo:
– ¡Marcus! No sabía que ibas a cenar aquí esta noche.
Sylvie levantó la mirada. Una mujer muy menuda, de cabellos grises, se había acercado a su mesa acompañada de un hombre alto e impecablemente vestido. Marcus se puso de pie y se acercó a la mujer para besarla en la mejilla.
– Madre, yo tampoco te esperaba -dijo. Entonces, extendió la mano hacia el hombre-. Me alegro de verte, Drew -añadió. Se volvió hacia Sylvie-. Madre, te presento a la señorita Sylvie Bennett. Sylvie, esta es mi madre, Isadora Cobham Grey. Este es su acompañante, Drew Rice.
Completamente atónita, Sylvie extendió la mano y saludó a ambos. ¡La madre de Marcus!
– Hola, Sylvie -comentó Drew-. Es un placer conocerte.
– Gracias. Lo mismo digo. Y, por supuesto, a usted también, señora Grey -comentó ella, encontrando por fin la voz.
– Llámame Izzie, querida -sugirió la mujer-. Nunca me han gustado demasiado las formalidades, ¿verdad, Marcus?
– No -replicó él, con una sonrisa.
Entonces, sin saber por qué, la envidia se apoderó de Sylvie. El amor que había entre ellos era evidente, tanto como el hecho de que eran familia. Marcus tenía los ojos verdes de su madre, así como la forma de la cara. De niña, siempre se había preguntado si habría alguien al que ella se pareciera. Algunas veces, se quedaba mirando fijamente la cara de las desconocidas, pensando si alguna de ellas podría ser la mujer que la había abandonado de niña.
– ¿Eres de Youngsville, Sylvie? -quiso saber Izzie.
– Sí, señora. He vivido aquí toda mi vida.
– Creo que no conozco a nadie que tenga el apellido Bennett -comentó la mujer, sin mala intención.
– Soy huérfana. Me pasé los primeros años de mi vida en el hogar de St. Catherine. Luego fui a la Universidad de Michigan y, después de terminar mis estudios, regresé aquí. Trabajo en Colette, la empresa que su hijo está tratando de comprar y liquidar.
– Sylvie… -dijo Marcus, en tono de advertencia.
– ¿Cómo? -exclamó Izzie, tan turbada que Sylvie se arrepintió de haber mencionado su empresa-. Marcus, ¿por qué quieres Colette?
– Solo es una decisión empresarial, madre -respondió él, a la defensiva-. No tiene nada que ver… con nada.
– Acabamos de regresar ayer después de pasar seis meses en Europa -le dijo Drew a Sylvie-. Esta mañana, mientras leía los periódicos, me enteré de lo que Marcus estaba planeando.
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