Claudia tenía la sensación de estar en el borde del universo. Era todo increíblemente silencioso. La nada se extendía alrededor de ellos hasta el horizonte. No había coches, no había gente, ni animales… nada. Sólo estaban ella y David. La luz del sol los rodeaba con una atmósfera etérea y todo lo que había parecido confuso y desesperado se hizo en ese momento claro y sencillo.
– Creo que ha merecido la pena venir a Shofrar a ver esto -dijo Claudia.
– ¿Aunque Justin no esté aquí para hacerte compañía? -preguntó David, sentado al otro lado de la colchoneta, a una distancia prudente de Claudia.
– No me interesa Justin. Nunca me interesó, David.
– ¿Y qué me dices de la famosa predicción? -preguntó, suspicazmente-. Creía que habías venido a ello.
– Vine porque mi vida estaba en un punto muerto y necesitaba hacer un viaje -dijo, mirando hacia la puesta de sol-. Nunca creí en aquella estúpida predicción. Incluso a los catorce años tenía mejores cosas que hacer que creer a alguien vestido de manera estrafalaria buscando mi destino en una bola de cristal.
– ¿Y por qué dijiste que sí?
Ella se encogió de hombros, un poco avergonzada.
– Para molestarte realmente. Fue una chiquillada, lo sé, pero parecías tan aburrido de mí que no quería explicarte la verdadera razón por la que estaba tan desesperada por ver a Lucy.
– Me dijo que estabas comprometida.
– Sí, con Michael -contestó Claudia, tomando un poco de arena en las manos y dejándola caer entre los dedos-. Era todo perfecto. Creía que de verdad era mi destino, pero él no pensaba lo mismo. Un día vino y me dijo que se había enamorado de otra mujer. Dijo que yo era fuerte y que no necesitaba que nadie me cuidara.
Claudia esbozó una sonrisa amarga.
– Puede que no -continuó-, pero en ese momento no pensé lo mismo. Me vi con casi treinta años y las manos vacías. Tenía un miedo horrible. Entonces, Lucy me llamó y me convenció para que viniera a celebrar mi cumpleaños aquí con ella. Para mí, los treinta años significaban el comienzo del final de la vida, el símbolo de que has gastado ya la mitad.
Claudia recogió más arena.
– En vez de ello me desperté contigo.
– Me temo que no era la persona más adecuada para hacerte compañía ese día -contestó David, tras un silencio.
– Tú eras lo que yo necesitaba. Me hiciste enfadar, pero no me tenías lástima y era lo que yo necesitaba.
David esbozó una sonrisa.
– He sentido muchas cosas por ti en estas dos últimas semanas. Claudia, pero te puedo asegurar que nunca ha sido lástima.
– Yo sentí lástima por mí cuando el motor del avión falló -confesó Claudia, devolviéndole tímidamente la sonrisa-. Pensé que la vida estaba tratando de decirme algo y deseé haberme quedado en casa, triste pero segura. Sin embargo ahora…
Claudia se echó hacia atrás mirando al horizonte, sintiendo que entraban en ella el silencio y la luz rojiza del sol.
– ¿Ahora?
– Ahora me alegro de haber venido.
– Yo también -dijo él, tomando una de sus manos despacio.
Claudia notó cómo el aire de los pulmones la abandonaba.
– ¿De verdad?
– De verdad.
David dio la vuelta a la mano y la besó en la palma. Una deliciosa sensación recorrió el brazo de Claudia.
– ¿De verdad? -dijo él, provocadoramente, acariciando con los labios la muñeca de ella.
– Sí -murmuró Claudia, dando un suspiro.
Claudia cerró los dedos para tocar la mejilla de él, sin atreverse a pensar que por fin podía acariciarlo.
– Sí -repitió, disfrutando de la piel dura de la barbilla, acariciando el cuello ancho y fuerte.
Sin prisa, los ojos de Claudia se alzaron para encontrar los de David. Se miraron durante un minuto eterno, hablándose en silencio hasta que ambos sonrieron. No hacían falta palabras, no era necesario explicar nada.
Claudia se sintió ligera, como si no tuviera cuerpo y el deseo la arrastrara a una maravillosa certeza de que todo se arreglaría. Se sentía como en otro mundo donde nada más que ellos existían, ellos y su felicidad. Donde todo ocurría con la lentitud de un sueño. Nunca supo si fue David quien la agarró o fue ella quien se acercó a él, pero de repente estaba en sus brazos.
Cuando sus labios se encontraron, no fue con la pasión conocida, sino con una maravillosa sensación de llegar a casa. Claudia tuvo la sensación de que la introducían en la puesta de sol y puso los brazos alrededor del cuello de David para sumergirse en su beso y besarlo en respuesta, como si llevara mucho tiempo deseándolo.
David la tumbó sobre la colchoneta y ella se apretó contra su cuerpo caliente. David la quería tener cerca de sí, lo más cerca posible. Para besarla con pasión, para acariciar su delgadez. Claudia comenzó a tirar de la camisa de él para sacarla de los pantalones y poder tocar los músculos duros de la espalda.
La pasión que se desató entre ellos fue como una explosión que, por largamente contenida, era incapaz de ser controlada por ninguno de los dos. Ninguno quería reprimir aquellos besos profundos, aquellas manos suplicantes…
– Claudia… -David tomó su rostro con ternura y la miró fijamente a los ojos.
Claudia nunca había soñado que aquellos ojos pudieran ser tan cariñosos.
– He querido besarte cada noche -añadió, con voz emocionada.
– No te creo -consiguió decir ella, recordando las largas noches en que habían estado separados apenas por unos centímetros.
– Es cierto -aseguró, besando su cuello, oliendo la fragancia de su piel que lo había seducido tantas noches-. Creo que quise besarte desde que te sentaste a mi lado en aquel maldito avión y olí tu perfume. Tu pelo me pareció como oro a la luz del sol y quise tocar tu piel para ver si era tan suave como parecía.
– Yo creí que para ti era la mujer más desesperante -dijo ella, estirándose provocativamente bajo él.
– Lo fuiste, lo eres. No dejas de provocarme.
– Desearía haberlo sabido. No tendríamos que haber desperdiciado aquella formidable cama.
– Esta colchoneta puede servir -murmuró él, desabrochando los botones de la camisa de ella, siguiendo el camino abierto con sus labios.
Cuando retiró la tela y encontró sus senos con la boca, Claudia gimió de placer y se arqueó contra él, suplicando, mientras notaba que la mano de él se deslizaba hacia abajo.
– David -gritó, tomando su mano con desesperación.
– Despacio, no hay prisa. No va a sonar ningún teléfono. Nadie va a llamar a la puerta. Tenemos toda la noche por delante.
David la desnudó con una desesperante lentitud, saboreando la textura de su piel. Claudia nunca antes había sentido aquel placer y no pudo evitar estremecerse, no pudo evitar exclamar el nombre de él con una mezcla de impaciencia y terror, mientras notaba que sus fuerzas por controlarse estaban al límite.
David sentía complacido que el deseo de ella era tan grande como el suyo propio. El tambien se había quitado su ropa, y comenzó a dibujar con las manos cada curva del cuerpo femenino. Sus muslos largos, su estómago de satén, sus lugares secretos… su calor y su fuego.
Claudia, excitada, notaba todo su cuerpo vibrar, deseosa de todo lo que él pudiera darle.
– Es mi turno ahora -dijo, sin aliento, protegida por la fuerza de él.
David era delgado y duro y su cuerpo brillaba con los últimos rayos del sol. Tenía los músculos duros como acero templado, pero su piel era caliente y flexible y los labios de ella murmuraron palabras de amor sobre él, mientras lo besaba, lo chupaba, lo tocaba y lo excitaba. Cuando él no pudo más, volvió a colocarla debajo.
– Creí que habías dicho que no tenías prisa.
– Ahora sí -contestó él.
Entonces no hubo más palabras, sólo el calor febril entre ellos golpeándolos con una fuerza insoportable y primitiva que barrió todo lo demás.
Claudia se levantó hacia él, dejando escapar un suspiro de alivio al ser penetrada. Por un segundo se detuvieron, se miraron a los ojos y luego continuaron moviéndose rítmicamente. Un ritmo que fue aumentando hasta sacarlos del mundo a la vez, hasta provocar el más indescriptible placer con un grito de alivio.
CAPÍTULO 10
– MI VUELO sale pasado mañana -informó Claudia. Iban por una pista de arena que terminaba en Telama'an, en ese momento una mancha brillante en el horizonte. Claudia deseó que pudieran ir mucho más despacio. No quería volver. Quería quedarse en el wadi donde el silencio la envolvió como una bendición, donde no había exigencias, ni prisas, ni apariencias que guardar. Donde sólo existía David como una espada entre ella y el resto del mundo.
En sus brazos, la noche anterior había descubierto cuánto lo amaba. Habían cenado cuando la luna salía y se habían tumbado de espaldas a ver las estrellas. Más tarde, habían hecho de nuevo el amor, despacio, dulce y tan maravillosamente que Claudia había llorado. Asombrados por el descubrimiento de su unión, habían permanecido abrazados, hablando sobre cualquier cosa, simplemente para oír la voz del otro y saber que no era un sueño. No tenían a nadie cerca, pero habían hablado en susurros para no romper la magia de la noche oscura, de su inmovilidad.
Claudia se había quedado dormida en los brazos de David, despertándose cuando los primeros rayos del sol tocaron su frente con su luz dorada. No habían hablado mucho entonces, no lo necesitaban, después de todo lo que habían compartido. David había hecho el té y lo habían bebido sentados en la colchoneta mientras veían cómo el cielo se iba tiñendo de azul. Luego, él la había levantado con un breve beso.
– Es hora de que nos vayamos.
Ahora que los minutos pasaban, Claudia no quería mencionar su viaje, pero no pudo evitarlo.
– ¿Cómo te atreves a tomar de nuevo un avión? – quiso saber David, para disimular la tristeza de pensar en su marcha. Ella lo había dicho de manera tan ligera, que parecía no importarle.
Pero él no estaba preparado para oír aquellas palabras. Sólo quería sentir el placer de tenerla a su lado y recordar la noche pasada.
– Tengo que hacerlo -dijo Claudia, disgustada y confundida por la aparente falta de preocupación de él.
Hubo un silencio. David agarró el volante con fuerza y miró hacia adelante.
– ¿Por qué no te quedas?
– No puedo -dijo orgullosa, creyendo que él lo decía sin desearlo en realidad-. Me ha sido muy difícil conseguir estos días en el trabajo. Tú tienes tu propia compañía, pero el resto de los mortales tenemos que conservar nuestros trabajos. Me encantaría quedarme más tiempo, de verdad, pero si no aparezco el lunes, habrá alguien dispuesto a sustituirme y no puedo arriesgarlo todo cuando llevo trabajando allí sólo unos días. Me temo que tenemos que volver al mundo real -añadió, mirando con amargura la ciudad que se acercaba cada vez más.
David tuvo deseos de gritarle, de preguntar si la noche anterior no había sido real. Pero no lo hizo. Recordó, en ese momento, cuando Alix recogió sus cosas y lo abandonó.
– Éste es el mundo real, cariño -había dicho su antigua novia-. Nos lo hemos pasado muy bien, pero ahora no puedo seguir contigo. Necesito a alguien con contactos que entienda cómo funcionan las cosas en el mundo de la moda, alguien que pueda ayudarme y Tony tiene mucho dinero, que también ayuda -finalizó, cenando su maleta con una sonrisa de satisfacción.
Él entonces era muy joven y se había recuperado de la ruptura con Alix, pero no le era fácil quedarse allí sentado escuchando a Claudia hablar también sobre el mundo real, como si el amor fuera algo separado, una concesión, un escape de la realidad del trabajo, pero algo que no podía tomarse en serio.
Quizá él no estaba siendo justo con ella. Ella tendría una vida propia en Londres: un trabajo, un apartamento, una familia y amigos. Por supuesto, eso tenía que ser para ella más real que una noche en el desierto.
– Supongo que tienes razón. El mundo real no es así, ¿verdad?
Ésas palabras hirieron profundamente a Claudia. David podía haber sugerido que tenían que verse en Londres, ¿no? Ella ya no se atrevía a mencionarlo, por si él se lo tomaba como una persecución. ¿Y si él pensaba que ella iba a tomarse la noche anterior como algo demasiado importante?
Terminaron el viaje en un silencio incómodo. Cuando llegaron, David se cambió y se fue al despacho sin despedirse ni darle un beso. No iba a tomarla en brazos y pedirle que se quedara. Claudia, por su parte, creyó que él estaba ansioso por volver a su trabajo habitual.
Tenían dos noches todavía, se recordó a sí misma. Se sentó en el borde de la cama y, al recordar la noche anterior, no pudo evitar estremecerse. Esa noche estarían de nuevo solos y, cuando él la tomara en sus brazos, todo volvería a ser perfecto.
– ¡Tengo un plan estupendo!
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