Tomó aliento, abrió la puerta y salió al pasillo. Ahora estaba enfadada con Damian, y prefería el enfado que el deseo.

Una vez más, se topó con el duque y con el conde Boris en la sala donde servían el desayuno. Se sentaron juntos y charlaron un rato de cosas sin importancia, hasta que el primero dijo:

– Tengo una sorpresa.

– ¿Una sorpresa? ¿Qué es? El duque sonrió.

– Si te lo dijera, no sería una sorpresa, ¿no te parece?

Ella se mordió el labio inferior para ocultar su sonrisa.

– No, claro, supongo que no…

– Te has levantado muy pronto esta mañana -intervino el conde-. Eso significa que la duquesa se ha marchado…

– Sí -dijo el duque, sonriendo-. La princesa y ella se han marchado a un delicado salón de té en Dunkirk o algo así. Dudo que regresen hasta primera hora de la tarde.

Annie apareció entonces con un paquete para el duque. Se lo dio, y acto seguido, declaró:

– La princesa y la duquesa se encuentran en el salón de té de las Damas de Nabotavia, en Downey. Dijeron que estarían de vuelta a las tres en punto, como muy tarde.

– Muchas gracias, Annie, seguro que tienes razón -dijo el duque, con mirada pícara – Que Dios te bendiga.

El duque se inclinó hacia sus dos acompañantes y declaró, con tono conspiratorio:

– Annie me ha preparado una comida especial que llevará a mi laboratorio: eso es lo que contiene este paquete. Pero espero que el asunto quede entre nosotros y que sepáis guardar un secreto.

Boris arqueó una aristocrática ceja.

– Qué cosas tienes: por supuesto que sí. ¿Verdad, Sara? Lo que la duquesa no sepa…

Sara asintió y pensó que la situación era absurda. Estaba segura de haber leído alguna escena similar en una obra de teatro; pero en esta ocasión no se trataba de literatura sino de la vida real, de un mundo del que ella formaba parte.

Pero había llegado el momento de marcharse. Damian la estaba esperando.

– Si me perdonáis, tengo que hacer unas cuantas llamadas telefónicas antes de ver al príncipe.

– Por supuesto, márchate cuando quieras.

– Ah, por cierto -dijo el duque, cuando ella ya estaba a punto de salir-. Dile a Damian que su primo Sheridan llegó anoche. Estoy seguro de que se alegrarán mucho al verse. Siempre fueron grandes amigos.

Sara sonrió y dijo:

– Lo haré.

Damian oyó los pasos en el corredor. Para entonces ya sabía que se trataba de Sara, aunque en realidad, no sabía por qué.

En cualquier caso, el hecho de percibir detalles tan pequeños como ese hizo que se sintiera de muy buen humor.

– Hola -dijo ella.

– Buenos días. Llegas tarde.

– He tenido que hacer varias llamadas – suspiró -. Esos malditos transmisores… Dicen que se han quedado sin existencias del tipo que necesitamos y que no las recibirán, al menos, hasta esta tarde.

El buen humor de Damián comenzó a declinar.

– Tendremos que insistir…

– Si no llegan hoy mismo, llamaré a otra compañía.

El príncipe asintió, aunque la impaciencia lo estaba devorando por dentro. En los viejos tiempos, antes de perder la vista, tenía por costumbre salir a correr cuando estaba tenso. Ahora no podía hacerlo, de manera que se dijo que tendría que encontrar otra forma de liberar tensión.

– ¿Qué has planeado para hoy? -preguntó él, intentando pensar en otra cosa.

– En primer lugar, quiero revisar varias cosas contigo. Anoche hablé con el doctor Simpson y charlé con otros terapeutas sobre tu caso. Todos tienen cosas interesantes que decir, así que me dije que seguramente te gustaría oírlas.

Sara tomó asiento y le contó, con gesto imperturbable, todo lo que le habían dicho sus colegas de profesión. A Damián no le importaba en absoluto. Sólo quería que estuviera a su lado.

Al cabo de un buen rato, decidió interrumpir su discurso.

– Sara, todas esas personas son expertas en ceguera; pero a menos que ellos mismos se hayan quedado ciegos, no podrían entender realmente lo que se siente -observó-. Te confesaré que sus teorías no me interesan. Pero haré algo mejor que eso: te contaré lo que se siente.

Damián se detuvo unos segundos antes de seguir hablando.

– Me siento tan solo en esta oscuridad que a veces creo que me voy a volver loco; pero aún peor que la soledad, es la pérdida de la confianza. No podrías imaginar lo que es eso. El mundo entero se convierte en un lugar enemigo, desconocido, preocupante. Y por si fuera poco, tienes que aguantar los comentarios de los demás… ¿Sabes lo mucho que me molesta que se rían de mí?

– Nadie se ríe de ti.

El príncipe desestimó su comentario y a Sara no le sorprendió: lo había dicho con total sinceridad, pero no era lo más apropiado para aquella situación.

Creía saber lo que iba a contarle. Le iba a decir que él era un príncipe, un miembro de una Casa Real, y que estaba acostumbrado al poder, a la arrogancia, a sentir cierta superioridad hacia los demás. Y que naturalmente, se sentía muy mal al suponer que las personas que lo rodeaban, sobre todo las de rango social inferior, pudieran reírse a su costa.

Pero Damián no dijo nada parecido.

– Mira, Sara, quiero librarme de la ceguera tan pronto como sea posible. Aún no hemos hablado de posibles soluciones médicas. ¿Conoces, o conocen tus amigos, algún remedio? Tomaría lo que sea, estaría dispuesto a hacer lo que fuera… Sólo quiero librarme de esto.

Sara notó su desesperación y la pasión contenida en sus palabras. Sin embargo, no podía mentirle.

– Me temo que no hay ninguna solución mágica, Damián. No podemos hacer nada salvo intentar mejorar tu respuesta.

Sara estuvo a punto de disculparse, pero no lo hizo. Seguía empeñada en mantener la distancia profesional con su paciente, a pesar de lo mucho que le gustaba.

Damián se quedó allí, sentado, sin hacer nada. Era como un animal salvaje al que hubieran herido y que no supiera cómo reaccionar. Y ella se emocionó tanto al contemplar su expresión que en ese mismo instante decidió que haría algo, lo que fuese, para ayudarlo.

Se levantó, se sentó en el sofá a su lado y lo tomó de una mano.

– Lo siento, Damián. Sé que sentarte a esperar debe de ser una sensación insoportable, que quieres actuar. Estás acostumbrado a ello: cuando no te gustan tus circunstancias, las cambias. Pero esto es distinto. Se necesita tiempo.

– Tiempo -repitió él.

Damián alzó una mano y la acarició en la cara.

De repente, todos los sentidos de Sara se despertaron. Su corazón comenzó a latir más deprisa y deseó besarlo, con todas sus fuerzas, al contemplar aquellos labios firmes, duros, definidos.

Aquello era totalmente nuevo para ella. Nunca había sentido nada parecido por un hombre. Por supuesto, había salido con muchos chicos en su adolescencia y en la universidad, pero nunca había encontrado a nadie que la volviera loca de aquel modo.

Damián era distinto.

– Sara… -dijo él, con voz seductora.

– No.

Sara pronunció el monosílabo antes incluso de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Tenía que poner punto y final a aquella situación. Era una profesional. No podía traicionar su código deontológico.

– Eres como un niño que cree que puede librarse del examen por el procedimiento de distraer a su profesora -declaró ella-, pero te advierto que no va a funcionar. Haremos esos ejercicios te guste o no.

Damián sonrió.

– Está bien, mujer dura… Enséñame lo que quieras.

Sara se sintió muy aliviada. No sabía cómo habría reaccionado si él hubiera insistido en su ejercicio de seducción, pero fuera como fuera, Damián necesitaba ayuda y estaba dispuesta a dársela.

Estuvieron trabajando un buen rato y el príncipe se mostró muy comunicativo y decidido a trabajar. Pero a pesar de ello, Sara se encontraba exhausta al final de la sesión.

En determinado momento, se detuvo y lo miró.

Aquello estaba resultando mucho más difícil de lo que había esperado y seguía sin saber por qué. Había solucionado muchas situaciones bastante más complicadas.

Y sin embargo, aquella se le resistía.

De haberse tratado de cualquier otra persona, ya habría encontrado la forma de acceder a su corazón y de convencerla para que se entregara a la terapia en cuerpo y alma. Pero con Damián, se sentía insegura.

Sara sabía que se estaba engañando. Por muchas veces que se repitiera aquellos argumentos, por mucho que insistiera en decirse que no sabía lo que estaba pasando, lo sabía perfectamente. Se sentía atraída por él. Ya no podía negarlo. Podía hacerse todos los votos y todas las promesas que quisiera, pero ni siquiera podía prever lo que podía suceder al segundo siguiente si se acercaba demasiado.

La pregunta del millón, entonces, era si debía admitir su derrota y salir corriendo.

Capítulo Siete

– ¿A qué viene esa cara? -preguntó Damián.

Sara dudó. Se había prometido que iba a ser sincera con él y había llegado el momento de demostrarlo.

– Intentaba decidir si me quedo o si me marcho y busco a otra persona para que te ayude.

– ¿Cómo? -Preguntó él, arqueando una ceja-. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué quieres marcharte?

– Porque creo que nuestra conexión no se ha establecido… en los términos que había imaginado -confesó-. Y pienso que tal vez fuera mejor que te dejara en manos de otro profesional.

– Piensa lo que quieras, pero nunca llegaríamos a saberlo porque no aceptaría estar con ninguna otra persona. Eres tú o nadie.

Ella se mordió el labio inferior. -No estás siendo muy razonable.

– Tal vez no, pero te digo la verdad.

– Si al principio no querías que me quedara…

– No quería. Pero he cambiado de opinión.

Sara carraspeó y comenzó a recoger sus papeles con nerviosismo.

– Bueno, supongo que el transmisor llegará esta tarde y que podremos empezar con él.

– Espero que sí. Hasta ahora, todo va muy bien. Y cuento contigo para salir de esta pesadilla.

Ella asintió.

– De acuerdo. Sin embargo, debes saber que cuando haya terminado de enseñarte lo que sé, tendré que marcharme y dejarte en manos de otro terapeuta.

El rostro de Damián se oscureció.

– Acabo de decirte que no quiero a nadie más.

– Damián, tienes que comprenderlo, por favor. Yo no me dedico a las terapias de largo plazo. Mi trabajo consiste en establecer una rutina, desarrollar un plan de trabajo, y dejar al paciente con un profesional que pueda hacerse cargo de él en el día a día de la recuperación.

– Pero te quedarás hasta después del baile, ¿verdad?

Damián no habló con tono de pregunta, sino de orden.

– Haré lo posible por ayudarte durante la gala -respondió ella-. Sé que esa fiesta de compromiso es muy importante para ti.

Sara lamentó haber pronunciado aquellas palabras en voz alta. Ahora había dejado bien claro que su compromiso matrimonial no la hacía precisamente feliz.

– No tengo más remedio que casarme. Me queda poco para cumplir los treinta y es una obligación familiar.

– Haces que suene muy romántico -se burló.

Por el gesto de extrañeza de Damián, Sara supo que el príncipe no podía creer que fuera tan ingenua.

– Esto no tiene nada que ver con el romanticismo. Es una cuestión de dinero.

– ¿Qué? Me temo que no te comprendo…

– Es un acuerdo económico, nada más. Cuando nos casemos, ella seguirá con su vida y yo seguiré con la mía. Apenas nos conocemos el uno al otro, Sara… De hecho, a ti te conozco mejor que a Joannie Waingarten. Es un matrimonio organizado por abogados y financieros. Ella quiere mi título y yo necesito su dinero.

– ¿Su dinero?

Sara no salía de su asombro. Nunca habría imaginado que pudiera tener problemas económicos.

– ¿Para qué necesitas su dinero? Si no lo tienes, eres un joven inteligente y muy capaz que podría obtenerlo con cierta facilidad si se lo propusiera. Búscate un trabajo. Es algo que la gente suele hacer, ¿sabes?

Damián rió.

– Soy un príncipe, Sara. Yo no puedo trabajar, no me dejarían. Además, me pasaría la vida recibiendo ofertas sólo por mi título y mi posición social. Sería un franco abuso de poder.

Sara se dijo que en ese punto tenía razón. Pero de todas formas, no entendía que tuviera que casarse para sobrevivir.

– Entonces, crea tu propio negocio y gana una fortuna.

Damián volvió a reír. Le encantaba aquella mujer.

– Tienes una forma muy divertida de ver el mundo, Sara.

– Yo diría que soy sencillamente práctica, nada más.

– No. Yo soy tan práctico como cualquiera, créeme. Pero tengo la impresión de que no has entendido para qué necesito el dinero de Joannie. No es para mí, sino para mi país y para financiar nuestra vuelta al trono -le explicó con calma-. Establecer un nuevo gobierno va a costar una pequeña fortuna. Y como futuro ministro de Economía, debo encargarme de que el Estado disponga de fondos para funcionar, porque actualmente se encuentra en una situación bastante problemática.