– No, olvida lo que te dije… Me estaba comportando de forma paranoica.

Ella se encogió de hombros y él añadió: – ¿Por qué? ¿Es que hay algo que quieras decirme? ¿Notaste algo extraño en él? -preguntó, súbitamente interesado.

– ¿Extraño? No sé a qué te refieres.

– Limítate a contarme lo que pensaste de él.

– No mucho, la verdad. Parecía realmente contento de verte y me resultó evidente que os tenéis en gran aprecio.

– Sí -asintió él, con cierto alivio.

– ¿Qué ocurre? ¿Esperabas otra cosa?

– No lo sé. No sé lo que esperaba.

Sara prefirió no preguntar más al respecto. Comenzó a recoger sus cosas, y entonces, descubrió una cinta bajo uno de los almohadones del sofá. Era la grabación de un libro de un poeta de Nabotavia.

– ¿Qué es esta cinta?

– Nada. Me la trajo el duque para que la oyera…

– ¿Quieres que la ponga en el equipo?

– No, tírala. – ¿Por qué?

– Porque no la quiero.

– Está bien -dijo ella, mientras se la guardaba en un bolsillo-. ¿Volvemos a vernos más tarde?

– Por mí, perfecto. Pero preferiría que fuera más temprano que de costumbre. Sheridan y yo vamos a ir a visitar a un amigo de Laguna.

– Muy bien.

– Sheridan se marchará a finales de semana. Mientras esté aquí, tengo intención de salir con él todos los días.

– Me parece magnífico -dijo, aunque seguía celosa-. Salir te hace mucho bien. Pero no olvides llevarte a Tom contigo…

– Descuida, no lo olvidaré.

– Bien. ¿Nos veremos también esta noche?

Él asintió.

– En principio, sí. Pero si las cosas se complican, llamaré por teléfono para avisar.

– Entonces, hasta luego…

Sara lo dejó en la suite y de inmediato se sintió muy triste. Por tonto que pudiera parecer, tenía la horrible e inquietante sensación de estar enamorándose de aquel hombre.

Capítulo Nueve

Durante los días siguientes, las sesiones fueron rápidas y algo cortas; pero Damián mejoraba cada vez más y cada vez estaban mejor coordinados en la utilización del transmisor. Sara empezaba a creer que estaría preparado para el baile.

Al mismo tiempo, había tenido la ocasión de conocer más a fondo al resto de los miembros de la familia. El conde Boris solía acompañarla todas las mañanas durante el desayuno, porque Karina se levantaba más tarde y la duquesa siempre tenía algún compromiso social. Cuanto más conocía a Boris, más le gustaba. Podía ser un hombre algo estirado y superficial, pero bajo su fachada aristocrática ocultaba un gran corazón y un enorme sentido del humor.

Una mañana, le preguntó por qué no se había casado.

– Lo intenté, pero no salió bien -respondió él.

– Puede que todavía no hayas encontrado a la persona adecuada…

– Puede. Pero debo contarte algo que no sabes: este verano he venido a la mansión para casarme. Mi hermana tiene intención de que me despose con la princesa Karina.

– OH, caramba…

Sara no se los podía imaginar juntos.

– Sin embargo, su idea no duró mucho tiempo. Digamos que se interpuso un italiano llamado Jack Santini. ¿Has tenido ocasión de conocerlo?

– No.

– Pues por alguna razón, Karina lo prefiere a él.

– Y supongo que eso te rompió el corazón… -bromeó.

– Qué dices. Sólo era un plan adecuado para los dos, nada más. Pero dime, ¿has considerado la posibilidad de casarte con un conde?

Ella rió.

– La vida es buena y no hay que trabajar mucho -añadió.

– Me temo que no puedo, conde. Estaré muy ocupada el resto del verano.

– Ah, qué lástima. Pero si cambias de opinión, dímelo.

– Lo haré.

Sara no salía de su asombro. Nunca había considerado la posibilidad de casarse con un conde. Pero se dijo que, de hacerlo alguna vez, se casaría con aquel.

Lo mejor de que Sheridan y Damián desaparecieran fue que Sara se quedó con mucho tiempo libre por delante. Así que decidió ir a ver a su hermana Mandy. Y por el camino, se detuvo frente al laboratorio del duque y llamó a la puerta.

– ¿Se puede? Soy Sara…

– Por supuesto que puedes -sonrió el duque -. Adelante, querida. Me alegro mucho de verte, porque he averiguado más cosas sobre tu familia.

– No deberías molestarte tanto…

– No es ninguna molestia. Siempre me ha gustado la genealogía e incluso pertenezco a un club. Tenemos un foro de debates en Internet, así que lo aprovecharé para recabar más información.

– Ten cuidado con Internet. Ya sabes que las relaciones en línea pueden ser decepcionantes…

El duque asintió.

– Lo sé, querida.

– Por cierto, he venido a traerte esto.

Sara sacó entonces la cinta que se había guardado en la suite de Damián y se la dio.

– Veo que no la ha escuchado…

– No, me temo que no.

Él asintió.

– No pensé que lo hiciera, pero quédate con ella si quieres. Tengo otras copias… Era uno de los poetas preferidos del padre de Damián. Un idealista, como él -declaró el duque-. Es una pena que los jóvenes no entiendan que los viejos también necesitamos que nos perdonen.

Sara no comprendió el comentario del que para entonces ya se había convertido en su amigo, pero optó por no preguntar. Resultaba evidente que Damián estaba molesto con su difunto padre, a diferencia de sus hermanos, que siempre hablaban bien de él.

Al cabo de un rato se encontró en la autopista, conduciendo hacia Pasadena. No había demasiado tráfico, así que tardó poco en llegar y pudo concentrarse en el paisaje. Pasadena tenía barrios opulentos, pero el contraste con Beverly Hills era apabullante. Mientras el segundo resultaba elegante y moderno, en Pasadena eran visibles las huellas de su histórico pasado.

Minutos más tarde aparcó frente a la casa de su hermana, una construcción de estilo español, luminosa y bella. Mandy seguía condenada a permanecer en casa, pero al menos, ahora contaba con la presencia de su marido todas las noches.

– ¿Quieres decir que tenemos más familia? – preguntó Mandy, cuando le contó lo del duque. No puedo creerlo. Siempre me he sentido como si fuera una especie de huérfana…

– Sí, pero ponernos en contacto con ellos podría ser divertido.

– Desde luego que sí, hermanita. Además, quiero que mi hijo tenga un sentido de pertenencia más intenso que el que tuvimos tú y yo. Quiero que sepa que tiene raíces.

Sara sonrió al pensar en el bueno del duque. Había hecho mucho bien.

– ¿Por qué sonríes?

– ¿Estoy sonriendo?

– Sí, pero hay algo más. Pareces particularmente feliz hoy, como si te hubiera ocurrido algo…

Sara corrió a cambiar de conversación. -OH, vamos, no hago otra cosa más que trabajar. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí todo el día?

– Ver la televisión, por supuesto. Por cierto, mamá y papá salieron esta mañana en un programa y tenían muy buen aspecto, como si hubieran estado tomando el sol. Les hicieron una entrevista.

– ¿Fue buena?

– Sí, ya sabes que siempre han sido magníficos con las entrevistas.

Sara asintió.

– Estoy esperando a que el entrevistador les pregunte algún día si van a tener hijos -bromeó.

Mandy rió.

– Estaría bien… Supongo que papá sería capaz de decir que no lo han pensado y que nunca han tenido la suerte de tener descendencia.

– OH, sí. Y mamá lo interrumpiría entonces para preguntarle, con total seriedad, si no tienen un par de hijas en alguna parte.

Sara y Mandy estallaron en carcajadas. Sin embargo, ninguna de las dos lo encontraba divertido. Además, Sara estaba molesta con ellos porque se encontraban en Los Ángeles y no habían sido capaces de acercarse a ver a Mandy.

Los quería mucho. Pero de todas formas, se dijo que si alguna vez tenía hijos, los trataría con más cariño. Y que haría lo que fuera para que no tuvieran una infancia tan fría y solitaria como la de ellas.

Sara regresó a la mansión con tiempo de sobra para la sesión de terapia, y Damián le dio una gran sorpresa cuando la pidió que cenaran juntos. Por lo visto, Sheridan tenía un compromiso con un banquero y no volvería hasta muy tarde.

– Me apetece una pizza -dijo el príncipe-. Podríamos pedir algo al Wong Pizza, en el bulevar de Santa Mónica.

– ¿El Wong Pizza? ¿Eso qué es, un chino medio italiano?

– Algo así. Preparan pizzas con sabores a comida china. Te encantará. Lo malo es que no sirven a domicilio.

– Puedo ir yo, si quieres.

– No seas tonta. Se lo pediré a algún criado.

Sara lo miró, divertida.

– Hay que ver lo fácil que es tu vida…

– Bueno, tiene sus lujos, sí.

– Y que lo digas.

– Creo que le das demasiada importancia a esto de la realeza, Sara -comentó Damián-. Ser un príncipe es una simple casualidad de nacimiento, algo que no puedes elegir. Y cuando te toca, no puedes escapar.

– ¿Lo dejarías si pudieras? -preguntó con interés.

Damián permaneció en silencio durante unos segundos. Después, sonrió y dijo:

– Pidamos esa pizza.

No tardaron mucho en comenzar a cenar.

Ella le habló del embarazo de Mandy y él le contó lo que le había sucedido cuando nació la hija de su hermano Marco. Al parecer, una tormenta de nieve cayó sobre él cuando se dirigía en coche al hospital y acabó en pleno Cañón del Colorado sin darse cuenta.

– Cuando llegué al hospital, Kiki ya tenía tres días -dijo, sonriendo.

Después de cenar, se sentaron en el sofá. Estaban satisfechos y felices, y Damián decidió bromear un rato.

– Podríamos hacer algo interesante para variar. Mi cama está muy cerca…

– OH, sí, no lo dudo. Y me sorprende que no tengas escondida a ninguna mujer.

– Claro que la tengo… Sara rió.

– Ah, el duque me ha contado que ha averiguado algunas cosas interesantes sobre tu familia. ¿Qué se siente al crecer en California?

– No lo sé, porque no crecí en California.

– No te entiendo…

Sara le explicó que sus padres siempre se habían mantenido lejos de ellas y que en realidad habían crecido solas.

– Ah, claro -dijo él, cuando terminó-. Y como ellos estaban ciegos a vuestras necesidades emocionales, decidiste dedicar tu vida a ayudar a otro tipo de ciegos.

– OH, vamos, eso es ridículo.

– ¿Tú crees? Me parece evidente.

– Lo único evidente es que, por lo visto, te encanta la psicología barata…

Damián sonrió.

– Deberías hacer caso a lo que digo. Soy ciego, lo que significa que el resto de mis sentidos están mucho más desarrollados. Hasta puedo notar cosas en tu voz que los demás no notarían.

– No dudo que eso pueda ser posible en otros casos. Pero en el tuyo, no lo creo -espetó.

– ¿Quién está siendo ahora grosera, Sara? -preguntó él, divertido.

Sara estuvo a punto de golpearlo, pero no lo hizo. Sabía que deseaba tocarlo y no quería perder el control.

– Sin embargo, comprendo que estés enfadada. Lo que os hicieron vuestros padres no tiene nombre… me extraña que no te rompieran el corazón -comentó él -. Dime, ¿cuándo fue la última vez que saliste con un hombre?

– La verdad es que no lo sé. No me acuerdo…

– Pues deberías salir más a menudo. Ojalá pudiera sacarte yo…

– Ojalá, pero no puedes. Te recuerdo que estás comprometido con Joannie comosellame.

– ¿Por eso guardas las distancias conmigo? ¿Porque estoy comprometido?

– En parte, pero no es la única razón -respondió, mientras se levantaba-. En fin, gracias por la pizza. Nos veremos más tarde.

– OH, sí, desde luego que sí.

Sara cerró la puerta a sus espaldas y bajo al piso inferior. Aquello era una locura. Sin darse cuenta, poco a poco, había permitido que sus sentimientos la dominaran. Y ahora, estaba enamorada de un cliente que, para empeorar las cosas, era un príncipe de otro país.

Intentó tranquilizarse pensando que tal vez fuera como un catarro, que un día habría desaparecido cuando despertara. Pero la idea de perderlo le resultaba insoportable. No podía imaginar su mundo sin sus ojos, su cuerpo, su presencia, sus besos ocasionales.

Ahora ya sólo quedaban dos semanas para el baile. Después, se marcharía de allí y probablemente se pondría a trabajar en seguida con un nuevo cliente. Pero nada sería igual. Pasara lo que pasara, sospechaba que su vida había cambiado para siempre.

Aquella noche, Karina, la duquesa y Sara cenaron a solas y dieron buena cuenta de un par de botellas de vino. De hecho, bebieron tanto que hasta la propia duquesa, en general contenida, se relajó un poco.

Las tres mujeres comenzaron a contarse todo tipo de secretos. Y Annie, que siempre había sido muy atenta con esas cosas, despidió al resto de los criados para que no oyeran conversaciones tan indiscretas.

Karina contó una historia sobre la primera novia de Damián y la duquesa les regaló los oídos con anécdotas sobre su juventud en Nabotavia. A Sara le habría gustado haber llevado una vida tan interesante como las suyas, aunque sólo hubiera sido para poder contar algo digno, pero se divirtió mucho con ellas.