Cuando terminaron de cenar, la princesa la llevo a la biblioteca para enseñarle el trabajo biográfico que había hecho sobre su madre. Tenía montones de notas y de libros de referencia, y había reunido muchas fotografías que Sara devoró con la mirada.

Sus padres habían sido muy atractivos, e incluso pudo ver una fotografía de la reina Marie, la madre de Karina, con su hermana, lady Julienne. Nadie podía negar que fueran gemelas.

– ¿Qué tal te va con mi hermano? ¿Es buen alumno? -preguntó Karina en determinado momento.

– Sí, muy bueno. Aprende rápido.

Karina asintió.

– Me alegra que te vaya bien con él, porque con mi hermano nunca se sabe. Seguro que has notado la ira que alberga.

– Sí, lo he notado, pero es normal en sus circunstancias.

– No se trata de una actitud nueva en él. Siempre ha sido más distante que los demás. Se comporta como si hubiera algo en la familia que no le gustara… No sé, tal vez sólo sea que creció con Sheridan en lugar de hacerlo con nosotros. Es posible que todo cambie cuando regresemos a Nabotavia. Aunque para entonces se habrá casado.

– Tengo entendido que apenas la conoce…

– Es verdad. Y no sé cómo se puede prestar a casarse por conveniencia. No lo entiendo en absoluto, sobre todo porque siempre le han disgustado las obligaciones familiares.

– ¿En serio?

– Sí. Se pasa la vida burlándose de la realeza y de nuestras costumbres. Pero el día que se comprometió con esa mujer, me llevó a un aparte y me contó que lo hacía por ayudar a la familia – explicó Karina-. Al principio pensé que estaba bromeando. Sin embargo, no bromeaba.

– Te entiendo. Yo he hablado con él y está convencido de la importancia de ese matrimonio.

La princesa negó con la cabeza.

– Es absurdo. De hecho, pretendían hacer lo mismo con el conde Boris y conmigo. ¿Te lo imaginas? Menos mal que conocí a otro hombre, del que me enamoré.

– ¿Y qué pasó con él? Karina sonrió con tristeza.

– Se llama Jack Santini y trabajaba como jefe de nuestro equipo de seguridad -le explicó-. El caso es que estaba dispuesta a fugarme con él, y lo habría hecho… Pero él desapareció antes. Y ahora, pienso dedicarme en cuerpo y alma a mi adorado país, Nabotavia.

– OH, Karina…

– Olvídalo, no es importante. Además, ahora tenemos que hablar de tu vestido.

– ¿De mi vestido?

– Claro, tendrás que llevar un vestido en el baile. ¿Qué estilo prefieres? Puedo llamar a mi costurera para que venga mañana por la mañana y te enseñe los vestidos que tenga. Después, sólo tendríamos que hacer los cambios necesarios para tu talla…

Sara se sintió como si Karina la hubiera atropellado.

– Veo que estás acostumbrada a hacer planes por los demás… -bromeó la terapeuta entre risas -. Cualquiera diría que has nacido para dar órdenes.

Karina alzó la cabeza, muy digna, y dijo: -Por supuesto que sí.

El día siguiente fue uno de esos días en los que todo salía mal. Damián falló bastante con el transmisor y se enfadó mucho al saber que Sara pensaba salir aquella noche.

– Voy a ver una película con Boris -le informó.

– ¿Con Boris? OH, vamos, no vayas con él. Te llevaré yo.

– Pero si habías quedado con Sheridan en ir a Malibú… También tenías intención de salir.

– En ese caso, te llevaré al cine otro día.

– No puedes ir al cine, Damián.

– ¿Por qué?

– Porque no puedes ver -le recordó.

– Eso no importa. Iría muy gustoso contigo.

Sara decidió decirle la verdad.

– No se trata del cine, Damián. Es que necesito salir un poco y divertirme. Además, ¿no me habías aconsejado que saliera con gente?

– Sí, pero me refería a que salieras conmigo-

Sara no quiso recordarle que ya estaba comprometido con otra mujer.

– Sea como sea, me iré con Boris.

– Muy bien, márchate, pero espero que la película se estropee y que os quedéis pegados al suelo sobre unos chicles -espetó.

Sara abrió la puerta de la suite, con intención de marcharse.

– Hasta luego…

– Seguro que Boris se pone a hablar durante la película y no deja que la veas.

– Diviértete en Malibú…

Sara sonrió cuando lo dejó a solas. Le había agradado descubrir que Damián sentía celos del conde.

Poco después, se encontró con Tom.

– Hola, Tom. Quería darte las gracias por lo que estás haciendo con el príncipe. Se está divirtiendo mucho con Sheridan, y no podría hacerlo si tú no estuvieras a su lado.

– Me divierte hacerlo. Siempre van a sitios geniales, como anoche, que fueron al Silk Parrot de Rodeo. El local estaba lleno de estrellas de cine… Fue impresionante.

Sara sonrió.

– Me encanta el entusiasmo que demuestras en el trabajo.

– Bueno, en general es fácil. Aunque a veces tiene sus problemas… El otro día, Sheridan intentó tirarme por el muelle de Santa Mónica. Pero no me dejé, claro. No soy tan estúpido como parezco.

Sara se quedó pensativa con la historia que le había contado Tom. Le pareció muy extraño que Sheridan intentara tirarlo por un muelle, y se dijo que ya averiguaría más tarde lo que había pasado.

De momento, tenía bastante con Damián. Estaba celoso. Y le encantaba.

Capítulo Diez

Sara estaba observando desde la ventana de su dormitorio cuando tres hombres subieron, media hora más tarde, a un deportivo.

Sheridan lo conducía. Damián iba a su lado. Y Tom iba medio encajado en el asiento de atrás.

Acababan de desaparecer de la vista cuando sonó el teléfono. Era el príncipe Marco en persona, que la llamaba desde Nueva York.

– Necesito que me ayudes, Sara. Hemos sufrido un grave golpe financiero por cuestiones que serían largas de contar y necesitamos, más que nunca, que Damián impresione a la gente en el baile.

– Lo comprendo. ¿Quieres que se lo diga a él?

– No, te lo digo a ti porque no quiero que lo sepa. Ya tiene bastante presión encima. Pero necesito que te encargues de ello.

– Marco, hago todo lo que puedo, pero sólo soy terapeuta y…

– Lo sé, lo sé, y siento cargarte con todo esto. Pero con lo que ha sufrido mi hermano, lo último que deseo es preocuparlo. Además, últimamente se ha mostrado algo paranoico sobre el accidente de la lancha. Por eso, te presiono a ti -declaró, entre risas.

– Vaya, gracias…

– Tienes que entrenarlo bien.

– Ya veo. Estás insinuando que endurezca las clases y que él no sepa por qué.

– Exacto. Ella suspiró.

– Haré lo que esté en mi mano.

– Magnífico. Dentro de poco me voy a Arizona, aunque estaré de vuelta antes del baile de la fundación. Cuento contigo.

Sara, por supuesto, estaba más que dispuesta a ayudar. A esas alturas ya se había convencido de que se había enamorado del príncipe, por muy inconveniente para ella que pudiera ser.

Todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando reparó en el comentario que había hecho Marco sobre la supuesta paranoia de Damián con relación al accidente.

Empezaba a creer que había algo raro en ello. No era la primera referencia extraña al accidente de la carrera. Damián se había empeñado en que la policía volviera a dragar el lago, como si sospechara; y después, le había pedido que observara con atención a Sheridan.

Sara se estremeció. Ahora estaba más preocupada que nunca por Damián, y a punto estuvo de llamarlo por teléfono para asegurarse de que se encontraba bien.

– No lo hagas -se dijo-. Sería como el beso de la muerte…

Sabía que iba a pasarse el resto del día rumiando su preocupación. Sólo le animaba pensar que Tom se encontraba con ellos y que ayudaría a Damián si se presentaba alguna situación problemática.

Pero enseguida pensó que estaba exagerando. No tenía ningún motivo real para sospechar del primo de Damián. Sólo eran conjeturas.

Además, no podía hacer nada más que intentar relajarse y esperar. Y marcharse al cine, después, con Boris.

Cuando Damián entró en su suite, estaba bastante nervioso. Odiaba su ceguera y lo complicado que era todo desde el accidente. Pero lo peor de todo era que se había pasado toda la noche pensando en Sara y en su cita cinematográfica con el conde Boris.

En cuanto pudo, le dijo a Sheridan que quería volver. Y a su primo no pareció importarle.

Ahora, un buen rato después, estaba imaginando una escena que no le agradó en absoluto: Sara volvía con Boris, y seguramente caminaban agarrados del brazo. El asunto le molestó tanto que decidió hacer algo.

– Muy bien, amigo mío, es hora de que demuestres que sabes moverte por tu cuenta.

Damián tomó el bastón, decidido a bajar al jardín e interrumpir a los recién llegados.

Salió de la habitación, avanzó por el corredor y encaró los primeros tramos de la escalera. No le pareció demasiado difícil, porque ya la había subido y bajado muchas veces y había contado el número de escalones.

A pesar de ello, en determinado momento perdió la cuenta y a punto estuvo de caer; pero se rehizo y lo consiguió.

Al llegar al piso inferior, avanzó dando golpes con el bastón, tal y como Sara le había enseñado. En cuestión de segundos se encontró ante lo que parecía ser una puerta, pero había un problema: no sabía si era la puerta que daba al exterior de la casa.

La abrió de todos modos y respiró aliviado al sentir el aire fresco. Había acertado. Lo había conseguido.

Y acto seguido, se dirigió hacia el lugar donde suponía que se encontraba la rosaleda.

Sara lo vio en cuanto salió de la casa y se sintió muy aliviada. Había estado preocupada por él toda la noche, y al parecer, sin razón. Estaba de vuelta en casa, Sheridan no había intentado nada extraño y por si fuera poco avanzaba hacia ella como si llevara toda la vida utilizando el bastón de ciego.

En ese momento, Boris dijo:

– ¿Quieres que te acompañe a tu habitación?

– No, gracias, Boris. Acabo de ver que Damián está en la rosaleda y me gustaría charlar un rato con él.

– Ah, comprendo… En ese caso, iré a la cocina a ver si Annie tiene algo de comer. ¿Quieres que te traiga algo?

– No. Te veré en el desayuno. El conde Boris asintió y desapareció. Entonces, ella se dirigió hacia su paciente.

– Ya era hora de que volvieras -protestó Damián al sentir su presencia-. Espero no haber interrumpido el tradicional beso de buenas noches…

Sara estaba tan contenta de verlo sano y salvo que no reparó en el tono de su voz. Era obvio que tenía celos de Boris.

– ¿El beso? Has interrumpido más que un beso. Estábamos a punto de hacer el amor apasionadamente en el jardín, pero a Boris se le han quitado las ganas al verte -bromeó.

Damián sonrió.

– Sea como sea, me presento voluntario para sustituirlo. Donde quieras, como quieras y cuando quieras, exceptuada precisamente la rosaleda… detesto clavarme las espinas.

Ella rió y observó que efectivamente se había clavado una espina de rosa. Tenía sangre en un dedo.

– Será mejor que vayamos a curarte ese dedo…

– No importa, no creo que me desangre. Sara sonrió. Le encantaba que hubiera salido de la casa sólo para verla.

– Damián, me siento muy orgullosa de ti. Has sido capaz de llegar al jardín tú solo, sin más ayuda que el bastón.

– No me felicites por esas cosas, Sara. No soy un niño.

– Lo siento, no pretendía molestarte…

– Está bien.

Sara lo quería tanto que decidió animarlo a toda costa. Y de repente, tuvo una idea.

– Dime una cosa, ¿había algo que te gustara especialmente antes del accidente con la lancha?

– Sí, muchas cosas. Pero echo de menos volver a montar a caballo.

– ¿A caballo?

– Sí.

– En ese caso, prepárate. Mañana llamaré a un especialista que está acostumbrado a trabajar con caballos y con personas con discapacidades. Si te parece bien, podríamos salir a montar.

Damián se quedó asombrado.

– ¿Podríamos hacerlo?

– Desde luego que sí. Puedes hacerlo de sobra. Estar ciego no te impide hacer tantas cosas como crees. Pero si no quieres hacerlo…

– ¿Bromeas? Por supuesto que quiero. Estoy tan contento que no sé si seré capaz de pegar ojo esta noche.

– Bien. Entonces, te veré por la mañana.

Damián asintió, se dio la vuelta y caminó hacia la entrada de la mansión. Sara lo observó mientras se alejaba, sintiendo un profundo cariño por él. Sabía que su relación era imposible. Pero también sabía que, ocurriera lo que ocurriera, aquel siempre sería su príncipe azul.

La mañana amaneció despejada. Una fresca brisa moderaba la temperatura veraniega y olía a heno y a caballos.

Habían tardado tres días en conseguir que Damián montara a caballo y se sintiera seguro, pero por fin lo habían logrado y ahora montaba una yegua que avanzaba tranquilamente por un sendero. Ella lo seguía en su montura y no dejaba de maravillarse por la evolución de su paciente.